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Santander

Amo esta ciudad porque guarda todos mis recuerdos. Bajo este cielo tan gris de hoy, aislado del calor del cambio climático, recupero el feliz aburrimiento de aquellos días, que solían acabar al abrigo de las dunas de Somo bajo la atmósfera hipnótica de 'Shine on you crazy diamonds'.

En nuestra cuadrilla destacaba un chico de aspecto nórdico al que le encantaba fumar marihuana y que presumía de haberse leído, a sus 16 años, toda la biblioteca de clásicos rusos. Quería que le llamáramos Louis (pronunciado “Luí”) , así, con la o intercalada para exhibir un aire beat que nunca nos explicó. Era un tipo fascinante y pronto se nos hicieron imprescindibles las tardes de verano frente a Isla Marina, en corro alrededor de él, mientras observábamos cómo achinaba los ojos y reía a tontas y a locas tras aspirar y retener calada tras calada del canuto.

Ahora sé que lo inventaba todo, pero entonces nos gustaban mucho sus fabulaciones sobre ejércitos de húsares destripados por las lanzas de los jenízaros turcos, historias con cierta base real que combinaba, sabiéndonos ignorantes, con delirios lisérgicos de Jack Kerouak sobre la América profunda: no le importaban ni el tiempo ni el espacio. Y a nosotros tampoco.

Cada vez con más frecuencia, Louis comenzó a faltar a las citas. En las entonces húmedas tardes de la Plaza de Velarde, mientras le esperábamos sabiendo que no iba a llegar, consumíamos una maravillosa combinación de sabores nada cara: Celtas sin filtro y pipas de girasol. Y cuando la ausencia se confirmaba, íbamos al bar de un ex combatiente falangista que respondìa por “teto”, en donde iban cayendo cubalibres que dejaban embarradas las mesas de fórmica verde.

Tardó mucho en volver. Al cabo de unos meses, mucho más delgado y pálido, nos explicó que sus padres tenían por costumbre castigarle a dormir en el tejado encadenándole a una cama que subían allí solo para torturarle. Sus padres, mala gente según Louis.

Sentado hoy en este banco flamante, bajo el encapsulado cielo panza de burra de entonces, viendo de lejos a las mariscadoras en el sable, un amigo común de aquellos, años me ha vuelto a hablar de “Louis”: murió de sobredosis tras salir de una de sus prolongadas temporadas en un centro de salud mental. Lejos de aquí.

Nada es lo que parece, pero aún puedo percibir el fresco olor de la tierra recién mojada o de las rabas que sale de las ventanas traseras de los bares de barrio. Siguen cruzando la bahía algunos gasolinos que van a pescar y las mulatas continúan zigzagueando bajo las rocas de la marisma para esconderse cuando se sienten amenazadas.

Es lo que nos queda a aquella última generación de nostálgicos. No vivimos la guerra, pero aún quedaban muchos para contárnosla, entre ellos nuestros padres, que nunca nos permitieron excesos. Llegamos a las tecnologías ni pronto ni tarde, con el suficiente margen de recuerdos para preferir el sonido límpido de las cosas en un día de sur al exasperante manual de instrucciones de cualquier aparato electrónico. Nada es lo que parece, sí, pero qué bello es mientras creemos que es cierto.

Amo esta ciudad porque guarda todos mis recuerdos. Bajo este cielo tan gris de hoy, aislado del calor del cambio climático, recupero el feliz aburrimiento de aquellos días, que solían acabar al abrigo de las dunas de Somo bajo la atmósfera hipnótica de 'Shine on you crazy diamonds'.

En nuestra cuadrilla destacaba un chico de aspecto nórdico al que le encantaba fumar marihuana y que presumía de haberse leído, a sus 16 años, toda la biblioteca de clásicos rusos. Quería que le llamáramos Louis (pronunciado “Luí”) , así, con la o intercalada para exhibir un aire beat que nunca nos explicó. Era un tipo fascinante y pronto se nos hicieron imprescindibles las tardes de verano frente a Isla Marina, en corro alrededor de él, mientras observábamos cómo achinaba los ojos y reía a tontas y a locas tras aspirar y retener calada tras calada del canuto.