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Envuelto en banderas

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En estos días me siento un poco como aquel personaje ideado por Eduardo Mendoza en Sin noticias de Gurb, la historia de un extraterrestre que desaparece en Barcelona tras adoptar la apariencia de Marta Sánchez. El narrador, otro extraterrestre, decide salir en su búsqueda y se transforma él también en diferentes personajes, a cual más absurdo: el conde-duque de Olivares, Miguel de Unamuno, Paquirrín, Gary Cooper... E intenta adaptarse al modo de vida de un país dominado por el tráfico o las obras que culminarían en los Juegos Olímpicos del 92.

Toda la novela está escrita como un diario excesivo e irónico que podría venir bien para entender la situación actual. Si Gurp accediera a nuestro planeta hoy en día, y más concretamente a España, estaría obligado a adoptar la forma de un ser humano con mascarilla, daría igual su rostro, aunque tendría problemas para saber si llevar un tapabocas de tela, de diseño, con el escudo de la correspondiente comunidad autónoma o con los colores de la Guardia Civil o la más homologada mascarilla quirúrgica. Y si otro extraterrestre decidiera venir a buscarle quizás no se toparía con un país o una ciudad en obras —aunque las zanjas y andamios suelen formar parte del paisaje urbano—, sino con anacrónicas colas del hambre, saturación en los hospitales, concentraciones de enfermeras y médicos reclamando más ayudas al personal sanitario, manifestaciones de negacionistas clamando por la libertad de expresión o por el derecho a salir sin mascarilla; gritando, acaso, que todo esto de la pandemia forma parte de un contubernio judeomasónico, o de una endiablada campaña de una izquierda separatista y venezolana o de un control ciudadano instigado por Microsoft, Google y otros grupos de poder al más puro estilo Expediente X.

Dicho extraterrestre despistado se encontraría con un país de banderas (y no en singular, que es a lo que debiéramos aspirar) y pensaría en ello como parte del folklore: esa reunión en la cumbre entre el presidente del país y la presidenta de una comunidad autónoma decorada con un fondo gualdo y rojo, que ya le gustaría al personaje de George C. Scott en Patton; o ese trasunto colorista del cementerio americano de Normandía con 53.000 estandartes frente a la M30 en homenaje a los muertos por la pandemia; las vería en las manifestaciones de un signo político u otro defendiendo su propiedad y elevada hacia el cielo, en el centro de una plaza, para que cualquier turista admirase su porte imperial; o en los balcones de muchas casas, de muchos edificios consistoriales que quieren hacer suya una insignia, unos colores —a estas alturas ya da igual cuáles— y, por extensión, una ideología.

Quizás en esa constante transformación del extraterrestre en personajes del ideario hispano, acabaría convertido en un Francisco Franco de camino a la inauguración de un pantano; aunque en el summum del ridículo podría querer ser un Ángel Garrido o un Ignacio Aguado durante la inauguración del —único hasta ese momento— dispensador de gel hidroalcohólico del metro de Madrid; o, si me apuran, un embozado Miguel Ángel Revilla o un Iñigo Urkullu en la escenificación de la apertura de la frontera entre Cantabria y el País Vasco, saludándose con los codos y rodeados de micrófonos y cámaras de televisión. Y luego, al acabar la jornada, participar en alguna de las no fiestas en calles engalanadas, estas también, con banderines que nos recuerden que la pandemia nos ha impedido disfrutar de algo tan imprescindible como una fiesta popular dedicada a un santo cuya historia ya olvidamos.

Aunque si yo fuese Gurb no me transformaría en Marta Sánchez sino en Quim Torra. Un personaje que, tras 28 meses de baldío mandato y una retribución económica de 150.000 euros anuales, es inhabilitado por el Supremo como presidente de la Generalitat pero se asegura un sueldo de 120.000 euros durante los próximos cuatro años y una pensión vitalicia de 92.000. Y, además, tendrá derecho a una oficina con tres personas a su servicio, una dotación presupuestaria para gastos de representación, un coche oficial con chófer y escolta de los Mossos d'Esquadra, “para garantizar sus necesidades personales e institucionales con la dignidad y el decoro que corresponden a las funciones ejercidas” —qué certero y vacío es el lenguaje político—. Todo a cargo del erario público, ese que dicen que es incapaz de invertir en sanidad o educación. Envuelto en una bandera, eso sí. Una bandera que nos aleje de lo que es verdaderamente importante.

En estos días me siento un poco como aquel personaje ideado por Eduardo Mendoza en Sin noticias de Gurb, la historia de un extraterrestre que desaparece en Barcelona tras adoptar la apariencia de Marta Sánchez. El narrador, otro extraterrestre, decide salir en su búsqueda y se transforma él también en diferentes personajes, a cual más absurdo: el conde-duque de Olivares, Miguel de Unamuno, Paquirrín, Gary Cooper... E intenta adaptarse al modo de vida de un país dominado por el tráfico o las obras que culminarían en los Juegos Olímpicos del 92.

Toda la novela está escrita como un diario excesivo e irónico que podría venir bien para entender la situación actual. Si Gurp accediera a nuestro planeta hoy en día, y más concretamente a España, estaría obligado a adoptar la forma de un ser humano con mascarilla, daría igual su rostro, aunque tendría problemas para saber si llevar un tapabocas de tela, de diseño, con el escudo de la correspondiente comunidad autónoma o con los colores de la Guardia Civil o la más homologada mascarilla quirúrgica. Y si otro extraterrestre decidiera venir a buscarle quizás no se toparía con un país o una ciudad en obras —aunque las zanjas y andamios suelen formar parte del paisaje urbano—, sino con anacrónicas colas del hambre, saturación en los hospitales, concentraciones de enfermeras y médicos reclamando más ayudas al personal sanitario, manifestaciones de negacionistas clamando por la libertad de expresión o por el derecho a salir sin mascarilla; gritando, acaso, que todo esto de la pandemia forma parte de un contubernio judeomasónico, o de una endiablada campaña de una izquierda separatista y venezolana o de un control ciudadano instigado por Microsoft, Google y otros grupos de poder al más puro estilo Expediente X.