Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
La verdadera patria de un hombre
Para mi amigo Antonio el día que había un golpe de estado era un día de fiesta, un día feliz. Sin ir al colegio, qué delicia, sin tener que sentarse en esas sillas incómodas a escuchar silabeos sobados de maestros que miraban con el rabillo del ojo a las ventanas. Un día para estar en casa, disfrutar del padre y la madre, de jugar con los juguetes que se tuvieran. De sonreír.
A principios de los años ochenta un grupo de trabajadores de la industria cántabra viajaron a una Venezuela que empezaba a florecer económicamente a lomos de la explotación petrolífera. Por eso acabaron en Maracaibo, junto al famoso lago que no es lago sino mar, ayudando a construir empresas que surgían como setas al amparo del oro negro. Allí les ofrecían un mejor salario y unas condiciones laborales diferentes. Los que aquí eran “obreros rasos” eran tratados en América en atención a una experiencia que valía aun más que el propio trabajo manual allí donde todo estaba empezando. Les llamaban “Doctor”, vamos. Eso me lo contó mi padre, que estuvo allí una temporada, con el padre de mi amigo Antonio. Luego la mayoría volvió, porque la tierra y la familia tiran mucho, pero otros se quedaron más allá del mar unos cuantos años.
Uno de ellos fue, como digo, el padre de Antonio, que volvió a Cantabria cuando empezaba la década de los noventa. En el colegio todos preguntábamos a aquel niño, el niño nuevo, el que venía de tan lejos. Le preguntábamos por aquel otro mundo. Cómo eran las cosas, qué se comía, a qué jugaban todos en los recreos. Y un día, nos lo contó. Que cuando había un golpe de estado se tomaban fiesta. Que no podían salir de casa, eso nunca, terminantemente prohibido, pero tampoco había que ir a la escuela, y uno podía quedarse jugando toda la tarde, sin preocuparse de los deberes. Y todos le mirábamos con envidia. Qué sería eso de los golpes de estado, que tanta tranquilidad y alegría trae a un niño. Luego uno crece, y se da cuenta de que las cosas tampoco son tan simples, y que a lo mejor aquello no era tan deseable. Incluso se entera de que en realidad no eran golpes de estado, sino algaradas callejeras, las conocidas como el Caracazo, y por eso había tantas y mi amigo podía quedarse tantas veces jugando en su casa. El cabrón suertudo…
Los que crecimos en Torrelavega durante los ochenta no hemos olvidado, al menos yo no he podido olvidar, las grandes huelgas y manifestaciones que hubo en la ciudad a vueltas con la mal llamada “reconversión industrial”, que ni reconversionó ni industrializó absolutamente nada. La ciudad se detenía en aquellos momentos, porque realmente se estaba jugando el trabajo y el pan de mucha gente, no solamente quienes podían verse en la calle cuando las empresas “reconversionaran” (como así ocurrió) sino todos los empleos paralelos que las fábricas iban generando en el sector servicios (también todos al carajo, con perdón). Así que aquellas huelgas eran días de paro total…
Salvo para los niños. Porque yo los recuerdo como días felices. No había colegio, podíamos bajar todos a la calle y, ojo, hasta jugar en las carreteras. Sí, sí, como se cortaba la carretera general los chavalucos nos poníamos allí a enredar con las chapas o el balón (no me pregunten mucho, era malísimo a las dos cosas), nos quedábamos hasta tarde, éramos los reyes del asfalto salvo el ratito en el que pasaba la manifestación. Un día adicional festivo, un deleite para los sentidos, un regalo inesperado.
Ojo (como soy un tío de natural astuto me adelanto a la crítica vocinglera) no estoy diciendo que las huelgas fueran días alegres, ni que las algaradas que vivió Antonio en Venezuela tuvieran su punto jocoso. Nada más lejos de mi intención. Digo que para nosotros, para los niños que fuimos, para los niños que aun algunos queremos ser, eran jornadas especiales, de las que guardamos un recuerdo muy particular. Positivo, seguramente por ser de la infancia, porque yo ahora no consigo recordar ni un solo día de mi niñez en que lloviera. Y si llovía bajaba a pisar los charcos, vaya, en lugar de lo que hago ahora, que es meterme en todos los que veo. Así que igual es eso, la nostalgia, que es el amor multiplicado por dos. O igual no, vaya usted a saber.
Todo lo anterior me vino a la cabeza el otro día viendo la tele. Salían imágenes de los refugiados de Idomeni, y por allí pululaban algunos pequeñajos jugueteando aquí y allá. También he visto imágenes de niños llorando, claro, y llenos de barro, y hasta una demoledora de una cría intentando cortar un alambre con sus tijeras de plástico. Pero a mí, que soy raro, las que me llamaron la atención fueron estas. Las de los chavales jugando como lo que son, chiquillos, y no lo que les llaman, refugiados. Y me acordaba, digo, de lo de los golpes de estado, y las huelgas, y todo eso. Porque si, como dijo Rilke, la auténtica patria del hombre es la infancia (y a mí apenas se me ocurren mejores) qué menos que pensar que la patria de estos chavales sea algo que puedan recordar con una sonrisa en la boca. Y que, igual que nosotros pensábamos que las carreteras las cerraban para que pudiéramos dibujar el mayor circuito de chapas del mundo, ellos piensen que han hecho la escapada de camping más larga que nadie recuerda, con todas aquellas tiendas, todos aquellos otros niños, toda aquella gente amable y hasta algunos que no lo son tanto, porque en todas las aventuras hay malos malísimos. Y que cuando lo recuerden, ya adultos (veremos dónde, veremos cuándo, veremos si se lo permiten) lo hagan, si pueden, con una mueca de nostalgia. Aunque sea una pequeña. Aunque sea una mínima.
Para mi amigo Antonio el día que había un golpe de estado era un día de fiesta, un día feliz. Sin ir al colegio, qué delicia, sin tener que sentarse en esas sillas incómodas a escuchar silabeos sobados de maestros que miraban con el rabillo del ojo a las ventanas. Un día para estar en casa, disfrutar del padre y la madre, de jugar con los juguetes que se tuvieran. De sonreír.
A principios de los años ochenta un grupo de trabajadores de la industria cántabra viajaron a una Venezuela que empezaba a florecer económicamente a lomos de la explotación petrolífera. Por eso acabaron en Maracaibo, junto al famoso lago que no es lago sino mar, ayudando a construir empresas que surgían como setas al amparo del oro negro. Allí les ofrecían un mejor salario y unas condiciones laborales diferentes. Los que aquí eran “obreros rasos” eran tratados en América en atención a una experiencia que valía aun más que el propio trabajo manual allí donde todo estaba empezando. Les llamaban “Doctor”, vamos. Eso me lo contó mi padre, que estuvo allí una temporada, con el padre de mi amigo Antonio. Luego la mayoría volvió, porque la tierra y la familia tiran mucho, pero otros se quedaron más allá del mar unos cuantos años.