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Feministas sin fronteras
“Soy criminal. Pero de extrema sofisticación. No tengo sangre en mis manos, eso sería demasiado vulgar. Ningún sistema de justicia del mundo me llevará ante los tribunales. Yo delego mi crimen”. Con esta contundencia arranca 'Los blancos, los judíos y nosotros', un controvertido y apasionante texto de Houria Bouteldja, feminista decolonial y portavoz del Partido de los Indígenas de la República francesa, en el que pone de manifiesto el privilegio en que vivimos las mujeres europeas. Ella no esquiva la realidad y se reconoce como culpable de la opresión que, día tras día, sufren millones de seres humanos en el planeta, de los que más o menos la mitad son otras mujeres.
Bouteldja nos hace ver que entre nosotras y nuestro crimen hay distancia geográfica y geopolítica, así como grandes instancias internacionales y nacionales, o “ideas bellas” —derechos humanos, universalismo, libertad, humanismo…— o, incluso, el comercio justo, la ecología, el comercio orgánico... Pero hay mujeres en otras latitudes que sufren opresiones provocadas por nuestra comodidad: mujeres que son asesinadas en las fronteras por nuestras blancas democracias; mujeres defensoras de derechos humanos y de la tierra liquidadas por enfrentarse al expolio de las empresas europeas; mujeres que son consideradas eternas empleadas del hogar pese a su formación diversa por nuestra tibia xenofobia; mujeres que trabajan por un sueldo mísero cuidando a nuestros niños y ancianos; mujeres infantilizadas o victimizadas por sus credos o costumbres foráneos y por la prepotencia feminista europea con ínfulas universalistas.
Por eso hoy, 8 de marzo, lejos de celebraciones triunfalistas, con la frontera greco-turca regada de inhumanidad, deberíamos mirar más allá de nuestras preocupaciones de “primer mundo”, a menudo tan egoístas —neoliberales—, y prepararnos para crecer como feministas sin fronteras.
Boutledja pone ante nuestras narices la “blanquitud”, un dispositivo complejo que nos hace ser criminales sin apenas consciencia de ello. La vida de toda europea se sigue fundamentando en el expolio y saqueo de otras tierras y sus habitantes y en el cierre en banda a recibir a quienes buscan refugio y asilo para huir de las condiciones pauperizadas por Occidente —empresas, venta de armas, guerras…— en sus lugares de origen. En estos días, un individuo execrable y no por ello menos eurodiputado —cuyo nombre y partido prefiero no mencionar y que los borre del mapa el viento de la historia— encontraba “hermoso” el tiroteo policial de seres humanos en busca de protección y hablaba, eso sí, con claridad meridiana de lo que protege la UE, gobiernos progresistas incluidos, con una violencia sin complejos: “Las fronteras de nuestra libertad y la garantía de nuestro estilo de vida y de nuestros derechos como europeos”.
¿Cuáles son esas libertades, ese estilo de vida y esos derechos que se construyen sobre la destrucción de otras y otros, más vulnerables, a quienes, por otro lado, nuestra propia legislación nos obliga a proteger? Pero, no pasa nada, si una legislación europea que tiene que ver con la protección de la vida molesta, simplemente se suspende: ya es una práctica habitual este estado de excepción.
Las feministas españolas vivimos en un país que envía personal de la Guardia Civil y de la Policía Nacional para que hagan de refuerzo a la policía griega que está gaseando y disparando a mujeres migrantes y sus familias. Nuestro gobierno pretendidamente progresista apoya a otro, el griego, que ha suspendido el Convenio de Ginebra, una suspensión —de momento, por un mes— del derecho de asilo en Grecia que abre un precedente inédito y que, junto con el apoyo de Estrasburgo a las devoluciones en caliente Made in Spain —que sería intolerable que ampare un gobierno progresista— hace que los derechos de las personas refugiadas se estén convirtiendo en papel mojado con total impunidad en manos de la UE. Vivimos en un estado de excepción permanente, como bien apuntan pensadores de nuestra época como Giorgio Agamben, en el que la ley ya no es ley, en el que nuestros gobernantes no cumplen las leyes o lo hacen de modo selectivo, sobre todo en lo que se refiere a derechos humanos. Hoy suspenden los derechos humanos de otras y otros justo porque toca cumplirlos: estamos ciegas si creemos que con nosotras no harán los mismo.
Por eso, este 8 de marzo, pensado más como proceso que como fin, después de tres años de celebraciones multitudinarias y éxitos —aunque también de embestidas reaccionarias—, tal vez toca crecer y reconocer que hay mucho que trabajar más allá de nuestras demandas y narices de mujeres blancas, parte privilegiada y abusadora del planeta. Ya es hora de mojarse por otras, ya es hora de alzar la voz por las (in)refugiadas y (des)asiladas y por la situación de las mujeres migradas en nuestro país. Esas que sufren redadas racistas, no digamos si son trans, que a menudo son tratadas como seres doblemente inferiores —como mujeres y como extranjeras—, que el imaginario machista tiende a categorizar según el prototipo de madre abnegada o de mujer hipersexualizada… Esas, con las que convivimos todos los días, ¿qué necesitan? Toca preguntarlas y escuchar y luchar, así, por unos derechos que sean más de todas.
Dice la ONU que hay una “feminización de la migración”, que las mujeres migrantes, que constituyen el 49% de los flujos, son cada vez más, “particularmente por la demanda masiva de mano de obra femenina de bajo costo proveniente de los países pobres para suplir las necesidades de cuidados en los países rico” y que “quizás la característica más notable de la migración femenina es como ésta se sustenta en la continua reproducción y explotación de las desigualdades de género en el marco del capitalismo global”. También que “se subestima la agencia personal de las mujeres en las decisiones migratorias”: prejuicios de género, vaya, tan paternalistas demasiado a menudo.
Según el informe Echando raíces, echando de menos, elaborado por la Red Acoge en 2017, la media de las mujeres migradas sufren grandes dosis de soledad —un 48% largo— y el 30% sufren sensación de fracaso, por no hablar de que han de atravesar el llamado “duelo migratorio” para superar las muchas pérdidas que acumulan —familia, hogar, hijos e hijas, casa…— en un país en el que a menudo son doble y hasta triplemente excluidas —patriarcado, capitalismo y racismo— y en el que no tienen apenas voz. Es fácil imaginar la injusticia que deben sentir al ver a parejas con sus hijas e hijos, cuando ellas no pueden besar a los suyos cada noche mientras trabajan por ingresos muy bajos en el cuidado de los de otras. Mujeres para las que el trabajo es también un factor de exclusión, porque alcanzar un empleo les resulta difícil y las oportunidades laborales que se les ofrecen en este país, tan racista aún, se refieren mayoritariamente a empleo doméstico, en el que los derechos laborales son vulnerados frecuentemente por los propios empleadores, a menudo otras mujeres.
¿Y las refugiadas en España? Pocos datos tenemos, son invisibles. Por no hablar de cuántas se han quedado por el camino. Mujeres que han sufrido diversas formas de persecución y violencia entre las que destaca la violación sistemática. El cuadro completo según diversos informes es: violencia de género en origen, tocamientos, asaltos, acoso, violaciones, matrimonio precoz y forzado, peticiones de sexo transaccional para abaratar el coste del viaje o conseguir comida y ropa en los centros de recepción. Esto afecta a sirias, iraquíes, afganas, eritreas, yemeníes, palestinas, nigerianas, pakistaníes, somalíes, sudanesas, gambianas, malíes… Mujeres que constituyen, junto con los menores, en torno al 43% de los flujos migratorios mixtos que llegan a Europa. Y poco sabemos de su dolor, porque, sin un entorno seguro, la mayoría ni habla de sus experiencias ni denuncia: por miedo, para evitar el estigma y para no tener que detener su camino.
El violador, qué duda cabe, siempre es “él”… pero nosotras somos cómplices, cuando no perpetradoras directas, de demasiadas violencias aún. Que no lo olvidemos, que aprendamos a luchar codo a codo, todas juntas, sin paternalismos ni desconfianzas, y que lo tengamos en cuenta a la hora de jerarquizar nuestras demandas es mi deseo para este 8 de marzo. Houria Bouteldja tiene un nombre para esto: amor revolucionario.
“Soy criminal. Pero de extrema sofisticación. No tengo sangre en mis manos, eso sería demasiado vulgar. Ningún sistema de justicia del mundo me llevará ante los tribunales. Yo delego mi crimen”. Con esta contundencia arranca 'Los blancos, los judíos y nosotros', un controvertido y apasionante texto de Houria Bouteldja, feminista decolonial y portavoz del Partido de los Indígenas de la República francesa, en el que pone de manifiesto el privilegio en que vivimos las mujeres europeas. Ella no esquiva la realidad y se reconoce como culpable de la opresión que, día tras día, sufren millones de seres humanos en el planeta, de los que más o menos la mitad son otras mujeres.
Bouteldja nos hace ver que entre nosotras y nuestro crimen hay distancia geográfica y geopolítica, así como grandes instancias internacionales y nacionales, o “ideas bellas” —derechos humanos, universalismo, libertad, humanismo…— o, incluso, el comercio justo, la ecología, el comercio orgánico... Pero hay mujeres en otras latitudes que sufren opresiones provocadas por nuestra comodidad: mujeres que son asesinadas en las fronteras por nuestras blancas democracias; mujeres defensoras de derechos humanos y de la tierra liquidadas por enfrentarse al expolio de las empresas europeas; mujeres que son consideradas eternas empleadas del hogar pese a su formación diversa por nuestra tibia xenofobia; mujeres que trabajan por un sueldo mísero cuidando a nuestros niños y ancianos; mujeres infantilizadas o victimizadas por sus credos o costumbres foráneos y por la prepotencia feminista europea con ínfulas universalistas.