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Viejos

A los viejos se les tiende a llamar ancianos. En la palabra anciano a veces veo un respeto, una venerabilidad. Pero en otras ocasiones intuyo cierta condescendencia, como cuando se llama invidente a un ciego, que parece que te da como cosa decir ciego y por eso dices invidente, casi como pidiendo perdón. A mí a los viejos me gusta llamarlos viejos. Querría llegar a viejo y que me llamaran así. Me gusta hablar con los viejos porque su ritmo (tan alejado de la vida trepidante de los jóvenes) creo que tiene más que ver con la experiencia que con el cansancio. Un viejo ha vivido (cada uno a su manera) y tiene mucha más información para poder determinar de qué va esto de vivir, como el buscador de pepitas de oro que lleva más tiempo que nadie dándole a la batea. Habrá viejos estúpidos y viejos inteligentes, está claro. Y está claro también que las cosas que son esenciales a los treinta no son las mismas que a los ochenta. Pero a los viejos que han pasado por los treinta y ya están en los ochenta hay que presuponerles un conocimiento que no tienen los que no han pasado de los cuarenta años.

En demasiadas ocasiones, creo, nos relacionamos con los viejos como si estorbaran, como si siempre hubieran sido viejos (como si nosotros no lo fuéramos a ser), como si no tuviesen una experiencia vital valiosa que compartir, historias que narrar, como si su visión de las cosas fuese caduca, antigua, inútil, aburrida, como si no supieran nada y pasando por alto que quizá, aunque sólo sea por acumulación de días vividos, sepan más de lo que sabemos nosotros. Porque, para empezar, ya saben lo que es despedirse de la juventud, dejar atrás la madurez, tomar distancia con respecto a las grandes tragedias de la vida, alejarse de las ambiciones, saben lo que es ver al propio cuerpo encogerse y arrugarse como un fruto caído hace ya demasiado tiempo.

Escuchar a los viejos, a poco que uno tenga curiosidad y preste atención, puede ser algo fascinante. En una ocasión mantuve una conversación con una mujer de 90 años. Comenzamos a hablar del amor y de la juventud y ella me confesó que cuando tenía 18 años tuvo dos novios a la vez: uno en la ciudad y otro en el campo. Nunca se lo había contado a nadie. El del campo le gustaba más pero es que el de la ciudad trabajaba en una farmacia y la vida era más prometedora a su lado. Se quedó con el de la ciudad, se casó, formó una familia y etc. Tras contarme todo eso la mujer, tan arrugada que me costaba imaginar tras ese rostro la piel tersa de una adolescente, me dijo mirándome a la cara como si me fuera a revelar un gran secreto: “Todavía pienso que a lo mejor me equivoqué”.

Los viejos, con su experiencia acumulada, encierran la sabiduría del que erró, del que acertó, del que supo hallar la satisfacción y la alegría, del que ya no tienen nada que demostrar y se entrega relajado a la vida. Cerca de mi casa vive un viejo que se llama Che y que va camino de los 90 años. Me lo suelo encontrar cuando paseo con el perro. Él cuida su huerta, siega con el dalle como si fuera un barbero exquisito recortando los cabellos de la tierra, cepilla a su perro o contempla el paisaje. Siempre está alegre. Me ofrece tomates, cebollas, calabacines, naranjas y limones. Así que salgo a pasear y vuelvo con la compra hecha, como si hubiese ido al mercado. Un día Che, señalándome las fresas, me comentó que un pájaro las picoteaba justo cuando él estaba a punto de recogerlas. Le pregunté si podía hacer algo para evitarlo y él me respondió que podría poner unos cepos o un espantapájaros. Después, tras quedarse pensativo unos segundos (qué lujo poder quedarse pensativo unos segundos como si el tiempo no importara), me dijo: “¿Sabes por qué no lo hago? Porque me pone alegre escuchar a ese pájaro cantar cada vez que me despierto por la mañana”.

A los viejos se les tiende a llamar ancianos. En la palabra anciano a veces veo un respeto, una venerabilidad. Pero en otras ocasiones intuyo cierta condescendencia, como cuando se llama invidente a un ciego, que parece que te da como cosa decir ciego y por eso dices invidente, casi como pidiendo perdón. A mí a los viejos me gusta llamarlos viejos. Querría llegar a viejo y que me llamaran así. Me gusta hablar con los viejos porque su ritmo (tan alejado de la vida trepidante de los jóvenes) creo que tiene más que ver con la experiencia que con el cansancio. Un viejo ha vivido (cada uno a su manera) y tiene mucha más información para poder determinar de qué va esto de vivir, como el buscador de pepitas de oro que lleva más tiempo que nadie dándole a la batea. Habrá viejos estúpidos y viejos inteligentes, está claro. Y está claro también que las cosas que son esenciales a los treinta no son las mismas que a los ochenta. Pero a los viejos que han pasado por los treinta y ya están en los ochenta hay que presuponerles un conocimiento que no tienen los que no han pasado de los cuarenta años.

En demasiadas ocasiones, creo, nos relacionamos con los viejos como si estorbaran, como si siempre hubieran sido viejos (como si nosotros no lo fuéramos a ser), como si no tuviesen una experiencia vital valiosa que compartir, historias que narrar, como si su visión de las cosas fuese caduca, antigua, inútil, aburrida, como si no supieran nada y pasando por alto que quizá, aunque sólo sea por acumulación de días vividos, sepan más de lo que sabemos nosotros. Porque, para empezar, ya saben lo que es despedirse de la juventud, dejar atrás la madurez, tomar distancia con respecto a las grandes tragedias de la vida, alejarse de las ambiciones, saben lo que es ver al propio cuerpo encogerse y arrugarse como un fruto caído hace ya demasiado tiempo.