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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Madres delincuentes

Este articulo podría haberse escrito hace un mes, un año o diez. Habrían cambiado los nombres, las caras o los contextos. Pero los hechos habían sido los mismos. Un maltratador ha asesinado a su hijo. En este caso hablamos de Laura, Gabriel y Daniel, el asesino. Hablamos de una madre que se vio obligada a que su hijo siguiera viendo a un padre condenado porque no se había suspendido el régimen de visitas. Con orden de alejamiento mediante e informe de la Guardia Civil sobre la extrema vulnerabilidad del menor y su incapacidad de protegerlo. Gabriel acabó siendo asesinado, víctima de un monstruo y de un sistema que no protege a los menores.

Desde 2013 han sido asesinados 29 menores. Niños y niñas usadas por los victimarios para golpear a sus madres donde más les duele. Porque no hay dolor más desgarrador que perder lo que más quieres y saber que tu seguirás viviendo, que tú eras el objetivo, que murieron porque alguien decidió odiarte tanto como para robarte en nombre de ese odio tu mayor tesoro.

Es cierto que detrás de cada asesinato se esconde un monstruo. Negro y feo. Un bicho con dientes largos y garras de acero que va destrozando el amor y los afectos hasta convertirlos en una nube de miedo y silencios. Un maltratador nunca puede ser un buen padre, dicen. Es un pensamiento teórico que se repite como un mantra para ver si cala en la conciencia colectiva. Y parece que se va abriendo paso la idea de que ejercer violencia psíquica o física sobre la madre, también afecta al desarrollo de los menores que son sujetos pasivos de la misma. Que no son meros espectadores asépticos de palizas, vejaciones e insultos. Hemos descubierto la piedra filosofal. Hemos entendido, y no todas, que esa nube toxica que se respira de manera continuada en un hogar atravesado por la violencia tiene consecuencias devastadoras en los menores que lo habitan.

¿Y qué hacemos? Nada. Nos limitamos a observar atónitas como se suceden los asesinatos, punta de un iceberg de proporciones espeluznantes. Nos dan escudos de fantasía y purpurina llamados “órdenes de alejamiento”. Solo les falta enseñarnos algún conjuro mágico de invisibilidad permanente a ver si así mejora la cosa. Pero no vivimos en Hogwarts y aquí, en la tierra de los hechos, las ordenes de alejamiento son papel mojado. ¿Han conocido a alguna mujer que tuviera que encerrarse en su casa porque el maltratador paseaba debajo de su balcón? Yo sí. ¿Han conocido a alguna mujer que tuviera que entregar a su hija a su expareja para que la disfrute los fines de semana después de ser condenado por maltrato e intento de homicidio? Yo sí. ¿Han conocido a alguna mujer que tuviera que huir con su hija porque su padre ha intentado asesinar a la pequeña estrellando un coche con ella dentro? Yo sí. ¿Han conocido el miedo, el dolor y la necesidad de proteger a sus hijos e hijas de un monstruo? Yo sí. Así que, si me lo permitís, los marcos teóricos me los paso por el forro de las narices.

Ángeles Carmona, presidenta del Observatorio contra la Violencia de doméstica y de Género del Poder Judicial, nos dice que urge reformar el código penal para que sea obligatorio la retirada de la custodia a maltratadores. En 2019. ¿En serio? Desconozco que clase de procesos mentales siguen nuestros legisladores cuando a estas alturas aún no se han implementado esas medidas y luego tenemos la cara dura de llevarnos las manos a la cabeza cuando suceden hechos como el asesinato de Gabriel. Porque no se nos olvide que, en situaciones de violencia de género, los daños ‘colaterales’ de esa guerra sin cuartel, son menores. Menores a los que no se evalúa, no se protege, ni se aparta de abusadores físicos y sexuales. Menores a los que ni se escucha ni se cree. Menores que ven como sus derechos son olvidados en una esquina mientras prevalecen los de los violentos.

Nos obligan a desobedecer, a esconder a nuestros hijos e hijas, a huir para suplir las carencias de un sistema judicial perverso. Nos obligan a ser madres subversivas, a ser lobas protegiendo a sus cachorros, aunque eso nos cueste la cárcel. Nos empujan a defendernos en los juzgados durante años, como Susana Guerrero, para poder demostrar que hay hombres malos. ¿Creéis, sinceramente, que una madre decidiría pasar por semejante calvario solo por soberbia? ¿Tenemos nosotras que asumir el papel del estado y velar por la seguridad de nuestras niñas y niños? No deberíamos. Mientras la publicidad institucional nos dice ‘Denuncia’, la realidad a pie de calle nos cuenta que una denuncia no es garantía de protección. Ni para nosotras ni para nadie.

Mientras se siga sin dotar de medios suficientes y de formación especializada a los juzgados de violencia de género y a las unidades de la policía encargadas de la misma, seguiremos igual. Mientras se presuponga que los niños y niñas mienten cuando dicen que su padre abusa de ellas, no cambiará nada. Podremos elaborar todos los planes magistrales en contra de la violencia de género o mil y un discursos retóricos sobre lo terrible que es que un niño acabe asesinado a manos de su padre porque no se le protegió lo suficiente: la situación seguirá siendo la misma. Seguiremos siendo malas madres desobedeciendo, porque lo que está en juego es su vida. Así que, por favor, legislen, doten presupuestariamente, implementen políticas efectivas de protección al menor. No nos obliguen a hacer su trabajo. Algunas preferimos ser delincuentes antes que madres de un niño muerto. Y eso debería hacerles reflexionar muy fuerte, si es que realmente les importan nuestras vidas.

Este articulo podría haberse escrito hace un mes, un año o diez. Habrían cambiado los nombres, las caras o los contextos. Pero los hechos habían sido los mismos. Un maltratador ha asesinado a su hijo. En este caso hablamos de Laura, Gabriel y Daniel, el asesino. Hablamos de una madre que se vio obligada a que su hijo siguiera viendo a un padre condenado porque no se había suspendido el régimen de visitas. Con orden de alejamiento mediante e informe de la Guardia Civil sobre la extrema vulnerabilidad del menor y su incapacidad de protegerlo. Gabriel acabó siendo asesinado, víctima de un monstruo y de un sistema que no protege a los menores.

Desde 2013 han sido asesinados 29 menores. Niños y niñas usadas por los victimarios para golpear a sus madres donde más les duele. Porque no hay dolor más desgarrador que perder lo que más quieres y saber que tu seguirás viviendo, que tú eras el objetivo, que murieron porque alguien decidió odiarte tanto como para robarte en nombre de ese odio tu mayor tesoro.