Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Umbrales
Dicen los que saben que no todos respondemos de la misma manera a los mismos estímulos. En esta tesitura encontramos lo que se denomina el umbral del dolor o el umbral del malestar. Hay personas a las que les basta una mínima incidencia para quejarse. Si esas personas están deprimidas, ya ni les cuento. Su umbral de dolor es tan bajo que una leve picadura les lleva al colapso, a la queja continua, a la desazón. La Cristiandad, el orbe entero y hasta el espacio exterior conocen al detalle sus tribulaciones, porque ellos mismos se ocupan de radiarlo. Su estabilidad es precaria y su piel hipersensible, como si fueran por el mundo con la carne desollada. Otras personas, en cambio, parecen tener la piel de un galápago. Si el primero tiene que tatuarse un motivo, la sesión será como ver a un aquejado de Parkinson enhebrar una aguja. El segundo, por el contrario, se mantendrá impertérrito mientras la aguja le taladra la epidermis, incluso agradecerá ese momento de relajación.
En nuestra sociedad, la suerte de cada uno marca su umbral de malestar. ¿Se han dado cuenta de que hay cada vez más pobres, y pobres jóvenes, repartidos por la calle? Basta darse un paseo desde Cuatro Caminos a Puertochico, junto a una de las bahías más bellas del mundo. Una combinación bastante contrastada entre jubilados ociosos y mendigos es el centro de la capital en hora punta. Cajeros automáticos, esquinas, puertas de grandes comercios y supermercados... custodiados por tipos desdentados, figuras enjutas que parecen puestas de perfil, hombres y mujeres de piel bronceada y llena de pliegues por acción del sol, del viento, del frío. Y solo son la punta del iceberg.
No traigo a colación esto aquí para resaltar la contradicción entre los buenos augurios y la autosatisfacción de nuestros dirigentes al presentarnos el ectoplasma de nuestras prestaciones sociales. Me refiero a algo más básico: vivir en la calle envejece al doble de velocidad y sitúa el umbral del malestar a niveles altísimos. Quienes conviven con estas personas se asustan por su acomodación ante la adversidad. Estar enfermo un día sí y otro también, vivir a la intemperie, ser agredido hacen que paulatinamente sea 'lo normal': a partir de ahí, hay motivo de inquietud. Pero como la langosta en la olla de agua hirviendo, el ser humano empobrecido se vuelve insensible ante la adversidad y no se da cuenta de la proximidad de su fin.
Y esto que le ocurre a los individuos también le pasa a las sociedades. ¿Cómo es nuestra sociedad? ¿En qué nivel se encuentra su umbral de malestar? Después de ocho años de crisis, ¿somos hipersensibles ante cualquier desviación ética o, por el contrario, hemos terminado por tirar la toalla y conformarnos con ser langosta en el plato de un rico? Tal vez acabe ésta siendo la única manera para que nos inviten a una boda: convertirnos en cóctel de marisco. Apenas hay señales de que la sociedad reaccione. Niveles brutales de desempleo, cantidades masivas de malestar, que ya ni las montañas de psicofármacos que recetan los servicios sanitarios pueden ocultar, son suficientes para pinchar a este animal envejecido y patético que es la sociedad nuestra de cada día.
Ahora vendrán nuevas elecciones y volverán a proferirse las promesas de bienestar que solo quien vive instalado en el fraude puede proferir de manera impertérrita. Nuestros queridos diputados, nuestros enviados ante el Rey, como se decía antiguamente, devolverán sus tarjetas vip en Cortes y, después de unos meses sin hacer nada, volverán a sus domicilios. Vendrán nuevas elecciones y votaremos al menos malo, que ya es triste. Pero el mensaje del bienestar cuela. En sentido inverso, el nivel de bienestar de nuestra sociedad es equivalente al umbral de malestar, es decir, estamos como locos por que nos den buenas noticias. Y nos las darán. Seremos felices con una pequeña promesa, nuestro umbral de bienestar está por los suelos; una promesa, ya digo, que tendrá menos expectativas de desarrollarse que una flor tropical en el Circulo Polar Ártico. Y lo sabemos.
Se nos ha inculcado un concepto progresivo del futuro, más que progresivo, ascendente. Dicho de otra manera: con esfuerzo, confianza y tesón iremos a mejor. Igual que la productividad, que siempre irá 'a más'. Igual que el crecimiento, que siempre irá 'a más'. Pero los hechos se empecinan en pincharnos el globo. Posiblemente nunca hubiera un antes idílico (realmente nunca lo hubo, pero nuestra psique nos juega estas humoradas) y el futuro sea como el ahora, períodos de breve mejoría seguida de períodos de breve 'empeoría'. Pero nada parece indicar que haya un salto cualitativo y que el paraíso llegue a ser una realidad en esta tierra. El ocultamiento de esta derrota del ensueño es lo que entumece nuestra mente y hace que se eleve nuestro nivel de malestar, que no es más que el artificio para no reconocer que tenemos un problema y actuar en consecuencia. Aguantamos y aguantamos, esperamos y esperamos, cuando sería todo más fácil si reconociéramos la evaporación del Xanadú que hemos heredado. Un fracaso relativo, dado que no hay fracaso si se rechaza el objetivo de partida. Sólo hay espejismos.
Para situar el umbral de malestar en su justo término es perentorio reconocer que estamos siendo víctimas de una agresión. Y que nos importe. Responder en consecuencia a la agresión es lo que nos reconciliará con nuestra condición humana como ser social y, de rebote, recuperar nuestra dignidad.
Dicen los que saben que no todos respondemos de la misma manera a los mismos estímulos. En esta tesitura encontramos lo que se denomina el umbral del dolor o el umbral del malestar. Hay personas a las que les basta una mínima incidencia para quejarse. Si esas personas están deprimidas, ya ni les cuento. Su umbral de dolor es tan bajo que una leve picadura les lleva al colapso, a la queja continua, a la desazón. La Cristiandad, el orbe entero y hasta el espacio exterior conocen al detalle sus tribulaciones, porque ellos mismos se ocupan de radiarlo. Su estabilidad es precaria y su piel hipersensible, como si fueran por el mundo con la carne desollada. Otras personas, en cambio, parecen tener la piel de un galápago. Si el primero tiene que tatuarse un motivo, la sesión será como ver a un aquejado de Parkinson enhebrar una aguja. El segundo, por el contrario, se mantendrá impertérrito mientras la aguja le taladra la epidermis, incluso agradecerá ese momento de relajación.
En nuestra sociedad, la suerte de cada uno marca su umbral de malestar. ¿Se han dado cuenta de que hay cada vez más pobres, y pobres jóvenes, repartidos por la calle? Basta darse un paseo desde Cuatro Caminos a Puertochico, junto a una de las bahías más bellas del mundo. Una combinación bastante contrastada entre jubilados ociosos y mendigos es el centro de la capital en hora punta. Cajeros automáticos, esquinas, puertas de grandes comercios y supermercados... custodiados por tipos desdentados, figuras enjutas que parecen puestas de perfil, hombres y mujeres de piel bronceada y llena de pliegues por acción del sol, del viento, del frío. Y solo son la punta del iceberg.