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La navegación y los perros

Algunos de los libros que se venden por millones merecen claramente su éxito. Uno de ellos es Longitud, de Dava Sobel, una estadounidense licenciada en Ciencias que ha escrito varias maravillas más. El libro cuenta el esfuerzo histórico para que los marinos pudieran calcular la longitud de su posición, es decir, la distancia a un meridiano dado, convencionalmente el de Greenwich. Mientras que desde antiguo «cualquier marino que se precie puede calcular la latitud» con relativa facilidad, para averiguar la longitud «hay que saber qué hora es en el barco y, también, en el puerto base u otro lugar de longitud conocida en ese mismo momento».

Pero saber qué hora es en el puerto de salida no era nada fácil. Se inventaron varios métodos para ello, tan exactos como uno de los que describe Sobel, que también se encuentra representado en el observatorio de Greenwich: se descubren unos polvos simpáticos que curan heridas dolorosamente cuando entran en contacto con un objeto que tuviera alguna relación con el herido. Y entonces se arma una empresa donde con el mismo cuchillo se hiere a muchos perros, cada uno de los cuales se le vende a un capitán de barco. Cada día, a las doce en punto, el empresario hunde el cuchillo en un vaso con los polvos mágicos: todos los perros embarcados aúllan de dolor, y el capitán dueño de uno sabe que en ese momento es mediodía en Londres y hace su cálculo de la distancia. Magnífico, ¿eh?

Hay más métodos que implican a perros en la navegación. El del ladraperros no lo cuenta Sobel, lo leí de niño en alguna novela. El navegante ladraperros es un piloto que para orientarse arrima el barco a la costa, a una distancia que le permite oír los ladridos de los canes en tierra. Y sabe distinguir los de cada raza, así que si oye a un gran danés comprende que está a la altura de Dinamarca; si a un pastor alemán, pues delante de Alemania; si el ladrido es de un terrier de Yorkshire…

Bueno, se perdieron algunos cargamentos y unas cuantas vidas antes de que alguien inventara algo mejor (el relojero inglés John Harrison, en el siglo XVIII, al que la ciencia y la religión —o, al menos, los científicos y los curas de la época— hicieron mil y una perrerías nada simpáticas), y las mejoras no han parado desde entonces. Ahora disponemos de GPS, sistema de posicionamiento que emplea unos satélites que cuestan anualmente unos 800 millones de euros, me entero leyendo un artículo de 2015 que es el que me ha recordado el libro de Sobel. El artículo explica el añejo cálculo de la longitud con sextante para ilustrar la noticia: la marina estadounidense vuelve a enseñar a sus pilotos la navegación con estrellas, por miedo al jaqueo de los sistemas informáticos.

Volver a navegar guiándose por las estrellas es una medida prudente, qué duda cabe. Es bastante difícil que el enemigo las mueva de sitio para desorientarnos. Pero a este regreso a técnicas antiguas puede unirse otro: el de los perros.

Hace años le oí a un piloto de aviación predecir para un futuro próximo que la tripulación que maneje un avión comercial estará compuesta de un piloto y un perro. La función del piloto es dar de comer al perro. La del perro, morder al piloto si se le ocurre tocar los mandos del avión.

Es decir, el aparato estará controlado en todo momento por los instrumentos, evitando así el error humano. Pero si el enemigo puede engañar a los aparatos manipulando la información, estamos perdidos. Y la manipulación de la información está a la orden del día. La información correcta y desinteresada, la que se elabora teniendo el respeto a la verdad como guía suprema, corre un grave peligro. Así nos avisa la veterana demócrata Victoria Prego de los ataques a periodistas por parte de Podemos, y el autor de La ciudad y los perros, el no menos veterano y demócrata premio Nobel Vargas Llosa, ratifica el peligro que acecha a los profesionales honrados, equiparable al que suponía la ETA. Así que, si no tomamos medidas, podría ocurrir que subiéramos a un avión en Parayas y, en lugar de aterrizar en Barajas un rato más tarde, apareciéramos en Caracas mucho después, sin saber cómo. Y, peor, sin haber comido.

Por tanto, quizá conviniera seguir el camino emprendido por la marina yanqui y retomar algunas viejas costumbres. Por internet pueden comprarse sextantes a un precio muy razonable. Enseñemos a los pilotos a emplearlos y dejémosles a ellos llevar los aviones, no a los ordenadores. Aunque, ahora que lo pienso, el piloto podría ser de Podemos y llevarnos a Venezuela igualmente. Así que, tras siglos de haber ocupado posiciones secundarias en esto de la navegación, y de haber demostrado durante ese tiempo la fidelidad y abnegación que les conocemos también en otras áreas, ¿por qué no enseñamos a los perros a pilotar los aviones…?

¿Que podría ser un desastre? Qué va, hombre. Lo que es un desastre es darle el Nobel a Vargas y la Asociación de la Prensa a Prego.

  

Nota: Me han llegado acusaciones de presentar a Donald Trump como un ignorante en «No hay que temer al cambio (climático)». [  ] Nada más lejos de mi intención. Como prueba, copio aquí la cita que abre Longitud, de Dava Sobel:

«Cuando me siento juguetón, utilizo los meridianos de longitud y los paralelos de latitud como jábega y rastreo el océano Atlántico en busca de ballenas». Mark Twain, Vida en el Misisipi.

Algunos de los libros que se venden por millones merecen claramente su éxito. Uno de ellos es Longitud, de Dava Sobel, una estadounidense licenciada en Ciencias que ha escrito varias maravillas más. El libro cuenta el esfuerzo histórico para que los marinos pudieran calcular la longitud de su posición, es decir, la distancia a un meridiano dado, convencionalmente el de Greenwich. Mientras que desde antiguo «cualquier marino que se precie puede calcular la latitud» con relativa facilidad, para averiguar la longitud «hay que saber qué hora es en el barco y, también, en el puerto base u otro lugar de longitud conocida en ese mismo momento».

Pero saber qué hora es en el puerto de salida no era nada fácil. Se inventaron varios métodos para ello, tan exactos como uno de los que describe Sobel, que también se encuentra representado en el observatorio de Greenwich: se descubren unos polvos simpáticos que curan heridas dolorosamente cuando entran en contacto con un objeto que tuviera alguna relación con el herido. Y entonces se arma una empresa donde con el mismo cuchillo se hiere a muchos perros, cada uno de los cuales se le vende a un capitán de barco. Cada día, a las doce en punto, el empresario hunde el cuchillo en un vaso con los polvos mágicos: todos los perros embarcados aúllan de dolor, y el capitán dueño de uno sabe que en ese momento es mediodía en Londres y hace su cálculo de la distancia. Magnífico, ¿eh?