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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

El último bonito

No ha acabado junio y aparecen los primeros en la plaza, esperanza de un verano feliz. Los bonitos vienen de poniente, para ellos la mar océana empieza a acabarse en Finis Terrae, donde para nosotros termina el mundo. Los primeros bonitos son gallegos, menudos, magros. Pero cargan con la promesa de la playa y el descanso, y se los recibe con fiestas.

Por entonces llueve bastante; llega la señora de la plaza (sutilezas imprevisibles del lenguaje aprendidas hace mucho, quién sabe si siguen vigentes: los señores tienen mujer; los obreros, señora) y enseña orgullosa una de esas primeras capturas, que será admirada con devoción, primero, y comida con respeto, más tarde, a pesar de que no sea de las mejores del año.

Llueve bastante, y se trabaja, pero con los enjutos bonitos gallegos hemos tragado la promesa del verano, que se ve reforzada poco después, cuando los bonitos han navegado unas millas más, devorando por el camino inverso y sumergido de Santiago sardinas y jureles, o lo que encuentren, sin elegir demasiado: todo está fresquísimo. Los pescados ahora son asturianos. Asturianos bien alimentados: han crecido y, sobre todo, han engordado. Es julio, y muchos habitantes de Castilla están ya de vacaciones por aquí, sobre todo a partir de san Fermín. La ciudad que rinde culto al bonito empieza a ver cumplirse las promesas que llegaron del Atlántico. Se ven sonrisas amplias. Pero lo mejor está por llegar.

Atendemos cada vez menos llamadas, contestamos desganadamente menos correos, con la cabeza en otra parte, porque hace sol y nos preguntamos qué hacemos aquí, en el tajo. Claro que hay quien se lo pregunta todo el año, pero ahora no escapa nadie. Hace dos, tres días, el bonito era más graso, parecía casi…

Y hoy, por fin, han llegado. Estos son los bonitos de aquí, recién sacados del agua. Después serán vizcaínos, pero no desmejoran; siguen siendo prodigiosas uniones de proteína y grasa, maravilla de propios, sobre todo, y extraños. De pronto, la ciudad se llena de madrileños como si alguien los hubiera avisado; pero hay bonito para todos porque la costera de este año es fantástica.

Nada impide que el ritual tenga variaciones perfectamente aceptables, pero un esquema ortodoxo, para ilustración de no iniciados, sería algo como lo que sigue. Primero, la ventrecha. Plancha nada más, y muy justita: cuando algo roza la perfección ¿quién le va a meter mano? Y, a su lado, una ensalada, si se desea: la perfección no objetará.

Después, el tustús, al que se le añade patatas, condimento y maña en abundancia, y resulta una marmita enorme, magnífica para compartir, para servir de pretexto y combustible a una conversación colectiva inteligente, algo no siempre fácil de conseguir.

Pero un bonito de estos hace bien nueve o diez kilos, y ni siquiera con la muy dispuesta ayuda de los amigos acabas enseguida con él. No queda otra que embotar. Con cierta melancolía, pero también consuelo: en los tarros, entre los lomos y el aceite, encerramos otra promesa: dentro de unos meses recordaremos el verano, el descanso, las comidas con los amigos.

Embotar recuerda al final de la matanza, cuando se preparan las partes que han de curar y las conservas, porque el bonito es lo más parecido en el mar al chon de tierra: de él se aprovecha todo. Lo mismo que en el aire pasa con los ángeles, que tampoco dan desperdicio: su cabello es muy apreciado en repostería; su piel, en la industria de la lencería; y su sexo alimentó generaciones de filósofos sin cuento.

Un día viene tu señora de la plaza con una expresión ambigua. El pescatero, en muchos hogares un oráculo más respetado que el párroco, que el médico y hasta que el hombre del tiempo, avisa: es el último bonito. La costera ha ido tan bien que hemos agotado el cupo.

Otros años los veraneantes regresaban a sus residencias habituales al acabar la canícula. Y, acabada la tregua, nosotros también regresábamos cabizbajos al trabajo. Pero nos quedaba el bonito. Final de agosto y todo septiembre rindiéndole un culto agradecido y fiel; la incorporación a la actividad se veía suavizada; cuando te querías dar cuenta estabas pensando en navidad.

Pero este año…

Dicen las estadísticas que a la vuelta de las vacaciones aumentan las separaciones matrimoniales. Eso no tiene por qué cambiar este año. Pero me da a mí que por estos lares los predicadores pueden hacer su agosto este septiembre; que pueden encontrar un multitud desorientada y deprimida, ansiosa de nuevas verdades.

No ha acabado junio y aparecen los primeros en la plaza, esperanza de un verano feliz. Los bonitos vienen de poniente, para ellos la mar océana empieza a acabarse en Finis Terrae, donde para nosotros termina el mundo. Los primeros bonitos son gallegos, menudos, magros. Pero cargan con la promesa de la playa y el descanso, y se los recibe con fiestas.

Por entonces llueve bastante; llega la señora de la plaza (sutilezas imprevisibles del lenguaje aprendidas hace mucho, quién sabe si siguen vigentes: los señores tienen mujer; los obreros, señora) y enseña orgullosa una de esas primeras capturas, que será admirada con devoción, primero, y comida con respeto, más tarde, a pesar de que no sea de las mejores del año.