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El día que Felipe González nos explicó a Delacroix

Según cuentan algunos historiadores fue Delacroix quien durante el transcurso de la revolución de 1830 dijo aquello de que “quien se expresa no es libre”. Antes, George Büchner había escrito en una carta: “Si me expreso dejo de ser libre, me ato, maldita sea”. ¿A dónde querían llegar ambos con esta paradoja? ¿Expresarse no es justo lo contrario? ¿En qué sentido la expresión es lo opuesto a la libertad?

Lo cierto es que estas ideas se relacionan directamente con esa fórmula que nos parece el grado más alto de nuestro vivir democrático, el momento superior del clímax del ser tolerante al que aspiramos: “la libertad de expresión”. Lo que Delacroix y Büchner –y algún otro romántico– supieron ver y leer como pocos es que quien se expresa deja de ser libre, precisamente porque se expresa. ¿Cómo? ¿En qué sentido? En fin, podríamos resumirlo así: expresarse es comprometerse con lo que se dice y con lo que se hace, es abandonar el silencio y entrar en el conflicto del diálogo, lo que provoca que cada una de nuestras palabras sea un contrato. Si digo me someto a lo que digo, me ato a ello. Expresarse, ese gran reto de los románticos, exige siempre, a su vez, un ejercicio de responsabilidad o de radical silencio. (Responsabilidad quizá no sea la palabra adecuada, pero es la única que me viene a la cabeza).

La fórmula libertad de expresión esconde, desde el marco del liberalismo del cual parte, un sentido marcadamente variable. Libertad de expresión no señala lo mismo en las diferentes épocas en las cuales se apela a ella. Esto es clave. Cada época tiene su libertad de expresión. En cualquier caso, gracias al liberalismo capitalista (gracias, sinceramente) obtuvimos hace siglos esta forma de expresar individualmente nuestro parecer. Pudimos así expresar nuestro deseo individual y libre de comprar y vender tanto objetos como ideas como a nosotros mismos en tanto que fuerza de trabajo. Terry Eagleton al estudiar el periodo original del liberalismo europeo lo recordaba de este modo: “Lo que logró desacralizar a la religión no fue la izquierda atea sino la actividad mundana del capitalismo”. Y es cierto. Esa actividad mundana implicaba la necesidad de una libertad de expresión, la capacidad de expresar libremente ideas.

Sin embargo, no es menos cierto que esta expresión libre de ideas asociada con la democracia ha terminado por vincularse triste y directamente hoy con un dispositivo neoliberal donde eso expresable está en función de un horizonte de interpretación que nadie o muy pocos manejan. ¿Hasta dónde podemos expresarnos? Es normal que escuchemos eso de “la libertad de expresión tiene un límite, por supuesto”, y quien suele decir esto, normalmente, es quien detenta el poder, esto es: quien controla los resortes de lo decible. ¿Dónde está ese límite y para qué sirve? De ahí nace parte del problema. Tal vez por eso nos avisaban los románticos de que expresarse es un problema. Y algo más, decimos libertad de expresión pero no decimos libertad de dicción. No es sólo lo que se dice lo que nos compromete sino también lo que se hace.

Dicho de otro modo: la libertad de expresión es una trampa, una trampa ante la cual pagan los que menos posibilidades de expresarse públicamente tienen. Es tan sólo un bello rótulo que tiende a quebrarse cuando tratamos profundizar en su sentido real. ¿Sobre qué horizonte interpretativo situamos esa libertad de expresión? ¿Quién maneja los resortes últimos de ese expresarse y es capaz de juzgar objetivamente? En efecto, no tenemos un sentido de la libertad de expresión, lo que poseemos es una creencia, y tal vez una fe en ella, pero no nos pertenece.

¿Entonces?

Podemos leerlo desde hechos concretos. Hace unos días una serie de personas decidieron expresarse y cuestionar la legitimidad como orador del expresidente Felipe González. Ante los hechos, se decidió que, por motivos de seguridad, González no impartiera la conferencia que tenía pensado ofrecer. Este hecho se ha interpretado bajo la forma de que esas personas limitaron la libertad de expresión de González. Si acudimos a cierta prensa observamos de modo generalizado que esas personas en legítima protesta son jóvenes, palabra que adquiere en el contexto de la protesta (no así en el deporte, por ejemplo) el sentido peyorativo de quien carece de historia intelectual suficiente. Jóvenes y estudiantes, es decir, gente que en lugar de estudiar se dedica a otra cosa cuando debería estar estudiando. A esto se le suele añadir lo de “radical”, que es lo que se dice del otro cuando quien pronuncia esa palabra quiere hacernos creer que existe algo así como una perfumada centralidad. Este cocktail lleva a criminalizar toda su acción, la cual acaba definida como acto de descerebrados violentos. No niego que lo sean. No los conozco. Carezco de datos. Es un ejemplo. Un caso, nada más. Sin embargo este caso nos sirve para ilustrar algunos elementos.

Añadamos algo. La libertad de expresión, en nuestra sociedad –que difiere notablemente del marco liberal en el cual nació– va asociada a procesos de transformación y variación, lo mismo que las mercancías en el mercado capitalista. La libertad de expresión de los ochenta no es la misma que la de hoy. La libertad de expresión viene marcada por lo que la policía sensible de cada momento decida. La libertad de expresión se amolda a las leyes del mercado. No existe sino en función de unas pautas marcadas por la visibilidad de ese discurso expresado. Por eso la precaución romántica: “Si me expreso no soy libre”.

Y ahora alcanzamos el punto al cual quería llegar. La libertad de expresión va asociada, en efecto, a una línea invisible y variable entre lo decible y lo no decible en una determinada época. Así pues, por ejemplo, la libertad de expresión suele vincularse con los medios de comunicación los cuales visibilizan determinados discursos, señalando lo que es decible y admisible. En este caso, cuando González habla –se expresa, quiero decir– los medios escuchan, anotan, esparcen. Cuando González emite un mensaje en un medio bajo su inalienable libertad de expresión (por supuesto) ese mensaje se propaga, se escucha, se aprende. En cambio, ¿qué ocurre cuando quien defiende su libertad de expresión es invisibilizado? El pueblo es violento cuando se expresa porque carece de palabra. Porque cuando se expresa suele hacerlo en el extremo, al final de una lucha que lo lleva hasta la desesperación, es decir, cuando su voz se ha roto de tanto intentar que se le oiga. No trato de legitimar ninguna radicalidad (aunque estaría en mi derecho de ejercer entonces mi libertad de expresión, supongo) sino de hacer ver que en ocasiones la libertad de expresión tiene que ver con la posibilidad de hacerse ver/oír.

Las personas que protestaban por la presencia de González en la universidad puede que se excedieran (no tengo ni idea de si esto es así), pero lo cierto es que la capacidad de visibilizar su palabra es mucho más escasa que la de un consejero delegado de una gran empresa y/o un expresidente.

Saliendo de este caso particular, podemos sostener, para concluir, que cuando escuchamos al que se le niega habitualmente la palabra, cuyo discurso es invisibilizado regularmente, cuando al final lo vemos y escuchamos, es cuando se le termina mostrando públicamente como violento, y se dice que es incapaz de usar el medio legítimo: la palabra. Pero su palabra ya está agotada, porque nadie antes le ha permitido expresarse libremente.

La libertad de expresión, pues, sólo sirve para aquél que no la necesita, para aquel o aquellos que hacen de su uso público del lenguaje formas de asentar lo límites de esa libertad de expresión. La libertad de expresión hay que leerla desde abajo, no desde arriba. De otro modo, siempre será una cárcel.

Según cuentan algunos historiadores fue Delacroix quien durante el transcurso de la revolución de 1830 dijo aquello de que “quien se expresa no es libre”. Antes, George Büchner había escrito en una carta: “Si me expreso dejo de ser libre, me ato, maldita sea”. ¿A dónde querían llegar ambos con esta paradoja? ¿Expresarse no es justo lo contrario? ¿En qué sentido la expresión es lo opuesto a la libertad?

Lo cierto es que estas ideas se relacionan directamente con esa fórmula que nos parece el grado más alto de nuestro vivir democrático, el momento superior del clímax del ser tolerante al que aspiramos: “la libertad de expresión”. Lo que Delacroix y Büchner –y algún otro romántico– supieron ver y leer como pocos es que quien se expresa deja de ser libre, precisamente porque se expresa. ¿Cómo? ¿En qué sentido? En fin, podríamos resumirlo así: expresarse es comprometerse con lo que se dice y con lo que se hace, es abandonar el silencio y entrar en el conflicto del diálogo, lo que provoca que cada una de nuestras palabras sea un contrato. Si digo me someto a lo que digo, me ato a ello. Expresarse, ese gran reto de los románticos, exige siempre, a su vez, un ejercicio de responsabilidad o de radical silencio. (Responsabilidad quizá no sea la palabra adecuada, pero es la única que me viene a la cabeza).