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Diálogos y monólogos cruzados

A veces, en clase, me toca hablar de cosas que pasaron en el siglo XIX. Cosas viejas, de cuando no había televisión, ni teléfonos móviles, ni siquiera infografías. Y entonces hablo (o hablamos, vaya, que siempre es más agradable) de sociedad, o de cultura, y también de guerras y de Derecho. Y hasta de política, claro. De política en el siglo XIX.

En el siglo XIX se proclaman los primeros Parlamentos en España, al amparo de constituciones liberales (unas más que otras) que reconocían la representatividad de la Nación (de aquella manera, no nos emocionemos). Así que podemos decir que es el origen de los debates parlamentarios, de la dialéctica del Congreso, en este país. Y oigan, era otra cosa. Qué le vamos a hacer.

No hablo, o no exclusivamente, de la calidad del discurso. O de las lecturas, porque hoy en día parece que es imposible hablar en el Congreso si no es leyendo letra a letra lo que se ha escrito de antemano. O lo que, entre muchos, han escrito. Las ideas aparecen ausentes en muchas ocasiones, la exposición es menos natural, más atropellada, y la misma “calidad” literaria de lo que se cuenta ha caído en picado. No es cosa mía, pueden comprobarlo, es sencillísimo acceder a algunos de los debates de, por ejemplo, los constituyentes gaditanos. No es eso, o no solo.

¿He dicho debates? Ahí es, precisamente, a donde quería llegar. La semántica parlamentaria estaba destinada a convencer de tus argumentos a aquellos que, en un primer momento, se mostraban contrarios a los mismos. En otras palabras, a lograr cambiar, o al menos moldear ligeramente, la opinión de quienes no piensan como tú. Porque a los que ya son seguidores fervientes no hace falta explicarles lo fantástico que eres, ¿no? Exponer lo que uno piensa y explicar las razones por las cuales ese punto concreto es preferible a otros que se han defendido antes. Y hacerlo de forma tan convincente que sea probable, o al menos posible, hacer mutar la postura ajena.

Hoy en día no es así, hoy en día no asistimos a un diálogo, sino a sendos monólogos cruzados que carecen, por completo, de la voluntad de despertar reacción alguna en el contrario, más allá de afearle comportamientos pasados o previsiones futuras. Hoy nadie va a cambiar su voto por encontrar seductor, atrayente o intelectualmente sólido el discurso del otro. Entre otras cosas porque esa sensación de alteridad absoluta arrastra al mismo esquema de lo que se cuenta, arrojándolo a la inanidad. Para qué más. A cualquier obviedad, aplausos en una bancada y abucheos en otra. A cualquier desafío demagógico, lo mismo, a cada exabrupto risas y pataleos por igual (que, por cierto, esto de las protestas de patio de colegio, aun estando bastante extendido en algunos países europeos, también podría ser para mirárselo, vaya). Monólogos para mayor gloria, el discurso del sobrino majete en la cena de navidad, que vale tanto para hacer que la abuela eche alguna lagrimilla como para que el otro sobrino, el bandarra, rumie en silencio un “menudo gilipollas”. Expresión, por cierto, de origen político, pero eso es historia para otro día.

No hay, derivado de lo anterior, vocación alguna de trascendencia. Para qué, si el discurso es declarativo, si es un mal trago (o bueno) a pasar sin pena ni gloria, si su éxito o su fracaso dependen no tanto de su calidad sino de la suma aritmética que, de antemano, se sabe te ovacionarán o denigrarán. No hay vocación de trascendencia porque no hay ideas nuevas en la materia parlamentaria, y no hay ideas nuevas porque se considera que el Congreso no es el lugar de plantear nuevas ideas. Y, sin intención de trascender, la calidad baja, y el continente se contagia de la finalidad hasta banalizar el conjunto. Al menos eso creo. Pero vamos, que igual es cosa mía.

Yo no sé si lo anterior será reflejo (o consecuencia) de la misma sociedad, pero mucho me temo que sí. Que ahora nadie dialoga porque todos monologan. O monologamos, vaya. En sonidos cruzados, con silencios donde, a veces, se cuelan las palabras de otras personas. Pero monólogos al fin y a la postre. Que hoy es casi imposible encontrar puntos comunes entre discursos diferentes porque (casi) todos se muestran (nos mostramos, de nuevo) inflexibles en la postura propia. Intentar convencer es algo pasado de moda, algo que nos recuerda al siglo XIX, en parte porque es imposible. Porque es un esfuerzo (sí, es más complicado, más laborioso, hilvanar un razonamiento que busque seducir, que escupir otro que solo pretenda exponer visiones propias) inútil.

El debate parlamentario era, fue, algo diferente. Quizá sea la misma evolución histórica la que ha ido dibujando esta nueva tendencia no solo entre los políticos, sino en toda la sociedad. Quizá. Y, a lo mejor, hay que irse acostumbrando al monólogo cruzado en lugar del diálogo enriquecedor. Porque es el futuro, porque es, sí, lo que hay. Y, oigan, no vean qué pereza me da esa idea…

A veces, en clase, me toca hablar de cosas que pasaron en el siglo XIX. Cosas viejas, de cuando no había televisión, ni teléfonos móviles, ni siquiera infografías. Y entonces hablo (o hablamos, vaya, que siempre es más agradable) de sociedad, o de cultura, y también de guerras y de Derecho. Y hasta de política, claro. De política en el siglo XIX.

En el siglo XIX se proclaman los primeros Parlamentos en España, al amparo de constituciones liberales (unas más que otras) que reconocían la representatividad de la Nación (de aquella manera, no nos emocionemos). Así que podemos decir que es el origen de los debates parlamentarios, de la dialéctica del Congreso, en este país. Y oigan, era otra cosa. Qué le vamos a hacer.