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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Hormigas, ratas y tribunales

Los franciscanos denunciaron a las hormigas porque habían abierto camino bajo los cimientos del monasterio, amenazando su ruina, y además se habían llevado la harina destinada al consumo de los hermanos. Al abrirse el proceso, el abogado de los demandantes explicó que sus clientes vivían de la caridad pública y mendigaban su sustento con gran trabajo, «mientras que las hormigas, cuyas costumbres morales y norma de vida eran abiertamente contrarias a los preceptos evangélicos […] subsistían gracias al pillaje y al engaño». Pedía que las acusadas justificasen su conducta y, caso de que se negasen a hacerlo, se las sentenciara a la pena máxima prevista por la ley, la muerte.

El abogado de las hormigas, por su lado, argumentó que sus clientes servían a la divina Providencia con ejemplo de prudencia, caridad, piedad y demás virtudes; y para probarlo citaba pasajes de san Jerónimo, del abad Absalón, y de Plinio. Que las hormigas trabajaban mucho más duramente que los frailes, pues transportaban pesos que excedían con frecuencia el suyo. Que se hallaban en posesión del terreno mucho antes de que los querellantes se hubiesen establecido en él; por consiguiente eran los frailes quienes deberían ser expulsados de unas tierras a las que no tenían derecho.

Siguieron réplicas y contrarréplicas; el abogado demandante tuvo que admitir que en el debate había cambiado mucho su opinión acerca de la culpabilidad de los acusados. Así que el juez sentenció que los frailes deberían señalar un terreno conveniente para las hormigas, y que los insectos deberían trasladarse inmediatamente a él bajo pena de excomunión. Afirmaba el juez que ambas partes quedarían satisfechas pues las hormigas debían tener presente que los frailes habían venido para sembrar la semilla del Evangelio, mientras que ellas podían ganarse la vida fácilmente en cualquier otro lugar. Se eligió a uno de los frailes para que hiciera llegar la sentencia a conocimiento de las hormigas, «leyéndola en voz alta al pie de los hormigueros. Los insectos la aceptaron lealmente y se pudo ver cómo abandonaban apresuradamente en largas columnas sus madrigueras y se dirigían en línea recta a los terrenos que se les había señalado como residencia». Esto ocurrió en 1713 en el Estado brasileño de Marañón.

Bartolomé de Chassenée fue un abogado cuya fama empezó con su brillante defensa de las ratas, que habían causado grandes estragos en las cosechas en la Borgoña francesa. Los habitantes entablaron querella y se citó a las ratas para comparecer ante los tribunales, citación que un funcionario leyó en voz alta en los lugares más frecuentados por las demandadas. A pesar de lo cual las acusadas no se presentaron el día fijado. Su abogado alegó que las notificaciones habían tenido un carácter local y, como el asunto afectaba a todas las ratas de la diócesis, había que notificarlas a todas. El tribunal lo aceptó y ordenó a los curas de las parroquias que las emplazaran para un día determinado. Tampoco esta vez se presentó rata alguna. Chassenée alegó que, como la convocatoria afectaba a la totalidad de sus clientes, jóvenes y viejos, enfermos y sanos, se necesitaban muchos preparativos, por lo que solicitaba una prórroga. Se le concedió, y se fijó otro día para la comparecencia; pero cuando llegó la fecha tampoco se presentó ninguna acusada. Su abogado cuestionó ahora la legalidad de las notificaciones: debían implicar un salvoconducto para las notificadas tanto en el camino de ida hacia los tribunales como el de regreso al hogar; pero sus clientes «deseosas de presentarse ante el tribunal en obediencia a las notificaciones, no se atrevían a asomarse fuera de sus agujeros, amenazadas como estaban sus vidas por los numerosos y malintencionados gatos de que disponía la parte contraria». Solicitó que la parte demandante se comprometiera bajo graves penas pecuniarias a evitar que sus gatos molestasen a sus clientes, y entonces se obedecerían inmediatamente las notificaciones. El tribunal estimó correcta la alegación pero los demandantes se negaron a hacerse responsables de la conducta de sus gatos, por lo que se pospuso indefinidamente la comparecencia.

Estos son solo dos de los casos reales que cita el inagotable J. G. Frazer, muestra reducida a su vez de muchos más, en que gusanos, vacas y cerdos son juzgados, y con frecuencia excomulgados y ahorcados, por tribunales de justicia.

No recuerdo en qué película del oeste, tras haber capturado a un presunto forajido, un personaje explica lo que va a pasar a continuación: «Primero le hacemos un juicio justo y luego lo ahorcamos».

Siempre entendí que este era precisamente el funcionamiento de los tribunales en la mayor parte de los casos: primero se decide a quién se va a crujir y en qué medida, y luego se redacta la sentencia. Lo cual es un trabajo delicado, porque hay que demostrar la conformidad de las decisiones judiciales con las leyes, y con el conjunto de las sentencias emitidas previamente, que llamamos jurisprudencia, un corpus ingente que incluye las de hormigas y ratas citadas y muchísimas más. Tan ingente que nadie puede conocerlo entero, y gracias al cual puede justificarse cualquier cosa…, y su contraria. A Giordano Bruno se lo abrasó vivo conforme a derecho, por afirmar que la tierra era redonda y giraba alrededor del sol; conforme a derecho, Billy el niño no responderá nunca de sus crímenes.

La semana pasada el Tribunal Supremo emitió una sentencia que al día siguiente fue desautorizada desde dentro del propio tribunal. El escándalo ha sido mayúsculo, porque pone en evidencia cosas que todos sabemos. He leído críticas feroces como nunca, pero la mayoría de ellas se hace en términos legales, es decir, siguiendo criterios que podríamos llamar internos. La desautorización de la sentencia minaría el prestigio del Tribunal Supremo, que sería el bien a defender.

Pero una sentencia que ordena que un grupo de empresas cotizadas en bolsa haga un pago importante tiene una consecuencia inmediata: la valoración de esas empresas, el conjunto de los bancos en este caso, cae al instante. Cuando después sale el Tribunal Supremo y dice que no, hombre, que era broma, mira que sois ingenuos…, la cotización vuelve al nivel anterior. En 48 horas algunos avispados han ganado una fortuna sin ningún esfuerzo. Y con independencia del curso que siga posteriormente la discusión.

Esto es sabido de antiguo, pero de todas las críticas leídas solo he visto que lo mencione Ernesto Ekaizer, en «El Supremogate: el mayor ataque jamás contado a la independencia judicial», donde habla de «esa secta secreta que se conoce en la magistratura por el acrónimo GAL (Grupo de Amigos de Lesmes)» —presidente del Supremo y del CGPJ— y recuerda que «la jefa de gabinete de Lesmes, la fiscal Ana Murillo, es esposa de José Manuel Cendoya, uno de los vicepresidentes del Banco Santander».

Mi conocimiento del derecho es muy elemental, viene de las películas del oeste y de la lectura de periódicos. Pero de teatro sé un poco más, por lo que me atrevo a predecir cómo va a acabar el asunto: la primera sentencia, la que ordena que el impuesto lo paguen los bancos, prevalecerá. Los bancos pagarán el impuesto, formalmente. Y encarecerán las hipotecas para que quienes lo paguen realmente sean los hipotecados. Unos pocos millonarios lo serán más todavía, gracias a su conocimiento de la bolsa. Y aquí paz y después gloria. Bueno, y al que no pague, desahucio.

Los franciscanos denunciaron a las hormigas porque habían abierto camino bajo los cimientos del monasterio, amenazando su ruina, y además se habían llevado la harina destinada al consumo de los hermanos. Al abrirse el proceso, el abogado de los demandantes explicó que sus clientes vivían de la caridad pública y mendigaban su sustento con gran trabajo, «mientras que las hormigas, cuyas costumbres morales y norma de vida eran abiertamente contrarias a los preceptos evangélicos […] subsistían gracias al pillaje y al engaño». Pedía que las acusadas justificasen su conducta y, caso de que se negasen a hacerlo, se las sentenciara a la pena máxima prevista por la ley, la muerte.

El abogado de las hormigas, por su lado, argumentó que sus clientes servían a la divina Providencia con ejemplo de prudencia, caridad, piedad y demás virtudes; y para probarlo citaba pasajes de san Jerónimo, del abad Absalón, y de Plinio. Que las hormigas trabajaban mucho más duramente que los frailes, pues transportaban pesos que excedían con frecuencia el suyo. Que se hallaban en posesión del terreno mucho antes de que los querellantes se hubiesen establecido en él; por consiguiente eran los frailes quienes deberían ser expulsados de unas tierras a las que no tenían derecho.