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Vacunarnos contra el abandono de nuestros mayores

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Dejó escrito de la pandemia de COVID-19, el siempre sensible intelectual Jean-Luc Nancy, antes de dejarnos un poco —más— huérfanas de inteligencia, que el neoliberalismo había tomado ropajes “neoviralistas”: una forma se afrontar el virus que pretendía dejarlo todo en manos de la naturaleza o, lo que es lo mismo, la inmunidad de grupo, y así no tener que parar la máquina del capital. Una versión neoliberal más de la fantasmal, egoísta, insolidaria y homicida mano invisible del mercado: esta vez una mano que ha dejado morir a los que no son jóvenes y fuertes, allá donde sus gobernantes han conseguido imponer a las poblaciones la ilógica neoliberal en la gestión del cuidado de la salud. Así, los efectos colaterales del abordaje de la enfermedad en clave bélica —decir que es esta una clave poco inteligente sería por obvio innecesario— serían las muertes silenciosas, silencio con el que se hurtaba a la sociedad la madurez de ser consciente de su finitud, de nuestros mayores. «Total», se insinuó demasiadas veces, «si el virus afecta solo a los mayores». ¿Solo? ¿Qué quiere decir ese “solo” que no siendo de soledad condenó a una soledad homicida?

El edadismo, véase, la discriminación de las personas por su edad, concretamente en su versión viejista —prejuicios, estereotipos y discriminaciones ante personas adultas mayores—, pero a ratos también en la menorista, campó a sus anchas en la pandemia, como campa, en general, en una sociedad que considera a sus integrantes con más experiencia, como mínimo, invisibles y a menudo como inservibles. Murieron por miles, muchas solas, muchísimos en residencias de ancianos donde deberían haber estado más seguros. El IMSERSO registró más de 33.300 defunciones con coronavirus en residencias de mayores desde el inicio de la pandemia. En todo 2021, se contabilizaron 5.079 fallecimientos en esos centros. Pero en lo peor de la primera oleada, entre marzo y junio de 2020, fueron casi 10.000 personas, más que en el resto de 2020. En ese período hay que añadir los 10.492 fallecimientos de residentes sin prueba diagnóstica, por lo que dos de cada tres decesos de adultos mayores en residencias tuvieron lugar en apenas tres meses. Son cosas que no deberíamos olvidar.

Amnistía Internacional denunció en su informe «Abandonadas a su suerte. La desprotección y discriminación de las personas mayores en residencias durante la pandemia COVID-19 en España» hasta cinco violaciones de derechos humanos de los adultos mayores en dichos centros: partiendo de la violación de su derecho a la vida, el sometimiento a tratos inhumanos o degradantes, la denegación de su libre circulación, la violación de su intimidad personal y familiar y una incomprensible desigualdad con el resto de la ciudadanía en el acceso a los recursos sanitarios. Subrayando que «las residencias nunca pueden ser ‘aparcamientos’ de personas mayores» y que la emergencia sanitaria no debió ser nunca una excusa para no garantizarles atención y protección, destacaron que la mala gestión durante el pico de la primera ola de la pandemia desembocó en falta de protección del personal (sin EPI ni acceso a test PCR), escasez de recursos y mínima asistencia médico-sanitaria, exclusión generalizada y discriminatoria de la derivación hospitalaria y aislamiento de residentes durante semanas enteras sin apenas comunicación con sus familias ni con el mundo exterior. Un caos y una apoteosis del dolor profundo.

Por su parte, Médicos Sin Fronteras ha documentado en el informe Poco, tarde y mal. El inaceptable desamparo de los mayores en las residencias durante la COVID-19 en España la escasez de recursos y de supervisión sanitaria en los centros, carentes de los que debieran haber sido preceptivos planes de contingencia, por lo que fue imposible dar una respuesta en condiciones a la epidemia. Consideran imprescindible elaborar, aún hoy, especialmente ahora, planes de contingencia ante posibles nuevos brotes que se acompañen de medidas orientadas hacia el bienestar y la calidad de vida de los mayores, «como foco principal y con un trasfondo ético». Por ello, a su juicio merecen especial atención los diferentes elementos del cuidado digno, como son las despedidas, los cuidados profesionales de confort y las visitas o contactos con familiares. Y poco de eso, lo sabemos, hubo.

Ante tal panorama, Manuel Rico, director de Investigación de Infolibre junto con Fernando Flores, profesor de Derecho Constitucional en la Universitat de València, ha puesto en marcha una campaña en Change.org, solicitando investigación de lo vivido por nuestros mayores. Más de 133.000 personas ya han firmado para pedir a la Fiscalía General del Estado que tome las medidas necesarias para investigar exhaustivamente garantizando justicia y reparación a las víctimas y sus familiares, y solicitan al congreso que se cree una comisión de la verdad cuanto antes.

Es lo menos que les debemos. Los estudios muestran que una parte muy alta del trabajo de cuidados no retribuido lo hacen personas mayores, especialmente mujeres, para sí mismas, pero también para otros hogares. Asumen una tremenda carga de cuidados familiares, sobre todo con sus nietos, y son parte fundamental del sostén que garantizó que miles de familias pudieran sobrevivir a la crisis de 2008. El adulto mayor es el segmento de la población que más transacciones económicas para el ámbito familiar realiza, desde invitar a comer a sus hijos a echarles gasolina u ofrecerles alojamiento cuando todo falla y, al parecer, los datos indican que dedican más dinero a su familia que a sus medicamentos o su ocio. Lejos de estereotipo de persona inservible y voraz consumidora de cuidados, la realidad es que nuestros mayores son quienes nos siguen cuidando.    

Que investiguen todo lo ocurrido es imprescindible para la memoria democrática, como lo sería una ruptura material, con hechos, con las dinámicas edadistas con que nuestra sociedad minusvalora el tesoro de su experiencia, con proyectos como 'Legado', puesto en marcha por UNATE y la Fundación PEM  y apoyado por el Gobierno y por elDiario.es para salvaguardar el patrimonio cultural y social que las personas mayores de nuestra comunidad autónoma atesoran en sus historias de vida. Poco a poco, con gestos efectivos, podríamos construir una sociedad mejor y decir, incluso, que algo aprendimos del virus.  

Dejó escrito de la pandemia de COVID-19, el siempre sensible intelectual Jean-Luc Nancy, antes de dejarnos un poco —más— huérfanas de inteligencia, que el neoliberalismo había tomado ropajes “neoviralistas”: una forma se afrontar el virus que pretendía dejarlo todo en manos de la naturaleza o, lo que es lo mismo, la inmunidad de grupo, y así no tener que parar la máquina del capital. Una versión neoliberal más de la fantasmal, egoísta, insolidaria y homicida mano invisible del mercado: esta vez una mano que ha dejado morir a los que no son jóvenes y fuertes, allá donde sus gobernantes han conseguido imponer a las poblaciones la ilógica neoliberal en la gestión del cuidado de la salud. Así, los efectos colaterales del abordaje de la enfermedad en clave bélica —decir que es esta una clave poco inteligente sería por obvio innecesario— serían las muertes silenciosas, silencio con el que se hurtaba a la sociedad la madurez de ser consciente de su finitud, de nuestros mayores. «Total», se insinuó demasiadas veces, «si el virus afecta solo a los mayores». ¿Solo? ¿Qué quiere decir ese “solo” que no siendo de soledad condenó a una soledad homicida?

El edadismo, véase, la discriminación de las personas por su edad, concretamente en su versión viejista —prejuicios, estereotipos y discriminaciones ante personas adultas mayores—, pero a ratos también en la menorista, campó a sus anchas en la pandemia, como campa, en general, en una sociedad que considera a sus integrantes con más experiencia, como mínimo, invisibles y a menudo como inservibles. Murieron por miles, muchas solas, muchísimos en residencias de ancianos donde deberían haber estado más seguros. El IMSERSO registró más de 33.300 defunciones con coronavirus en residencias de mayores desde el inicio de la pandemia. En todo 2021, se contabilizaron 5.079 fallecimientos en esos centros. Pero en lo peor de la primera oleada, entre marzo y junio de 2020, fueron casi 10.000 personas, más que en el resto de 2020. En ese período hay que añadir los 10.492 fallecimientos de residentes sin prueba diagnóstica, por lo que dos de cada tres decesos de adultos mayores en residencias tuvieron lugar en apenas tres meses. Son cosas que no deberíamos olvidar.