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El agricultor 'cautivo' de los tomates: “Desde los años 60, la industria ha dicho: 'dejad la naturaleza que aquí estoy yo'”

Guy Ferrier posa en el invernadero de la asociación Simientes Infinitas.

Diego Cobo

Torrelavega —

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En su enésima vida, Guy Lucien Ferrier quiso comprender a las plantas y eligió ser una de ellas, aunque primero tuvieron que pasar más de 50 años para que pudiera mudar su mente, sus planes y su destino. Esa revolución empezó cuando este amable francés instalado en Torrelavega enfermó del corazón y los médicos le prescribieron una paz hogareña que él interpretó como sofá y televisión. Al tercer día, Guy se dijo a sí mismo que prefería morir a marchitarse sentado, así que recuerda muy bien la escena que marcó el nuevo comienzo: su suegro arrancando las hojas de una tomatera. Él, que jamás se había detenido en los pormenores del huerto, sintió la mutilación en su propio cuerpo. Aquel “maltrato” le hizo rabiar tanto que su protesta consistió en cultivar a su manera, plegándose a los ritmos naturales, un colosal desafío para este antiguo industrial. Se puede decir, sin temor a excederse, que es el hombre que más sabe de tomates.

Guy tiene 75 años, mechones blancos, un castellano finísimo rematado por algún taco y la paciencia de quien ama lo que hace. “Si no hay pasión, estás muerto”, dice. La suya, su pasión, pronto le arrojó a los brazos de 13.000 metros cuadrados de unas tierras que alquiló a cambio de una docena de huevos. En esa finca firmada verbalmente con yema “de la que moja el plato” Guy empezó a practicar la agricultura natural: sin venenos, sin podas, sin químicos. Sin miedo. Día a día, a través de una relación casi simbiótica, se fue infiltrando en la tierra hasta convertir la hectárea baldía en un vergel. “Un tornillo o una tuerca tienen su ficha técnica, y yo quise aprender lo mismo con las plantas. Entonces me tuve que transformar en planta para comprender el porqué de las cosas”, explica 18 años después de sembrar su primer tomate. Su pacto con la naturaleza se resume en la docena de huevos que hoy lleva en el coche para entregar, como todos los lunes, al propietario de la finca; también en el invernadero que el Ayuntamiento de Torrelavega ha cedido a Simientes Infinitas, la asociación que vio la luz en 2020. Podría pensarse que una asociación de nombre tan luminoso aglutinará a miles de miembros. Podría pensarse y yo lo pienso. Pero Guy dice que solo son dos personas: “Los otros se han asustado”.

—¿De qué?

—De mi manera de complicarme la vida.

—Pero igual tu nivel de pasión es demasiado elevado— sugiero.

—Es posible… Qué quieres que te diga.

A las 12 o 15 horas que dedica a su particular mundo todos los días apenas las detienen cuatro horas de sueño. Todo lo demás, su vida, es tomate. “Para desayunar, para comer y para cenar”, dirá su esposa horas después en su casa de la localidad de Sierrapando, donde comemos tomate —entre otras cosas— y él recomendará espantar a las moscas plantando albahaca, como hace en los cultivos. Pero de momento estamos en una terraza del Barrio Covadonga y, en una hora de conversación, Guy ha recordado su vida en Marsella, alguna escaramuza juvenil, el Mayo del 68 o su paso por Buenos Aires y Madagascar.

También ha abominado de algunos avances tecnológicos (“está tomando unas dimensiones que no se merece tener: son importantes para favorecer la vida, no para crear una vida diferente a la que tienes”) y destripado alguna aventura muy beatnik, como aquella que le hizo conducir desde Torrelavega a Barcelona, por los caminos de los años setenta, sin dormir. Al llegar por la mañana al trabajo, los jefes le riñeron por su impuntualidad. Guy, rebotado, renunció al empleo, se subió al coche rumbo a Montpellier, donde estaban sus padres, y siguió hacia Marsella para buscar trabajo. Pero en mitad del trayecto vio una empresa, competencia de su vieja compañía, y solicitó un puesto. En ese momento, le hicieron una prueba y le contrataron. Todo eso sin dormir.

El universo del hombre que más sabe de tomates se expande mientras habla, sin prisa, paladeando las historias como se paladea un tomate, aunque antes de cruzar la carretera y el pedregal que nos separa del invernadero, antes de levantarse y pagar la cuenta, apura alguna anécdota más de su inusual biografía. Tanto preámbulo que, en un momento, me mira con su café en las manos y suaviza mi nula impaciencia: “Después ya nos metemos en el tomate”.

Un laboratorio natural

Hay quien colecciona sellos, relojes, monedas, libros antiguos o soldaditos de plomo. El alma de Simientes Infinitas, sin embargo, prefiere rebuscar en libros e historias de todo el mundo para ampliar el archivo genético. Bajo los 900 metros cuadrados de plástico hay 500 variedades de tomateras en cajones, aunque la asociación conserva semillas de otras mil variedades. Cantabria es uno de los peores lugares para cultivar tomate junto a la Bretaña francesa por su exagerada humedad, explica Guy, que destaca las variedades de Vioño, Isla y Mazcuerras entre el largo catálogo de tomates autóctonos. Argos de Guarnizo, Bielva, Hinojedo, Molledo, Negro de Sierrapando, Bielva, Pesués, Sarón, Alto de Cueto, Vioño o Santillana son algunas de ellas.

Todo ese excepcional catálogo, que incluye variedades de Sudáfrica, Estados Unidos, Rusia, Chile, Polonia, México o Japón, además, posee su correspondiente ficha técnica que Guy va elaborando a pequeños sorbos. Son papelitos rigurosamente ordenados que detallan las propiedades de la especie y cuyas bondades Guy pregona en el Festival del Tomate de Torrelavega. Su participación en la feria es una de las condiciones del acuerdo firmado con el Ayuntamiento, además de la distribución de 15.000 plantas en primavera. Pero los consejos, los secretos, el sabor de estos tomates que crecen enmarañados y el entusiasmo de Guy exceden cualquier compromiso formal. Ésta, en definitiva, es su vida.

Y su condena. “Me he metido en un pozo que desconocía completamente”, asegura quien ya no se ve capaz de salir: “Ya estoy dentro, estoy volcado en ello. Me doy cuenta de esas injusticias que estás viendo. El ser humano siempre ha ido para adelante matando, nunca ha respetado nada”. Después de sus experimentos en Sierrapando y el paso por las naves de La Lechera, de donde fueron expulsados para su rehabilitación —Guy dice que el Gobierno de Cantabria podría haber esperado a la feria—, la nueva huerta del centro de la ciudad es ahora el laboratorio en el que Guy inventará, con métodos rudimentarios, nuevas variedades.

Crear una nueva clase de tomate le lleva nueve años en los que va cercando las propiedades genéticas hasta completar la nueva raza. Dice que no es difícil hacerlo: en sus intervenciones, poliniza las flores con bastoncillos o cubre a la flor femenina con una tela de organza, que deja pasar la luz pero no el polen. “Soy la abeja”, bromea, “¡soy Dios”! Así cruza variedades que engendran “hijos bastardos”, como llama a la primera descendencia (los híbridos o F1), es decir, el producto del primer peldaño de la nueva variedad. Esos hijos bastardos, explica, son los que se comercializan, sin que los agricultores puedan rescatar las semillas de la cosecha, obligándoles a comprar de nuevo semillas y plántulas. A depender. “Hay que ir a comprar semillas a un sitio donde vendan variedades reales”, detalla, “pero hoy día en España casi no hay”. En estos momentos, él está creando el Verdirrojo de Sierrapando como homenaje a los colores de la bandera de Torrelavega: verde por fuera y rojo por dentro. La nueva variedad se encuentra en su quinto año de gestación.

Cambiar destinos naturales de frutos cuya evolución se arrastraría en el tiempo y el azar tampoco le supone un conflicto. Dice que lo hace de modo natural, cuando se aburre, cuando pretende fusionar dos sabores, cuando su preñada imaginación empieza a revolverse. Este proceso no es la modificación genética, una práctica que rechaza de manera aplastante. “Opino lo peor sobre ella”, asegura, “pero lo hacen porque el tomate se compra a la vista: tú lo ves y lo compras. No saben, pero no lo comes cuando lo ves”.

—Lo compras, no sabe a nada y…

—Y vuelves a pecar porque no encuentras tomates que sepan.

Guy atribuye esa ausencia de sabor al empeño de la industria en hacer tomates lustrosos, con pieles tersas para soportar el transporte a Europa durante miles de kilómetros, y al rendimiento de los agricultores comerciales. Sus plantas, por ejemplo, no le obsequian con más de cinco o seis kilos: “Pero si uno quiere vivir de eso prefiere plantas que den 18 kilos”. A pesar de que sus 250 cajones de cultivos produzcan más de cinco toneladas al año, el propósito de la asociación es la conservación de semillas. Su obsesión es encontrar los mejores sabores, y por eso ahora posa sus ojos en Oriente, donde está encontrando los mayores descubrimientos.

A veces le llegan semillas de españoles o franceses que viven en algún confín de la Tierra y otras veces, extrañas clases le llevan a remover los cielos para hacerse con sus semillas. Conseguir las simientes de la variedad rusa Tsar’s Royal Gift le ha llevado 15 años, aunque su sabor le ha defraudado, pues le otorga una puntuación de 8,5 a unos tomates que consumía el zar. “Porque un zar”, dice en voz alta, “tendrá que comer un 10, ¿no?, como la familia real inglesa”. De esta última tardó mucho tiempo en identificar el nombre del English rose, al que comenzó llamando Lady Diana. El gusto de los tomates de las Islas Galápagos, que tantos quebraderos de cabeza le ha dado, es delicioso. Es un pequeño tomate silvestre que llegó a Europa hace cuatro siglos. Su aspecto amarillo le valió el nombre de “manzana de oro”, además de alguna leyenda negra en la que Guy se recrea. Los nobles europeos, explica, morían al consumirlo. Más tarde se supo que los frutos no eran venenosos, sino que el ácido del tomate liberaba el plomo de sus selectas vajillas de peltre. Tuvieron que pasar décadas, maldiciones y hasta la Revolución Francesa para que el consumo del tomate se popularizara.

En mitad de este torbellino de matas y pasiones que lo han sepultado bajo unas circunstancias de las que ya no sabe desprenderse, Guy cuenta que nunca ha tenido problemas con el sistema, tan lleno de patentes, monopolios y luchas campesinas. Al fin y al cabo, admite, nadie da importancia a las simientes. “Si yo también he pensado en otra cosa muchos años”, confiesa Guy entre aullidos contra la industria agrícola. Solo hace falta caminar entre los pasillos del invernadero y probar alguna de las variedades para comprender que este oasis genético, la caja de resonancia de una pureza en declive, guarda la riqueza de la perfecta creación.

Una rebeldía consciente

La palabra “ecológico” le eriza los ánimos a Guy, y eso que los productos químicos no rozan sus cultivos. Su método es natural, proclama como bandera. Lo ecológico, dice, ha sido banalizado y secuestrado por la industria, que ha aceptado “verdaderos venenos”. “¡Es solo un certificado!”, protesta un hombre que sospecha de ciertos fertilizantes admitidos de modo arbitrario. “Si cultivas, no es para matar”, dice. Durante el proceso de experimentación y aprendizaje, sus prácticas le hicieron caer en las fauces de la ingenuidad. Su primer año de cosecha, cuando se negó a arrancar las ramas (los chupones) de las tomateras y sulfatar sus hojas, murieron todas las plantas. Pero en lugar de desinflarle las ganas, ese descalabro siguió aumentando su determinación. “Yo soportaba la naturaleza”, recuerda Guy, “pero ahora empiezo a comprenderla”.

Él define ese fogonazo surgido al renunciar al cultivo convencional con una sentencia —“lo rompo todo, lo arranco todo, lo mato todo y cultivo”— a la que rápidamente hace alegaciones: “No, señor, tú lo que has hecho es destrozar la tierra y después tienes que ayudarte de químico para reemplazar lo que naturalmente está en ella”. Su camino de desconexión, sin embargo, también le ha tenido ocupado en remover las supuestas certezas que también desechó, por ejemplo, el viejo Masanobu Fukuoka con su método del no hacer. “En el simple hecho de abrir la tierra para plantar”, dice Guy, “ya estás matando millones de microorganismos”.

Pasa el tiempo, manosea fichas, probamos tomates, desprende conocimientos y este entusiasta horticultor que apuesta por los métodos más básicos asegura que la agricultura comercial ha influido en los aficionados, haciendo suyos el credo de los fertilizantes. Y aunque también baja del cielo todas las maldiciones contra los químicos, no se considera un fanático: si alguien tiene una infección, justifica, se le puede dar un antibiótico de manera puntual. Con las plantas sucede lo mismo. “Pero desde los años setenta, la industria ha dicho: ‘dejad la naturaleza que aquí estoy yo’. En dos generaciones se han cargado 10.000 años”, repite una y otra vez, como si sus soluciones naturales no encontraran oídos adecuados.

Los resultados son evidentes, le digo, así que algún escozor provocará entre verdades aceptadas, pero él afirma que los científicos saben “perfectamente” lo que él va pregonando por media España: “Pero no les interesa. Lo que es interesante es fabricar químicamente los abonos”. Guy ha ido buscando productos alternativos para curar heridas y enfermedades, como el agua oxigenada, y abonos naturales, desde el agua de mar a las infusiones de consuelda. Todos sus remedios los ha ido aprendiendo mientras observaba, experimentaba, fallaba, llamaba por teléfono a unos y otros o inventaba fórmulas jamás empleadas, entrando a ese agujero negro del conocimiento que le ha succionado. Hay recetas que pueden descifrarse en voz alta y otras que mantienen el enigma de su concepción, y por haber conseguido esa sencillez, Guy no deja de alertar –en la terraza, en el invernadero, en su casa– de un sistema industrial que crea tomates para satisfacer la vista y no el paladar.

A veces le invitan a impartir charlas en la escuela de agricultura de Heras y él, que aún no se considera un loco, pero sí “molesto”, dice que los profesores le escuchan con interés. Los ingenieros agrícolas, insiste, han sido formados para reemplazar a la naturaleza y, sin embargo, escuchan con atención sus deducciones: es un buen comienzo. Sorprende que alguien que desafía convenciones imparta clases en una escuela oficial, pero él acude encantado cuando le llaman. “Y cuando no me paso”, matiza. Simientes Infinitas, de hecho, ha firmado un convenio para que los alumnos de La Granja de Heras aprendan en sus instalaciones. Guy quiere ampliarles el horizonte, decirles que se puede regresar al comercio de kilómetro cero y la venta en mercadillos para borrar a los intermediarios del mapa, volver al lento estudio de los procesos naturales y al amor que a él le mantiene preguntándose cómo se comunican las plantas. Cree que lo hacen a través de microondas.

La ingente maraña de conocimiento que clasifica en fichas técnicas también la ha ido volcando en documentos que reparte como obleas. Las hojas hablan de las bondades del agua del mar para los cultivos y los procesos de ósmosis, de los nutrientes según la acidez del suelo, acerca de la historia y las curiosidades del tomate, ahondan en la complementariedad o rechazo entre las diferentes plantas o explican las especies que combaten las plagas. “¿Cómo te cuido, eh?”, me dice después de entregarme la montaña de páginas labradas a través de la curiosidad, su verdadero patrimonio. En casi dos décadas.

Es mitad de otoño y los tomates pintan las plantas de tonos cálidos. Por ser los últimos frutos, además, las semillas acumularán más información y fuerza. Guy las extraerá, las desinfectará y las guardará hasta que el sol vuelva a templar la tierra. Él las sembrará, y germinarán, y su evolución lo volverá a cautivar, y las plantas le marcarán el rumbo como lo hacen las migas de pan en el camino de regreso. “Yo alucino con las plantas, que transmiten toda su vivencia a las semillas”, dice con el entusiasmo fluyendo en él, aunque las alabanzas al mundo vegetal pronto dan paso a una pulla contra su propia especie: “Nosotros ya no somos nadie, tenemos que reaprender de la ‘a’ a la ‘z’. Como seres humanos hemos perdido todo”.

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