Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Redención
Tres jóvenes comenzaron a pedir ayuda, Augusto se quitó la ropa y se metió con decisión en el agua. Cuando salvó al tercero estaba tan agotado que se quedó tumbado en la orilla y no opuso ninguna resistencia a una ola que envolvió su cuerpo y lo arrastró con fuerza mar adentro. Su muerte heroica no sirvió para que hablasen bien de él. Había regresado a su pueblo hacía unos años y como todos sabían las cosas terribles que había hecho nadie le dirigía la palabra. Cada vez que entraba al bar le mostraban que no era bien recibido, el camarero le servía de mala gana y todos le miraban con dureza. Su propia madre se opuso a que viviera en su casa aunque finalmente, tras varios días durmiendo acurrucado junto a la puerta, le permitió entrar.
El padre de Augusto, cuando supo lo que su hijo había hecho, cogió un paraguas, salió de casa sin decir nada, caminó bajo la lluvia hasta que llegó a los acantilados y una vez allí cerró cuidadosamente el paraguas y se arrojó al mar. Los vecinos, aunque se sobrecogieron con la noticia, aplaudieron su valentía. Es lo mejor que ha podido hacer, yo también me hubiese quitado la vida, cuchicheaban en la plaza del pueblo. No se puede vivir con algo así, decían. Y casi todos, de alguna manera, reprochaban en silencio a la madre de Augusto, con la que nadie hablaba, que no hubiera seguido el ejemplo de su marido y permaneciera con vida. Ella solía observar extrañada a Augusto mientras dormía: unas veces deseaba abrazarlo al reconocer en ese hombre al hijo al que tanto quiso; otras, en cambio, sentía una repentina repulsión y debía contenerse para no clavar en el cuello de él, primero, y en su vientre, después, un cuchillo de cocina.
Las familias de los tres jóvenes a los que Augusto había salvado la vida no querían sentir que le debían nada. Tras muchas discusiones acordaron que no era necesario dar el pésame a la madre de Augusto. Lo normal, dijo uno de los padres, es que ella nos dé a nosotros las gracias pues nuestros hijos han brindado al suyo la posibilidad de redimirse. A todos les pareció una reflexión llena de sabiduría. Los tres jóvenes que habían sido salvados estaban, en cambio, confusos. Los tres recordaban con alivio y estremecimiento sus fuertes brazos rescatándolos de un mar de espuma pero habían crecido oyendo las cosas terribles que Augusto había hecho y evitaban compartir con nadie esos recuerdos.
El día del entierro todo el pueblo acudió al cementerio, algunos para comprobar que estaba muerto, otros porque íntimamente estaban conmovidos aunque no se atrevían a reconocerlo públicamente y la mayor parte porque tenían curiosidad y no había otra cosa mejor que hacer. Cuando los operarios municipales fueron a introducir el féretro de Augusto en uno de los nichos alguien dijo: En ese no, que mi mujer está en el de al lado. Los operarios miraron al cura, que les invitó a que lo desplazaran a otro nicho libre un poco más a la izquierda. En ese tampoco, grito una anciana, mi marido y yo hemos comprado nuestros nichos justo ahí y no nos apetece que nos entierren junto a él.
La madre de Augusto permaneció callada mientras los operarios recorrieron el cementerio en busca de un nicho disponible. Cada vez que localizaban uno vacío se escuchaba la voz de alguien que se oponía porque había enterrado cerca un familiar o un amigo o algún vecino ilustre del pueblo. No se encontró en todo el cementerio un solo nicho que fuera considerado adecuado para todos. Los operarios depositaron finalmente el ataúd en el suelo ante la madre silenciosa y los vecinos vigilantes. El cura, tras mirar fijamente a todos los que se encontraban allí congregados, se dirigió a la madre de Augusto y dijo: habrá que quemarlo.
Tres jóvenes comenzaron a pedir ayuda, Augusto se quitó la ropa y se metió con decisión en el agua. Cuando salvó al tercero estaba tan agotado que se quedó tumbado en la orilla y no opuso ninguna resistencia a una ola que envolvió su cuerpo y lo arrastró con fuerza mar adentro. Su muerte heroica no sirvió para que hablasen bien de él. Había regresado a su pueblo hacía unos años y como todos sabían las cosas terribles que había hecho nadie le dirigía la palabra. Cada vez que entraba al bar le mostraban que no era bien recibido, el camarero le servía de mala gana y todos le miraban con dureza. Su propia madre se opuso a que viviera en su casa aunque finalmente, tras varios días durmiendo acurrucado junto a la puerta, le permitió entrar.
El padre de Augusto, cuando supo lo que su hijo había hecho, cogió un paraguas, salió de casa sin decir nada, caminó bajo la lluvia hasta que llegó a los acantilados y una vez allí cerró cuidadosamente el paraguas y se arrojó al mar. Los vecinos, aunque se sobrecogieron con la noticia, aplaudieron su valentía. Es lo mejor que ha podido hacer, yo también me hubiese quitado la vida, cuchicheaban en la plaza del pueblo. No se puede vivir con algo así, decían. Y casi todos, de alguna manera, reprochaban en silencio a la madre de Augusto, con la que nadie hablaba, que no hubiera seguido el ejemplo de su marido y permaneciera con vida. Ella solía observar extrañada a Augusto mientras dormía: unas veces deseaba abrazarlo al reconocer en ese hombre al hijo al que tanto quiso; otras, en cambio, sentía una repentina repulsión y debía contenerse para no clavar en el cuello de él, primero, y en su vientre, después, un cuchillo de cocina.