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Santander, la marinera

Entre los últimos meses de 1982 y los primeros del año siguiente, en un desguace canario muy alejado de sus primeros mares, rindieron su último viaje el 'Puente Nansa' y el 'Puente Viesgo'. Los dos barcos tenían en sus bodegas el rastro de casi cuarenta años de buenas y malas mareas, de riesgo y de leyenda, nada demasiado diferente de lo que podría decirse de cualquier otro pesquero si no fuera porque eso último, la leyenda, tenía en su caso ecos literarios: en estos dos arrastreros santanderinos se embarcó Ignacio Aldecoa para, transmutados en 'Uro' y 'Aril', componer con ellos 'Gran Sol', la mejor novela que se haya escrito nunca sobre los pescadores del Cantábrico.

Cuando cedieron ante el soplete y la cizalla, el 'Puente Viesgo' y el 'Puente Nansa' mantenían en sus amuras la matrícula santanderina, por más que hiciera ya muchos años que esta no era su casa. Sí que tenían aquí su puerto cuando, en el verano de 1956, se enroló en ellos el novelista vitoriano, que se sumó a una tripulación compuesta por vascos, gallegos y una mayoría de montañeses. Buenos marineros los montañeses para la bajura, pero malos para la carrera de los grandes bancos de pesca, por su carácter independiente y orgulloso, que les inclina a la indisciplina y a ser poco amigos de atender enseñanzas ajenas.

Escuchar las conversaciones a bordo es uno de los grandes placeres del libro. Esa sobre los montañeses, o aquella otra en la que se discute sobre quién manda más entre los dos patrones que viajan en el barco –si el de costa, si el de pesca– zanjada por el cocinero, Macario Martín 'El Matao', con un argumento incontestable: “¿Entonces a qué vamos a Gran Sol, a dar un paseo o a sacar peces?”.

'El Matao' es el gran personaje de la novela. Viejo y golfo, malhablado y embustero, honrado y ladrón a rachas, pendenciero y holgazán. Pero no hay a bordo nadie más valiente, piensa su patrón –el de pesca, el que manda de verdad– Simón Orozco, siempre temiendo el día que tendrá que dejarle en tierra por su indisciplina. 'El Matao' es una de las grandes creaciones de la literatura española del siglo XX, un entrañable canalla de la estirpe de John Silver. Pero también era un tipo bien real, muy conocido en el Barrio Pesquero de Santander y con una biografía y un catálogo de virtudes y defectos calcados –a decir de quienes le recuerdan– a los que describe Aldecoa. Un pescador santanderino como tantos.

Decía que las conversaciones a bordo eran uno de los grandes motivos para leer el libro. Otro es conocer a unas gentes y un oficio de los que cada vez sabemos menos. Ya casi no amarran barcos en la dársena pesquera de Santander, quizá porque los tiempos son otros, porque no quedan peces en el mar y porque, como el 'Puente Viesgo' y el 'Puente Nansa', hay trabajadores destinados al desguace. Puede ser. Pero eso no explica que los pesqueros que quedan tengan que descargar sus capturas a escondidas, venciendo mil dificultades y en un rincón separado de la ciudad por cien barreras, no todas físicas.

Tampoco explica que se derribara la vieja lonja y las bodegas donde se guardaban las artes de pesca, poniendo todo el empeño en borrar las huellas de las vidas que allí se vivieron, como si hubiera algo vergonzante en ellas. Ahora leo que hay quien pide que 'Santander, la marinera' sea el himno de la ciudad. Y qué quieren que les diga, no creo que la ciudad lo merezca.

Entre los últimos meses de 1982 y los primeros del año siguiente, en un desguace canario muy alejado de sus primeros mares, rindieron su último viaje el 'Puente Nansa' y el 'Puente Viesgo'. Los dos barcos tenían en sus bodegas el rastro de casi cuarenta años de buenas y malas mareas, de riesgo y de leyenda, nada demasiado diferente de lo que podría decirse de cualquier otro pesquero si no fuera porque eso último, la leyenda, tenía en su caso ecos literarios: en estos dos arrastreros santanderinos se embarcó Ignacio Aldecoa para, transmutados en 'Uro' y 'Aril', componer con ellos 'Gran Sol', la mejor novela que se haya escrito nunca sobre los pescadores del Cantábrico.

Cuando cedieron ante el soplete y la cizalla, el 'Puente Viesgo' y el 'Puente Nansa' mantenían en sus amuras la matrícula santanderina, por más que hiciera ya muchos años que esta no era su casa. Sí que tenían aquí su puerto cuando, en el verano de 1956, se enroló en ellos el novelista vitoriano, que se sumó a una tripulación compuesta por vascos, gallegos y una mayoría de montañeses. Buenos marineros los montañeses para la bajura, pero malos para la carrera de los grandes bancos de pesca, por su carácter independiente y orgulloso, que les inclina a la indisciplina y a ser poco amigos de atender enseñanzas ajenas.