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Esperando a las bárbaras
Europa, este continente maltrecho que habitamos, tiene, por supuesto, sus mitos milenarios, aunque hayan quedado escondidos en libros llenos de polvo. Su nombre viene, como teónimo, y sólo en este parece haber consenso, de la princesa y heroína de Fenicia raptada por Zeus: así, desde su propia base mitológica, fue no europea sino asiática —Fenicia comprendía las actuales Siria y Palestina—, la madre mitológica Europa: extranjera y mujer.
Pero quietas ahí, amantes de la ilusión histórica conveniente —se me puede objetar, con razón, ¿qué otra cosa es retrospectivamente la historia? —, esta es toda la buena noticia. La historia cuenta el rapto de Europa por Zeus, ese mítico y habitual violador a la base de la cultura europea, y la explicación mítica es, entonces, tan sangrantemente patriarcal como racista. Sirvió, además, para afirmar la identidad griega frente a la de los bárbaros —los extranjeros, los persas—, operación de hegemonía —dichosa palabra, desdichada realidad— que definirá toda la historia colonial de Europa, también la colonialidad —conozcan el pensamiento decolonial de, entre otros, Aníbal Quijano, merece la pena— de nuestros días.
Cierto es, en buena medida, que Grecia, cuna de esa versión de Europa de la que sin duda cabe enorgullecerse, era un lugar de intercambio y encuentro, de comercio y circulación, un espacio multiétnico a cuya heterogeneidad debemos, entre otros logros, el pensamiento racional que llamamos filosofía. Lástima que aquella cuna de la democracia excluyera a mujeres, esclavos y metecos (extranjeros). La realidad heterogénea de Europa, desde entonces, ha quedado siempre por plenificar.
Esa Europa que un día fue joven y dinámica declina a marchas forzadas, declina ya de facto, y no sólo en la obsesión de la muerte, del fin, del acabamiento, que ha sido uno de sus rasgos, sino que diferentes señales, amén de la legítima competencia de otros territorios, muestran su fin real. Qué irónico sería tener que emigrar masivamente a Rusia o a China, por cierto. Desde su pretensión de lugar de encuentro, siquiera en la propaganda, Europa ha ido acentuando su carácter excluyente… y parece querer quedarse en el chasis que es esta vieja y xenófoba Europa cerrada sobre sí que hoy contemplamos atónitos.
Tras la quita de careta de los años treinta y cuarenta del pasado siglo, tras los fascismos que fueron Europa en todo su esplendor tecnocientífico brutal, hubo un cierto intento de encauzar la situación, de crear una Europa de los pueblos, de instaurar —la palabra es perfecta— unos Derechos Humanos que, pese a colocarse sin apenas discusión con el resto de los seres ídem —obviando que humanos somos todos los que poblamos este planeta— y ser poco más que un simulacro, implicaban una cierta buena intención o, al menos, la necesidad de disimular las malas.
Pero todo eso se está yendo al traste y vemos, de nuevo, el verdadero rostro de Europa, ahora llamada, aunque nos suene a todas un poco a sorna, “Unión Europea”. Con permiso de Hegel primero y de Marx después, esta historia se repite como tragedia y no como farsa, no hay manera de separarnos de su pavorosa realidad mediante la hilaridad: se reitera como ya reiteraran los campos de concentración los campos coloniales, con una inhumanidad intacta y, esta sí, en plena forma.
Así, hoy, de nuevo, en versión ya no tecnificada sino cibernética, fronteras, control, vigilancia, rechazo del otro y del diferente componen un nicho de mercado dantesco y en alza y una ideología en expansión que nos recluye en un autocentramiento asesino —“Primero los italianos”, “Los austriacos primero”… “Sólo veo españoles”— mientras fluyen libre y descontroladamente los capitales bajo la rúbrica de tratados de libre comercio. El control de los flujos migratorios, ese doble invertido inhumano de la globalización que no permite fluir la riqueza humana que procura la circulación de las personas, acabará con nosotros y nosotras, acabará con todos. Miremos el pisoteo de los Derechos Humanos de los migrantes como un laboratorio social de los nuestros, ya en clara merma: cuando pinchen en hueso y nos toquen la vida, recordaremos la fosa común del Mediterráneo.
La pasada semana se celebró una importante cumbre de representantes nacionales en Bruselas —debido a la presión de los países xenófobos, que no a la presión migratoria que, pese a la propaganda, ha descendido—. Sus conclusiones fueron, resumo en versión libre, que “ya si tal vemos si hacemos campos de concentración, pero, mientras, que cada cual apenque como quiera y contente a su electorado como le parezca. Pon el Himno de la Alegría, Macron, que viste mucho”.
En versión menos libre, acordaron la creación de centros “controlados” para desembarcar a los migrantes en suelo europeo, pero su construcción y el compromiso de trasladar a su territorio a los refugiados quedan a la voluntad de cada Estado. La intención de los centros es separar a los refugiados “con derecho a permanecer” en la UE y los migrantes, que serán devueltos a sus países de origen. Y, con un par, le llaman a eso “europeizar las fronteras”: nutrir el negociete de Frontex a costa de negar la entrada al continente a quienes podrían aportar inteligencia, natalidad y riqueza. Porque sobra la rapiña de políticos y empresarios corruptos y ladrones, no personas migrantes. La otra es que quieren actuar en los países de origen, cuando lo propio sería dejar de hacerlo, terminar con el extractivismo de personas y materias primas y dejar de hundir sus mercados.
Si Europa recibe su teónimo de una mujer extranjera, se me ocurre que en mujeres y extranjeros puede brillar una cierta esperanza. Nos encontramos, por fin, en una rebelión feminista triunfante que deberíamos conectar, en la defensa de la vida, con las luchas por los derechos de las personas migrantes y racializadas, para exigir, bárbaras todas, una apertura y convivencia que renueve esta Europa decrépita. O hacemos común la idea de una Europa diversa y justa o, tiempo al tiempo, se repetirá lo que nunca debió pasar.
Y a quienes aún no se han enterado de la que está cayendo, a quienes aún no vean asomar la cara, los pies y las manos del fascismo, permítanme les avise de que la cosa también va con ellos y ellas, no vayan a preguntarse después, como se preguntaba el famoso poema de Kavafis: “¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros? Quizá ellos fueran una solución después de todo”.
Europa, este continente maltrecho que habitamos, tiene, por supuesto, sus mitos milenarios, aunque hayan quedado escondidos en libros llenos de polvo. Su nombre viene, como teónimo, y sólo en este parece haber consenso, de la princesa y heroína de Fenicia raptada por Zeus: así, desde su propia base mitológica, fue no europea sino asiática —Fenicia comprendía las actuales Siria y Palestina—, la madre mitológica Europa: extranjera y mujer.
Pero quietas ahí, amantes de la ilusión histórica conveniente —se me puede objetar, con razón, ¿qué otra cosa es retrospectivamente la historia? —, esta es toda la buena noticia. La historia cuenta el rapto de Europa por Zeus, ese mítico y habitual violador a la base de la cultura europea, y la explicación mítica es, entonces, tan sangrantemente patriarcal como racista. Sirvió, además, para afirmar la identidad griega frente a la de los bárbaros —los extranjeros, los persas—, operación de hegemonía —dichosa palabra, desdichada realidad— que definirá toda la historia colonial de Europa, también la colonialidad —conozcan el pensamiento decolonial de, entre otros, Aníbal Quijano, merece la pena— de nuestros días.