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¿Tender puentes o levantar muros?

Luis Ruiz Aja. Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Autónoma de Barcelona.

Reciente -y paradójicamente- se celebró el  25 aniversario de la caída del muro de Berlín, mientras en nuestro país parecen  estar resurgiendo aquellos muros que en su día nos separaron hasta llevarnos al horror de una guerra civil. En efecto, auspiciados por la crisis, reaparecen aquellos viejos conflictos históricos que habían ido atemperándose con la democracia  (el conflicto de clase, el nacionalista, el religioso y el antimonárquico), al tiempo que emerge otro nuevo eje de conflicto que podríamos denominar institucional/antiinstitucional, vinculado a los movimientos sociales de indignados.

Quizá el mayor ejemplo de esta  reciente -y creciente- polarización de nuestra  sociedad lo hallamos en el conflicto catalán. En los últimos años las posturas de los dos nacionalismos-patriotismos en liza (el español y el catalán) se vienen radicalizando, hasta el punto de que ambos culpan al otro de egoísmo y de estar provocando muchos de los males que aquejan a sus respectivas ciudadanías, en un intento de desviar la atención de los problemas comunes que se vienen cociendo en los patios traseros gubernamentales de unos y otros, como serían los graves casos de corrupción y los fuertes recortes sociales.

Y es que, lamentablemente, existe una tendencia muy 'ibérica' que, lejos de fijarse en lo que nos une, tender puentes y aceptar la diversidad dentro de la igualdad (“somos diferentes, somos iguales”); opta por  elevar muros que nos separen. Grandes muros de piedra a base de echar la culpa al empedrado y enrocarse en las posturas propias, lo que a menudo supone tirar piedras sobre el  propio tejado o, incluso, acabar pasando por la piedra.

El caso de Mas y el Pujolismo que le precedió, con su victimismo, identificación de los intereses propios con los de Cataluña y poder de manipulación de las masas, resulta paradigmático. Pero en este artículo no quisiera caer en lo mismo que denuncio, por lo que preferiría seguir la máxima oriental de “mirarse a uno mismo” en lugar de juzgar al otro, ofreciendo, por tanto, mi visión desde el punto de vista de un español que conoce muy bien la realidad catalana y el conflicto al que nos referimos.

En ese sentido, considero que desde el resto de España deberíamos hacer un ejercicio de autocrítica y reflexión respecto al  por qué en los últimos tiempos se han disparado las posturas secesionistas catalanas, incluso por parte de muchas personas que nunca antes hubieran optado por el independentismo. Si analizamos esta cuestión honestamente veremos cómo se ha ido fraguando, entre la sociedad catalana, un estado de ánimo de falta de confianza en el proyecto español, una sensación de sentirse “maltratados”, “ninguneados” o, cuanto menos, “poco queridos y valorados” por el resto del Estado.

Al margen de esas influencias manipuladoras del nacionalismo catalán, algo habremos hecho mal el resto del país. Probablemente han contribuido a aumentar el conflicto episodios como  el “afán españolizador” de ministros como Wert (con sus controvertidas medidas y declaraciones), o la “apertura de la caja de Pandora” de las reformas estatutarias que abrió Zapatero, con posterior tijeretazo –de competencias y  de las expectativas generadas– vía Tribunal Constitucional.

Mientras tanto, siguen pendientes cuestiones tan básicas como la reforma del Senado o del sistema de financiación autonómica. Y es que nos hallamos ante un conflicto político en el que se mueven muchas emociones e identidades, por lo que debe ser abordado políticamente, pero desde la racionalidad y a través de propuestas y medidas técnicamente eficaces.

En ese sentido, el mayor experto del sistema autonómico español, Eliseo Aja (cántabro y catedrático de la Universidad de Barcelona), sostiene que el desarrollo del estado autonómico durante estos años nos ha situado en un modelo de facto “cuasi-federal”, por lo que sería el momento de formalizar esta tendencia mediante el establecimiento de un federalismo cooperativo al estilo alemán, donde son frecuentes los convenios de colaboración entre regiones –Länders– frente al actual sistema autonómico español, dónde  la cooperación entre regiones brilla por su ausencia y las autonomías generalmente buscan acuerdos con el estado, en beneficio propio.

Dentro del diseño de ese federalismo que defina la España plural del siglo XXI habría que abordar el “hecho diferencial” de algunas comunidades (nacionalidades históricas) que vienen reclamando un nivel competencial y de autogobierno superior al resto, a tenor de sus características distintivas (cultura, historia, lengua, identidad nacional…). No olvidemos que “igualdad no equivale necesariamente a equidad” y que el 'café para todos' por el que se optó en el 78 supuso una “solución-parche” que no acabó de satisfacer a unos y otros.

En definitiva, hoy más que nunca se hace necesario un debate dirigido a alcanzar un gran acuerdo sobre el modelo de estado que queremos dejar a las generaciones venideras. Un debate alejado de radicalismos y chauvinismos que aborde, con valentía y de una vez por todas, un conflicto histórico que corre el riesgo de llevarnos a un enfrentamiento social cada vez más grave. Un debate técnico-político sincero, abierto a la negociación y capaz de ponerse en el lugar del otro, para dar respuesta a un problema muy antiguo que corre el riesgo de enquistarse. Un debate dirigido a la acción y que, al margen de posturas partidistas e ideológicas, parta de una concepción favorable a tener puentes y derribar muros, frente a otras posturas basadas en el “sálvese quien pueda” y el miedo/odio hacia lo diverso.

Reciente -y paradójicamente- se celebró el  25 aniversario de la caída del muro de Berlín, mientras en nuestro país parecen  estar resurgiendo aquellos muros que en su día nos separaron hasta llevarnos al horror de una guerra civil. En efecto, auspiciados por la crisis, reaparecen aquellos viejos conflictos históricos que habían ido atemperándose con la democracia  (el conflicto de clase, el nacionalista, el religioso y el antimonárquico), al tiempo que emerge otro nuevo eje de conflicto que podríamos denominar institucional/antiinstitucional, vinculado a los movimientos sociales de indignados.

Quizá el mayor ejemplo de esta  reciente -y creciente- polarización de nuestra  sociedad lo hallamos en el conflicto catalán. En los últimos años las posturas de los dos nacionalismos-patriotismos en liza (el español y el catalán) se vienen radicalizando, hasta el punto de que ambos culpan al otro de egoísmo y de estar provocando muchos de los males que aquejan a sus respectivas ciudadanías, en un intento de desviar la atención de los problemas comunes que se vienen cociendo en los patios traseros gubernamentales de unos y otros, como serían los graves casos de corrupción y los fuertes recortes sociales.