Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Judicialización contra la libertad de expresión
La semana que hemos vivido, con la ratificación de la condena al rapero Valtonyc, el secuestro judicial del Fariña de Nacho Carretero y la censura del trabajo de Santiago Sierra en ARCO rubrica la tendencia generalizada de los últimos tiempos a mermar hasta límites inadmisibles la libertad de expresión. Se está extendiendo un irrespirable ambiente de censura que, desgraciadamente, no se reduce a lo político y lo judicial, sino que coloniza toda la atmósfera social. Hasta las redes sociales, en particular Twitter, son cada día más ultras, más inquisitoriales, el terreno de una especie de guerra de los (micro)mundos. ¿Qué está pasando?
La condena de Valtonyc atenta contra un ámbito muy concreto, el de la libertad de expresión en el arte, en ese espacio de expresión de la creatividad que es emblema de la naturaleza humana. El terreno artístico debería gozar de autonomía para poder florecer, con toda su irreverencia, expresividad y capacidad de cuestionar. ¿Es un delito de odio decir en una canción “Queremos la muerte para estos cerdos”, refiriéndose a políticos o es más bien una forma de terapia, de catarsis, y no sólo individual? ¿Se pueden tipificar como real amenaza los versos de un artista de 20 años —algunos escritos con 17— que trabaja en una frutería y desde ese lugar de enunciación afirma “No voy a callar más, voy a luchar aunque tenga que pillar una pipa como Froilán Marichalar”? ¿Se ha planteado el poder judicial qué pasaría si aplicara ese criterio a toda la historia del arte? ¿Qué quedaría después? ¿Hubieran existido Los Sade, los Bukowski, el punk o el mismo rap que en EEUU rima violencia en estado puro?
No parece descabellado pensar que el objetivo de esta y otras sentencias sea provocar lo que, ya en 1950, fue bautizado por Tribunal Supremo de los Estados Unidos como Chilling Effect, a saber, desalentar, amedrentar y provocar autocensura en la labor que desempeñan periodistas, intelectuales, activistas… en este caso, músicos, concretamente raperos. Delante de Valtonyc, estuvieron Strawberry o la Insurgencia, y detrás de él Pablo Hasel y otros más. Por fortuna, al Efecto Chilling le responde sabiamente el hoy llamado Efecto Streisand, la amplificación de algo con su censura, pero que el poder judicial sea tan refractario a la libertad expresión artística abre la puerta a muchos males por venir.
El arte permite sublimar, ahí reside buena parte de su valor social, propicia la catarsis. Un artista puede tratar de canalizar su alegría y su frustración, sus filias y fobias en obras que requieren un trabajo de elaboración y en las que se arriesga, claro está, a recibir rechazo: así abre mundos nuevos que pueden gustar al público… o no. Expresarse, además, es un derecho humano, y la represión genera monstruos, por lo que un Estado que impide judicialmente a sus artistas —y a la ciudadanía en general— elaborar sus fantasías, incluso las más proscritas, promueve una sociedad censora, que se pone en peligro lejos de protegerse. Esto, por supuesto, no se restringe a las fantasías erótico-sociales tolerables, de buen gusto ni que se adecúen a los idearios de izquierda ni derecha, hay que aprender a convivir con las utopías y distopías de los otros, de todos.
Pero estamos, además, hablando de algo muy concreto que sucede en el Reino de España, donde la politización de la justicia se hermana con la judicialización de la política, y aquí pasamos de las cuestiones más filosóficas, abstractas y discutibles, a la triste y concreta realidad terrena. El auto de la Audiencia Nacional contra Valtonyc está firmado por Concepción Espejel, Enrique López y Juan Pablo González, tres jueces de cabecera del PP: los dos primeros recusados por su relación con el partido en la Gürtel y el tercero camino de serlo por los mismos motivos en el asunto de la 'caja B'. Por su parte, la sala del Supremo que ha ratificado la sentencia incluye, entre los cinco jueces que la componen, a Francisco Monterde, miembro de la conservadora Asociación Profesional de la Magistratura y muy cercano al Opus Dei, recusado por falta de imparcialidad en la causa del franquismo y Juan Ramón Berdugo Gómez, perteneciente al ala conservadora de la Asociación Profesional de la Magistratura. En la ratificación de la sentencia, por cierto, ninguno parece haber atendido a la doctrina de Estrasburgo sobre el caso Otegui de injurias al rey, en la que el Consejo de Europa señaló la conveniencia de acabar con las penas de prisión por difamación y excluir de la legislación relativa a la difamación cualquier protección reforzada de las personalidades públicas —como es el caso del rey—. Esta es una de las razones que permiten pensar que Estrasburgo tumbará la sentencia, como han planteado Jueces por la Democracia.
La mayoría de los miembros del Tribunal Supremo tiene un sesgo ideológico conservador, algo que tiene que ver con la facultad de nombrar a estos magistrados corresponda al Consejo General del Poder Judicial, escogido por los partidos, pero también con el hecho de que, como ha reconocido el propio Tribunal Constitucional, la corriente mayoritaria en la carrera judicial es la conservadora, lo cual necesariamente sesga las decisiones sin responder a la composición plural de la sociedad. La cuestión no es sencilla, y parece que no se soluciona con un simple “que escojan los jueces”: resulta urgente plantearse también qué tiene la carrera judicial para fomentar desproporcionadamente este sesgo, y cómo solucionarlo.
En fin, si no se puede crear, soñar o pensar libremente, ¿de qué narices nos vale la democracia? Porque somos una sociedad adulta, tratémonos y exijamos que se nos trate como tal, trabajemos para que se deje de judicializar y censurar, y hagámoslo desde nuestra cotidianidad también, no censurando ni judicializando. Debatir, criticar, proclamar el desacuerdo… pero no censurar y judicializar. Democracia es poner en práctica la famosa sentencia sobre la libertad de expresión que, por cierto, es de una mujer, Evelyn Beatrice Hall —que firmaba con el seudónimo Stephen G. Tallentyre—, biógrafa de Voltaire: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.
La semana que hemos vivido, con la ratificación de la condena al rapero Valtonyc, el secuestro judicial del Fariña de Nacho Carretero y la censura del trabajo de Santiago Sierra en ARCO rubrica la tendencia generalizada de los últimos tiempos a mermar hasta límites inadmisibles la libertad de expresión. Se está extendiendo un irrespirable ambiente de censura que, desgraciadamente, no se reduce a lo político y lo judicial, sino que coloniza toda la atmósfera social. Hasta las redes sociales, en particular Twitter, son cada día más ultras, más inquisitoriales, el terreno de una especie de guerra de los (micro)mundos. ¿Qué está pasando?
La condena de Valtonyc atenta contra un ámbito muy concreto, el de la libertad de expresión en el arte, en ese espacio de expresión de la creatividad que es emblema de la naturaleza humana. El terreno artístico debería gozar de autonomía para poder florecer, con toda su irreverencia, expresividad y capacidad de cuestionar. ¿Es un delito de odio decir en una canción “Queremos la muerte para estos cerdos”, refiriéndose a políticos o es más bien una forma de terapia, de catarsis, y no sólo individual? ¿Se pueden tipificar como real amenaza los versos de un artista de 20 años —algunos escritos con 17— que trabaja en una frutería y desde ese lugar de enunciación afirma “No voy a callar más, voy a luchar aunque tenga que pillar una pipa como Froilán Marichalar”? ¿Se ha planteado el poder judicial qué pasaría si aplicara ese criterio a toda la historia del arte? ¿Qué quedaría después? ¿Hubieran existido Los Sade, los Bukowski, el punk o el mismo rap que en EEUU rima violencia en estado puro?