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Rebelión contra la extinción
El pensamiento moderno y contemporáneo han estado marcados por el prometeísmo, una forma de entender al ser humano no solo como centro de todo, sino como ser omnipotente y autosuficiente cuyo destino era el dominio de todo el resto de la naturaleza —otros seres humanos incluidos—. Esta ideología, aliada con una tecnociencia violenta con el planeta y las otras especies y la alta capacidad energética de los combustibles fósiles —que hoy alcanzan su agotamiento—, nos ha conducido al borde del colapso, con síntomas que están siendo sobradamente constatados por la comunidad científica. Prometeo se ha revelado como un monstruo depredador.
Ante la falta de interés de los gobiernos por la urgencia del cambio climático, una iniciativa internacional de desobediencia civil originada en Londres, con el apoyo de más de un centenar de académicos, proclama que se tiene que acabar el tiempo de la esperanza, y llega el tiempo de la acción ciudadana efectiva. “Hay un elefante en la habitación de los parlamentos de todo el mundo, se llama crisis ecológica y si no lo ven, hay que hacérselo ver”, advierte Rebelión contra la Extinción.
Proponen un enjambre de acciones de desobediencia civil no violenta por todo el planeta, como la que ya llevaran a cabo en Inglaterra el pasado noviembre tomando Londres al bloquear cinco de los principales puentes del Támesis. Desde el 15 de abril, hay anunciadas acciones por parte de sus ya 331 grupos afines, repartidos por 49 países, y denuncian la detención, hasta la fecha, de 222 de sus activistas, en un movimiento intergeneracional en que participan pensionistas, adolescentes y familias completas. Creen que si un 3.5 % de la población se levanta, se conseguirá obligar a los gobiernos mundiales a tomar medidas. En España, ha sido Greenpeace quien ha abierto paso a la Semana Internacional, descolgándose de las torres de Colón con el lema 'Nos están costando la vida y el planeta', para exigir a los partidos que no se olviden del medio ambiente y las personas en la campaña electoral, epítome del cortoplacismo.
En los programas políticos de los partidos españoles solo podemos encontrar respuestas inconexas a la urgencia climática. De menos a más: el fascismo parlamentario habla de “camelo climático” en un alarde de la formación científica de sus líderes y lideresas; Ciudadanos no incluye medidas en su programa, va improvisando; el PP, el partido con primos negacionistas y diputados acientíficos que comparan el cambio climático con la profecía maya, hace una electoralista apuesta por el mundo rural, foto con tractor incluido, que no atisba siquiera la importancia del campo en la solución a la urgencia ambiental, y realiza una retórica apuesta por “las nuevas formas de energía”, sin concretar; el PSOE y Podemos optan con diversas medidas por el llamado New Green Deal —transición ecológica u horizonte verde—, pero este corre siempre el riesgo de ilustrar el enésimo intento del capitalismo, ahora “verde”, de tratar de convencernos, pese a las evidencias científicas en contra, de que se pueden mantener los mitos modernos del crecimiento económico ilimitado.
Y es que, del negacionismo neofascista a la Cuarta Revolución Industrial —que todo lo fía a la era digital—o los Objetivos de Desarrollo Sostenible hay un sospechoso y poco esperanzador hilo: la incapacidad y falta de coraje para cuestionar las lógicas del crecimiento y producción industrial. Nadie quiere ver el elefante, nadie quiere nombrarlo, casi nadie quiere asumir que para cambiar nuestro destino tenemos que cambiar el sistema de producción y consumo.
La teoría del decrecimiento, en cambio, atenta a la finitud del planeta y la variable tiempo, advierte de la necesidad de redimensionar el mundo y sus ritmos, y de que es imposible, ni social ni medioambientalmente, ni siquiera con energías renovables y electrificación que sustituya la economía del carbón, mantener el ritmo desmesurado del capitalismo contemporáneo. Los hidrocarburos se acaban, las energías renovables no tienen su potencial calorífico, la huella ecológica del mundo “desarrollado” es insostenible, y se impone una revaluación de la economía y nuestros hábitos que ponga en el centro la vida —y no solo la humana, ni solo la occidental— y lo local, renunciando a la hipervelocidad y la hipermovilidad capitalistas. Seguimos ambicionando un cambio que no modifique en absoluto nuestros tóxicos hábitos de vida, y es imposible.
Tal vez tres décadas de Cumbres del Clima inoperantes deban hacernos caer en la cuenta de que los gobiernos —los partidos— nunca van a abordar con la responsabilidad y radicalidad necesarias la crisis ecológica. Por fortuna, la apuesta por una cultura regenerativa no es algo que esté sólo en sus manos y es esencial el papel de las personas y sus comunidades en la sustitución cotidiana de este sistema obsesionado con el crecimiento que no sólo contamina, sino que genera infelicidad y grandes desigualdades.
El decrecimiento es, ante todo, una filosofía de vida que aboga, en aras de la supervivencia, por poner límites al ansia prometeica. Para ello, se han popularizado las ocho 'R': reconceptualizar, interpretar la realidad de otra forma; re-evaluar, sustituyendo los valores dominantes por otros más beneficiosos —el altruismo frente al egoísmo, la cooperación frente a la competencia, el goce frente a la obsesión por el trabajo, lo local frente a lo global…—; reestructurar y relocalizar, esto es, adaptar el aparato de producción y las relaciones y tratar de producir localmente los bienes esenciales; redistribuir la riqueza en nuestra cotidianidad; reducir el impacto en la biosfera nuestras maneras de producir y consumir; y reutilizar y reciclar, frenando el despilfarro y alargando el tiempo de vida de los productos.
Y, ya que estamos, tal vez no sea descabellado aplicar el decrecimiento a la insoportable campaña electoral en la que estamos inmersos: unas pocas lecturas o visionados de entrevistas y programas políticos, un rato de reflexión efectiva, y decidir si se ha de votar y a quién… Sin necesidad de entrar en los debates insustanciales y eléctricos de redes sociales y medios que fomenten el circo electoral, llenando nuestra vida, tan valiosa, de contaminación y ruido. Menos es más.
El pensamiento moderno y contemporáneo han estado marcados por el prometeísmo, una forma de entender al ser humano no solo como centro de todo, sino como ser omnipotente y autosuficiente cuyo destino era el dominio de todo el resto de la naturaleza —otros seres humanos incluidos—. Esta ideología, aliada con una tecnociencia violenta con el planeta y las otras especies y la alta capacidad energética de los combustibles fósiles —que hoy alcanzan su agotamiento—, nos ha conducido al borde del colapso, con síntomas que están siendo sobradamente constatados por la comunidad científica. Prometeo se ha revelado como un monstruo depredador.
Ante la falta de interés de los gobiernos por la urgencia del cambio climático, una iniciativa internacional de desobediencia civil originada en Londres, con el apoyo de más de un centenar de académicos, proclama que se tiene que acabar el tiempo de la esperanza, y llega el tiempo de la acción ciudadana efectiva. “Hay un elefante en la habitación de los parlamentos de todo el mundo, se llama crisis ecológica y si no lo ven, hay que hacérselo ver”, advierte Rebelión contra la Extinción.