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Un olivo entre cristales

Yo no voy mucho al cine, la verdad. Ya sé que no debería decir esto, que tendría que ponerme a hablar sobre la belleza de la sala oscura tenuemente iluminada por una puerta a los sueños; escribir sobre los sonidos ahogados de un mismo corazón cuando el héroe está a punto de morir más allá del espejo (pero al final se salva, claro); o loar la bellísima expresión de los sentimientos cuando se vuelven, traviesos, imágenes. Pero qué le vamos a hacer, yo es que soy más de páginas y palabras escritas. Cada cual tiene sus taras, y la mía es ésta. Bueno, y alguna más, pero eso no viene al caso.

Esperen para lapidarme, porque ahora viene lo peor: tampoco soy especialmente aficionado al cine español. A mí que me traigan peliculitas de esas francesas, donde hay un montón de elipsis, silencios que intentan hablar y los actores susurran en voz bajita (en la ficción española, no sé la razón, la gente grita, grita mucho, grita tanto) y se les entiende todo lo que quieren contar (los actores de aquí, sobre todo los jóvenes, tienen unos problemas para vocalizar tan grandes que parecen ir perennemente borrachos, lo cual tampoco sería mala idea, supongo). Claro que yo para estas cosas soy un poco raro. Y, por otra parte, esos mismos defectos (la estridencia que se une, de manera deliciosamente paradójica, a la falta de claridad) se los achaco también a la mayoría del panorama literario actual, habitado en buena medida por babosos grandilocuentes, así que seguramente el problema sea mío.

Pero como soy un excéntrico, voy a hablar de una película. Española. Que cuando esto se publique ya se habrá estrenado. Y que no he visto. Porque lo que me interesa es su historia, el componente simbólico. El contexto. Vean.

Al parecer el guionista se inspiró, leo, en una historia que a mí mismo me llamó la atención hace años. El hecho de que muchos olivos centenarios existentes en la Sierra de Jaén estaban siendo comprados por grandes multinacionales (sí, como lo leen) para ser plantados en esos enormes espacios de entrada que tienen en sus sedes centrales. Lugares acristalados, tan llenos de luz, tan muertos, con aire de aeropuerto futurista habitado por autómatas. Todo muy moderno, muy sofisticado, muy smart. Seguro que han estado en alguna de esas construcciones. O no, pero les suenan, porque entrar, lo que se dice entrar, tampoco entramos las personas como usted o como yo, creo.

Entonces tenemos varios elementos de esos con los que me gusta ponerme a reflexionar. A los arbolitos (en algunos casos gigantes con sus buenos metros de diámetro en el tronco) se les arranca de su hábitat natural y se les encierra bajo techo con el único fin de servir de ornamentación. La consecuencia directa es que, en poco tiempo, muere lo que vivía, porque el olivo no encuentra espacio suficiente para extender sus raíces y va decayendo lentamente. Y esto es interesante. Porque aunque se reproduzcan (de forma artificial) las condiciones ideales para su supervivencia acaba faltando la principal, que es, precisamente, la única que le han arrancado. No importa, porque su valor es meramente estético, y ese no lo perderá hasta muchos años después. Así que, por decirlo de alguna forma, sigue cumpliendo el cometido para el que fue comprado. Ganando batallas después de muerto, como aquel otro.

Pero existe un sustrato aun más profundo. Lo que narra esa historia es el paso del campo a la ciudad, o más bien cómo un determinado concepto de “ciudad” intenta comprar, aprehender, a un determinado concepto de “campo”. El paso del pequeño productor a la gran empresa, el que va desde lo útil al ornato. De la naturaleza a lo artificial (casi, casi irreal en este caso). La doma de lo atractivo aunque eso suponga terminar con su misma existencia. El absoluto poder, el enorme tamaño, de las llamadas multinacionales. Ese que acaba por crear postales donde antes había paisajes. O personas, que para el caso es lo mismo.

En Cantabria también tenemos algunos de esos árboles “tradicionales”. Cagigas o hayas bajo las cuales se llevaban a cabo concejos hasta hace unos pocos años. Lugares donde se celebraban rituales religiosos siglos atrás. O conjuntos únicos, casi catedrales al aire libre, que pudieron escapar de la glotonería que tuvieron fundiciones y Armada en esta tierra y que casi termina con su riqueza forestal. Aun están ahí, aun se pueden ver. Quizás hasta que a alguien se le ocurra que, oye, mejor iban a quedar en la entrada de un emporio. Total, en el bosque nada hacen, a nadie rentan. Al menos que se vean. Además si ponemos los cristales así y asá el reflejo de la luz arranca visiones iridiscentes a sus hojas en primavera. Y si algún día no brillan, las cambiamos por otras de plástico. Lo importante es la imagen. El impacto.

La película se titula 'El olivo', por cierto, y no tengo ni idea de cómo abordará estos problemas, así que ni recomiendo ni desaconsejo su visionado. Allá cada cual. Lo que sí es seguro es que esta historia, real, encierra en sí tantos iconos simbólicos que puede llegar a asustar. Por lo que fue. Por lo que fuimos.

Yo no voy mucho al cine, la verdad. Ya sé que no debería decir esto, que tendría que ponerme a hablar sobre la belleza de la sala oscura tenuemente iluminada por una puerta a los sueños; escribir sobre los sonidos ahogados de un mismo corazón cuando el héroe está a punto de morir más allá del espejo (pero al final se salva, claro); o loar la bellísima expresión de los sentimientos cuando se vuelven, traviesos, imágenes. Pero qué le vamos a hacer, yo es que soy más de páginas y palabras escritas. Cada cual tiene sus taras, y la mía es ésta. Bueno, y alguna más, pero eso no viene al caso.

Esperen para lapidarme, porque ahora viene lo peor: tampoco soy especialmente aficionado al cine español. A mí que me traigan peliculitas de esas francesas, donde hay un montón de elipsis, silencios que intentan hablar y los actores susurran en voz bajita (en la ficción española, no sé la razón, la gente grita, grita mucho, grita tanto) y se les entiende todo lo que quieren contar (los actores de aquí, sobre todo los jóvenes, tienen unos problemas para vocalizar tan grandes que parecen ir perennemente borrachos, lo cual tampoco sería mala idea, supongo). Claro que yo para estas cosas soy un poco raro. Y, por otra parte, esos mismos defectos (la estridencia que se une, de manera deliciosamente paradójica, a la falta de claridad) se los achaco también a la mayoría del panorama literario actual, habitado en buena medida por babosos grandilocuentes, así que seguramente el problema sea mío.