Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Sobre refugiados y terrorismo
Los análisis propiamente históricos –que no son, precisamente, la pura memoria, mucho más subjetiva y acientífica de lo que pretende transmitirse en el marco, con frecuencia, de testimonios tan cargados de emoción como necesitados de estudios y métodos mucho más depurados, sosegados y contrastados– deberían constituir en cualquier sociedad democrática el antídoto más eficaz para contrarrestar la tendencia “a ignorar los errores del pasado como práctica habitual para volver a repetirlos”; o lo que es lo mismo, para dar las menos razones posibles al desgraciado tópico de que “el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”.
Sin embargo, lo que debería constituir un ejercicio indispensable para situarnos en la realidad que nos ha tocado vivir –donde, siguiendo a Fontana, “la explicación del pasado nos ayudara a entender el presente y construir racionalmente el futuro”– parece haber desaparecido de una sociedad que no duda en devaluar o prescindir, cada vez más, de las humanidades –y de la Historia o la Filosofía en particular– en los planes educativos y la formación integral de las personas, favoreciendo la amnesia selectiva –o la ocultación y manipulación deliberadas de los acontecimientos históricos– que se ha extendido entre la opinión pública, oficial o publicada, a la hora de analizar hechos tan dramáticos y trascendentes como el de los refugiados o los atentados terroristas reducidos, con demasiada frecuencia, a la pura secuencia coyuntural, a la instantaneidad o el puro azar, a su morbosa e interesada asociación y, lo que es peor, a una maniquea interpretación de los rematadamente malos –“el infierno son los otros”– contra los rematadamente buenos –naturalmente la civilización occidental, con la Unión Europea y Estados Unidos a la cabeza– que aparecen como espíritus puros y depositarios exclusivos del progreso y las virtudes superlativas.
Esta oposición radical –que evita identificar responsabilidades en las propias conductas o la autocrítica en actitudes que están, también, en el origen de los fenómenos que estudiamos– no excluye, por supuesto, la tajante condena sobre las patologías subyacentes o asociadas a ideologias concretas –incluyendo a quienes han convertido a las religiones en falsas conciencias de la realidad, depositarias de las verdades absolutas y banderas del sectarismo más intransigente–, al fanatismo vinculado a la banalidad del mal, o a las perversiones intrínsecas de los autores de los atentados y los crímenes, en contraste con la lógica autoestima y exaltación de los derechos y libertades individuales y colectivas, del respeto a la vida, de la construcción de los sistemas democráticos basados en la pluralidad, la solidaridad, la cooperación y la participación ciudadana, y de la apuesta por la razón y el progreso científico, entre otros avances irrenunciables.
Pero esta aspiración a la universalidad de los valores de las sociedades occidentales que surgen de las culturas clásicas, del Renacimiento o de la Ilustración –y que podrían condensarse en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la creación de la ONU y los intentos de una gobernanza mundial, o las corrientes ecopacifistas– no debería ser incompatible con el reconocimiento de los graves errores cometidos en las relaciones con el resto de las culturas o civilizaciones con las que los europeos y los Estados Unidos han entrado en contacto a lo largo de la historia y, particularmente en los dos últimos siglos, donde las secuelas de la colonización y el imperialismo, trazaron, sobre todo tras la primera y la segunda guerra mundiales, unas fronteras sumamente artificializadas y en función de las intereses estratégicos de las potencias dominantes que están en las causas remotas y más recientes –junto a, sin duda, las propias derivas internas del mundo islámico- de la inestabilidad, los estados fallidos, las guerras civiles, las dictaduras crónicas, y los fundamentalismos que han surgido en el Oriente Próximo y que, de una forma u otra, han acabado repercutiendo –y el drama de los refugiados o la lacra del terrorismo no puede disociarse de estas realidades– en nuestro continente y el mundo occidental.
Esas complicidades y alianzas tuvieron primero la Guerra Fría como excusa –con la intervención en Afganistán como epílogo y desencadenante del terrorismo talibán, antiguos amigos de Occidente, o el suministro de armas en la Guerra Iran-Irak– y luego, en el tránsito de un siglo a otro, a la globalización como cobertura del despliegue de las multinacionales europeas y de los Estados Unidos –aliados, sin prejuicios ni vergüenza algunos, con la orientación teocrática, los regímenes feudales o las variantes de gobiernos militares, autoritarios o del fascismo islámico– a la conquista o interlocución privilegiada con los productores de petróleo del Próximo Oriente y la demanda de los mercados y el tráfico de armas en la región, que incubaban, con las torpezas y avisperos provocados por las guerras de Irak, Siria o Yemen, las intervenciones en Libia, los problemas y conflictos entre Turquía –con sus derivas antidemocráticas y represión interna– y el Kurdistán... el huevo de la serpiente de lo que ha sido en la última década y media la irrupción de la vertiente más cruel y generalizada del terrorismo suicida de Al Queda y el ISIS o Daesh de las Torres Gemelas o los atentados en el corazón de Europa y muchos otros países musulmanes.
Esta amnesia selectiva sobre las responsabilidades de la Unión Europea y Estados Unidos –y las de Rusia atizando conflictos para beneficiar su industria armamentística– en la crisis de los refugiados y en la lucha contra el terrorismo olvida, además, el doble rasero e hipocresía que proyecta a la hora de minusvalorar frente a sus proclamas sobre los valores superiores de Occidente, las profundas desigualdades y agravios que encierran la explotación de los recursos ajenos y el intercambio desigual, la existencia de refugiados ambientales y la crisis ecológica planetaria, la complacencia con países como China o Arabia Saudí –antes que nada los negocios frente a cualquier exigencia de respeto a los derechos humanos continuamente transgredidos–, la tacañería extrema en los programas de cooperación o contra la pobreza –con España a la cola: 0,18% del PIB y 18 refugiados–, la pérdida de la conciencia histórica sobre los emigrantes europeos y norteamericanos en los últimos siglos y fechas recientes, y la incapacidad en dotar a la Unión Europea, frente a los nacionalismos y la xenofobia, de una política exterior común y una proyección interna en coherencia con los valores en los que se inspiró su creación.
Los análisis propiamente históricos –que no son, precisamente, la pura memoria, mucho más subjetiva y acientífica de lo que pretende transmitirse en el marco, con frecuencia, de testimonios tan cargados de emoción como necesitados de estudios y métodos mucho más depurados, sosegados y contrastados– deberían constituir en cualquier sociedad democrática el antídoto más eficaz para contrarrestar la tendencia “a ignorar los errores del pasado como práctica habitual para volver a repetirlos”; o lo que es lo mismo, para dar las menos razones posibles al desgraciado tópico de que “el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”.
Sin embargo, lo que debería constituir un ejercicio indispensable para situarnos en la realidad que nos ha tocado vivir –donde, siguiendo a Fontana, “la explicación del pasado nos ayudara a entender el presente y construir racionalmente el futuro”– parece haber desaparecido de una sociedad que no duda en devaluar o prescindir, cada vez más, de las humanidades –y de la Historia o la Filosofía en particular– en los planes educativos y la formación integral de las personas, favoreciendo la amnesia selectiva –o la ocultación y manipulación deliberadas de los acontecimientos históricos– que se ha extendido entre la opinión pública, oficial o publicada, a la hora de analizar hechos tan dramáticos y trascendentes como el de los refugiados o los atentados terroristas reducidos, con demasiada frecuencia, a la pura secuencia coyuntural, a la instantaneidad o el puro azar, a su morbosa e interesada asociación y, lo que es peor, a una maniquea interpretación de los rematadamente malos –“el infierno son los otros”– contra los rematadamente buenos –naturalmente la civilización occidental, con la Unión Europea y Estados Unidos a la cabeza– que aparecen como espíritus puros y depositarios exclusivos del progreso y las virtudes superlativas.