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En el nombre de Dios

Imaginad: es viernes por la noche y estáis cenando en un pequeño restaurante de un concurrido quartier de París. Quizá, a vuestro lado esté una pareja que haya conseguido dejar a sus hijos pequeños con una babysitter por primera vez en varios meses. Junto a ella, es probable que brinden con cerveza tres amigos que no se veían desde hace tiempo y que unos compañeros de trabajo cenen y critiquen con impunidad a su jefe.

Ante vuestros ojos, todo se desarrolla con normalidad: el bullicio del fin de semana, las risas, los clientes que salen al exterior a fumar entre plato y plato y unos camareros que cada vez están más cansados. De pronto, al grito de “¡Alá es grande!”, dos tipos se bajan de un coche, muestran sendos fusiles de asalto y comienzan a disparar contra todos los presentes.

Una carnicería; ha muerto un número indeterminados clientes del restaurante y dos de sus camareros. Varias personas más se retuercen de dolor y el caos se ha adueñado de aquel lugar.

Cuando la policía llega a la zona, os enteráis de que no ha sido un atentado aislado; siete puntos de París han sido el centro del odio terrorista. Más de cien muertos y de doscientos heridos. Llegan las ambulancias; estáis petrificados. Aunque llevaréis estas imágenes en la memoria de por vida, habéis tenido suerte: estáis vivos.

¿Por qué?

Podría llenar estas líneas con geopolítica, drones, intereses económicos, tipos que se vuelan en un autobús, religiones ancladas en el pasado, fallidas financiaciones secretas a grupos opositores o con los intereses de la industria armamentística. Sin embargo, aunque alguno de esos ladrillos bien podría cimentar parte de nuestro muro de las lamentaciones, lo único que me apetece dejar claro hoy es que no hay justificación alguna para quien termina con la vida de personas inocentes.

En mi opinión, el asesinato nunca es defendible. Además, lejos de endebles razones, creo que todos estos actos suceden porque hay unos seres que mueven hilos desde la parte superior de una pirámide y otros pobres infelices que viven manipulados debajo.

Y da igual que pintemos las paredes de la pirámide de religión, de sentimientos identitarios o de guerras a favor de la  primavera; porque todo esto no son más que cortinas de humo para que los de arriba se beneficien de las contratas, del dinero, de las vírgenes adolescentes o de la admiración de un pueblo y para que los de abajo sufran las consecuencias pensando que actúan bajo los colores de la causa justa.

¿Cómo es posible?

Está claro que la pobreza (o las crisis) y la sensación de injusticia son denominadores comunes en los procesos de lavado de cerebro. Y, aunque entre los terroristas también hay gente preparada, para mí hay dos factores fundamentales que no deberíamos perder de vista a la hora de analizar cómo es posible que haya gente que mate con este fanatismo: no tener nada que perder y la necesidad que tiene el ser humano (y el inhumano también) de no sentirse solo.

Si a vivir en la miseria, a sentirte fuera de la sociedad, a ver que la gente que te rodea está igual que tú, etc., le añades el apadrinamiento de alguien que es capaz de convencerte de que tu trivial existencia podría engrandecer algo superior que necesita de tus actos, de tu fe o de tu ideología, obtendremos una combinación mortal.

No dudéis ni por un segundo, que los terroristas que el viernes destrozaron el corazón de Francia, no dejaron de creer ni por un momento que lo que estaban haciendo era lo correcto y que la gente que allí murió obtuvo lo que se merecía.

¿Qué hacer?

Es difícil plantearse el futuro cuando te han vuelto a romper el presente. Nuestro primer instinto será lanzar a bombas y mandar tanques. Algunos quemarán mezquitas o campos de refugiados (como ya pasó en Calais la misma noche del ataque). Sin embargo, ¿qué nos diferenciará de las bestias si cometemos bestialidades?

Está claro que ahora mismo son necesarias diversas intervenciones militares, policiales y judiciales por nuestra seguridad. Lo que no deberíamos olvidar es que la Justicia sólo prevalecerá si se actúa con proporcionalidad y si se tiene en cuenta que no es lo mismo ser suní que chií, árabe que musulmán y terrorista islámico que todos los anteriores.

Si no queremos ser monstruos sin contacto con la realidad, no nos queda otra alternativa que intentar ser justos, castigando a los que los tribunales señalen como culpables y teniendo en la mente que los cientos de miles de refugiados que llegan a Europa están huyendo del mismo horror que nos está amenazando a nosotros estos días.

Por todo esto, insisto: la clave de cualquier solución es EDUCAR pensando en el largo plazo, olvidándonos de los que se benefician de los enfrentamientos estériles y teniendo en cuenta que si los seres humanos fuéramos una civilización avanzada, hoy se estarían frotando las manos los editores de libros (por lo que nos falta a todos por leer) y no, los fabricantes de armas (por las muertes que parece que están por llegar).

Imaginad: es viernes por la noche y estáis cenando en un pequeño restaurante de un concurrido quartier de París. Quizá, a vuestro lado esté una pareja que haya conseguido dejar a sus hijos pequeños con una babysitter por primera vez en varios meses. Junto a ella, es probable que brinden con cerveza tres amigos que no se veían desde hace tiempo y que unos compañeros de trabajo cenen y critiquen con impunidad a su jefe.

Ante vuestros ojos, todo se desarrolla con normalidad: el bullicio del fin de semana, las risas, los clientes que salen al exterior a fumar entre plato y plato y unos camareros que cada vez están más cansados. De pronto, al grito de “¡Alá es grande!”, dos tipos se bajan de un coche, muestran sendos fusiles de asalto y comienzan a disparar contra todos los presentes.