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La máquina de escribir de Nietzsche y el caballo del lechero
Nietzsche fue uno de los primeros usuarios de la máquina de escribir. En 1882, que no fue ayer, sino anteayer, el filósofo que susurraba a los caballos estaba hecho un cromo: miope, con fuertes neuralgias e incontrolables vómitos. Vamos, lo menos indicado para ser invitado al último convite morganático de la Reina británica y su nietísimo Harry, aunque también lo menos indicado para escribir.
Como el filósofo alemán necesitaba escribir, recurrió al Real Instituto de Sordomudos de Copenhague, a la sazón dirigido por un tal Rasmus Malling-Hansen, reverendo él, quien 12 años antes había patentado una 'bola de escribir', que es la primera máquina de escribir hecha en serie que se conoce, una especie de alfiletero sobre la cabeza de un calvo (ver imagen).
Lo curioso del asunto es que los aforismos de Nietzsche se atribuyen a su nueva forma de escribir, consistente en darle al teclado, lo que hacía con gran delicadeza y sin necesidad de mirar las teclas. Sin embargo, este procedimiento modificó su escritura. Desaparecieron las frases largas y aparecieron los breves aforismos, que son tan de Nietzsche como lo demás pero prietos cual morcilla burgalesa.
No duró mucho. Nietzsche abandonó el artilugio de latón. Desconozco cómo seguiría escribiendo, pero sospecho que el filósofo andaba preocupado por cómo el aparato condicionaba su pensamiento. Que un aparato se lo condicione a un ser del vulgo (en el caso hipotético de que tenga un cerebro que modelar y no un troncho de alcornoque) no tiene gran importancia, pero nace un Nietzsche cada 200 años y no es productivo tenerlo entretenido con haikus y sodokus. Algo de eso debía de haber de fondo, porque escribió que “nuestras herramientas de escritura trabajan nuestros pensamientos”. En consecuencia: cambie de artilugio y cambiará su forma de pensar. Así que el prefirió no cambiar su forma de pensar y sí de artilugio.
Nuestro cerebro es como el caballo del lechero: tantos días haciendo el mismo recorrido que, el día del entierro del lechero, pasea el féretro por todas las casas de reparto. A nuestro cerebro le gusta la rutina y tiene una memoria caché ocupada en labrar un surco con nuestros repeticiones. Nuestro cerebro es una máquina que se reordena constantemente y le gustan los hábitos. Es eso a lo que se llama neuroplasticidad. Como se regula a sí mismo, se adapta a aquellas rutinas más habituales dejando en un segundo plano las más inusuales. Como el caballo del lechero, vamos.
Esto puede tener su trascendencia en nuestra pequeña vida cotidiana. La aparición de internet y ese yugo con forma de celular que nos metemos a diario en el bolsillo o el bolso, han cambiado la plasticidad de nuestro cerebro, desarrollando aquellas partes preparadas para la toma de decisiones y el manejo de un gran caudal de información, sobre todo visual (lóbulo parietal, el director ejecutivo de la compañía), a costa de dejar en penumbra aquella parte que usamos para cosas como relacionar conceptos, es decir, pensar. A esta le toca lo peor en el reparto de neuronas y sinapsis que son las conexiones entre neuronas, que se refuerzan como un surco que se va creando cuando se transita habitualmente. Pero si no hay uso, la trocha desaparece.
No es lo mismo el manejo de información de forma superficial que pensar con profundidad, del mismo modo que no es lo mismo leer la última novela de Megan Maxwell que a Dickens, con todos mis respetos. Pero no es un buen ejemplo. Habría que decir que no es lo mismo picotear en internet en las redes, tomar de aquí y de allí, que meterse entre pecho y espalda un libro, no es lo mismo tener la nariz delante de una pantalla que delante de un papel, no es lo mismo una bola de escribir que un buen lápiz. Es la diferencia que hay entre el Pasapalabra y un avance científico o cultural, ya que el medio condiciona el contenido como descubrió por sí mismo el filósofo alemán.
La gran sacrificada en nuestra cultura es la lectura en profundidad. Nos hemos hechos superficiales. A mí me pasa. Voy por la página X y miro cuánto queda para el final. Y puede que los años vayan cobrando su denario y puede que una visita al oculista no venga de más, pero también puede que nuestro cerebro ya no esté preparado para esa tarea o le cueste bastante más que antes de la aparición de Steve Jobs y su banda.
Como el penco del lechero, hacemos a diario el mismo reparto hasta que venga un día que nos toque llevar a cuestas el féretro de lo profundo.
Nietzsche fue uno de los primeros usuarios de la máquina de escribir. En 1882, que no fue ayer, sino anteayer, el filósofo que susurraba a los caballos estaba hecho un cromo: miope, con fuertes neuralgias e incontrolables vómitos. Vamos, lo menos indicado para ser invitado al último convite morganático de la Reina británica y su nietísimo Harry, aunque también lo menos indicado para escribir.
Como el filósofo alemán necesitaba escribir, recurrió al Real Instituto de Sordomudos de Copenhague, a la sazón dirigido por un tal Rasmus Malling-Hansen, reverendo él, quien 12 años antes había patentado una 'bola de escribir', que es la primera máquina de escribir hecha en serie que se conoce, una especie de alfiletero sobre la cabeza de un calvo (ver imagen).