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Los mitos por el embudo
Con motivo del reconocimiento oficial del Lábaru, apareció una sensibilidad nunca vista sobre el origen histórico de las enseñas. Bienvenida sea, porque a raíz de ello se despertó interés por otra (de tantas) parte desconocida de nuestra Historia, y descubrimos (no precisamente por la aportación de los negacionistas) el verdadero origen del Lábaru, que no es una enseña de la Antigüedad teletransportada como creían unos, pero tampoco un invento ex-novo de la Transición, como pretendían otros.
Poco después se publicó otro artículo en El Diario Montañés titulado '¿Quién fue realmente Corocotta?', en el que se cuestiona, en la línea razonable que sigue hoy toda la Historiografía, la interpretación “torera” del encuentro con Octavio Augusto, pero como ya ocurriera torticeramente en el caso del Lábaru, se atribuye ésta a un “invento nacionalista”, al “chovinismo popular local”, cuando en realidad es algo sobre lo que vienen especulando historiadores europeos desde hace siglos.
De Corocotta sólo tenemos una fuente, pero no se trata de ningún fabulador o poeta épico, sino del prestigioso historiador Dion Casio. Sabemos por él que fue un personaje histórico, con un antropónimo que cuenta con varios paralelos en la Hispania céltica. Su caracterización como lestés (bandolero) solía atribuirse a caudillos indígenas opuestos al Imperio, que en un contexto bélico contra dos pueblos norteños y en presencia de quien entonces dirigía personalmente la campaña contra los cántabros, ha llevado a considerar a Corocotta como uno de éstos. El artículo, que además atribuye al rebelde una estatua que no le corresponde, trata de despojar al mito de su simbolismo de resistencia contra el Imperio, interpretando, de la confusa cita histórica en que aparece, un presunto pacto con la potencia invasora en algún momento del conflicto, cuando esta situación, que también protagonizaron Viriato, Lautaro, Toro Sentado o Ho Chi Minh, parece algo casi consustancial a un enfrentamiento bélico de esta categoría.
Sobre aquellos cántabros de hace dos milenios hay otra serie de mitos que, sin embargo, tienen su origen en los mismos sectores que pretenden tamizar estos otros. Por ejemplo, este pueblo ha sido presentado durante mucho tiempo con indumentaria y prácticas de tipo cavernícola, muy alejada de la cultura de la Edad del Hierro que se encontraba desarrollando.
Incluso, en los 80, miembros del Instituto Sautuola como el castellanista García Guinea o quien hoy ejerce de portavoz del Partido Popular en el Parlamento de Cantabria, restringían el carácter de cántabros a los habitantes del territorio al sur de la Cordillera, con un innegable carácter político anti-autonómico, pretendiendo mostrar lo “absurdo” de una Comunidad llamada Cantabria alejada de su territorio pretendidamente legítimo. Esto, como las tesis de quienes desde la Avenida de los Castros sostenían que estas tribus habitaban sólo dispersamente al norte de la Cordillera o que las Guerras contra Roma eran pura propaganda, ha sido sucesivamente superado por el trabajo de investigadores que no encontraron precisamente facilidades en las instituciones autonómicas para desarrollar su trabajo, dado que excavar e investigar sobre uno de los acontecimientos más importantes de la Historia de Cantabria “fomentaba el nacionalismo”. Observarán que el chivo expiatorio no para de repetirse. Como la Historia, según el mito.
Otra fábula recurrente y con evidente interés político es el total exterminio de las poblaciones cántabras prerromanas. En el altavoz habitual del Grupo Vocento publicaron en su día una carta que rezaba que “los romanos desplazaron por tanto a los cántabros que, como ocurría en aquellos tiempos, quedaron poco menos que exterminados o aniquilados. Por lo tanto, los actuales habitantes de nuestra provincia […] tendrán más sangre latina que cántabra”. En la misma línea y medio, publicaba la semana pasada un columnista habitual la conclusión de “que los cántabros provengamos, biológica y no solo culturalmente, más bien de aquellos romanos que de aquellos cántabros, y que nuestra contemporánea mitología política resulte demasiado anti-histórica”.
Sin embargo, no es posible que la realidad coincidiera con este deseo actual de extinción, como no sólo evidencian el registro arqueológico o la pervivencia del etnónimo cántabro tras la conquista; también el hecho de que poco después, durante el gobierno de Tiberio, hubiera los suficientes indígenas en Cantabria como para empezar a ser reclutados como auxiliares de su ejército.
En realidad, toda sociedad necesita mitos y ritos que la cohesionen. Según de dónde surjan, proyectarán en un sentido u otro. Por otra parte estamos los historiadores, antropólogos, etcétera, que debemos analizar y contrastar su fundamento. Lo rechazable, desde mi punto de vista, es que se dediquen tantos recursos mediáticos, de la universidad o instituciones públicas a rebatir mitos populares, mientras se perpetúan sin contestación algunos mitos oficiales tan burdos como el de la “Reconquista” (sobre la que se sigue preguntando a nuestros escolares como si estudiaran por la Enciclopedia Álvarez), el origen valluco del castellano, los Foramontanos, la calzada “romana” del Besaya o el 2 de mayo. Sinceramente, pareciera que hay más interés en acercarse a determinadas conclusiones políticas que a la verdad.
Con motivo del reconocimiento oficial del Lábaru, apareció una sensibilidad nunca vista sobre el origen histórico de las enseñas. Bienvenida sea, porque a raíz de ello se despertó interés por otra (de tantas) parte desconocida de nuestra Historia, y descubrimos (no precisamente por la aportación de los negacionistas) el verdadero origen del Lábaru, que no es una enseña de la Antigüedad teletransportada como creían unos, pero tampoco un invento ex-novo de la Transición, como pretendían otros.
Poco después se publicó otro artículo en El Diario Montañés titulado '¿Quién fue realmente Corocotta?', en el que se cuestiona, en la línea razonable que sigue hoy toda la Historiografía, la interpretación “torera” del encuentro con Octavio Augusto, pero como ya ocurriera torticeramente en el caso del Lábaru, se atribuye ésta a un “invento nacionalista”, al “chovinismo popular local”, cuando en realidad es algo sobre lo que vienen especulando historiadores europeos desde hace siglos.