En la mañana del 3 de noviembre de 1893 dos hombres estuvieron cerca de llegar a las manos en el muelle de Maliaño a cuenta de la carga de un vapor que venía de pasar la cuarentena del cólera en el lazareto de la isla de Pedrosa.
Los dos hombres se encontraban en la pequeña oficina de la autoridad portuaria. El que ejercía de anfitrión era un joven de 22 años, químico de profesión, que lo desconocía casi todo de los barcos pero se aplicaba en sus tareas con tanto celo que terminaba irremediablemente por enervar a los marinos a quienes, como es sabido, les sube la fiebre en la proximidad de la tierra firme. Su visitante le doblaba cuanto menos la edad. Era un hombre grande, de rostro de color ceniza, ojos oscuros y un poco juntos, manos ágiles en el soborno y la letra pequeña y unos modales suaves que le abandonaban por momentos. En su calidad de representante del buque debía convencer a su interlocutor, es decir, a la administración, de que todo estaba en regla.
- Explíqueme otra vez cuál es el problema. Y por el amor de Dios, cierre usted la ventana.
- Ya le he dicho que está rota. No hay caso.
El hombre de la autoridad portuaria se llamaba Nicolás Benítez. Tenía voz de asmático y un hermano en Cuba que había hecho un capital comerciando en caña de azúcar. Todos los meses sin falta Nicolás Benítez recibía una carta de su hermano en la que se le recriminaba su incomprensible actitud: embárcate en el primer buque con rumbo a La Habana, no seas cretino, etcétera. Nicolás Benítez leía la carta con interés y después la doblaba con cuidado, siguiendo las marcas ya hechas en el papel, y la introducía de nuevo en el sobre, repitiendo la operación de su hermano al otro lado del océano, pero en vez de aventarla al correo la guardaba en un cajón mientras se le llenaba la cabeza de preguntas y las dudas le sobrevolaban como los sombreros de los transeúntes en las tardes de viento sur.
Como Nicolás Benítez sabía hacer su trabajo estaba al tanto de que las autoridades portuarias esperaban por aquellos días un cargamento de dinamita cuyos usos no habían trascendido a través de los cauces habituales de información.
Por enésima vez repitió que los buques con mercancías peligrosas a bordo no podían acceder al puerto de Santander y exigió examinar la bodega del barco. Había que aclarar también el asunto de la cuarentena. ¿Por qué no habían permanecido en el lazareto el tiempo que establecen las normativas?
El consignatario del buque levantó una ceja. Midió durante un silencio incómodo al burócrata que tenía enfrente, decidió que no podía estar al tanto del asunto y sin pedir permiso se acercó a la ventana para intentar encajarla en el marco comido de salitre. No lo consiguió y se entretuvo mirando durante unos instantes la ciudad en la que él y el resto de la tripulación del buque pretendían atracar para despiojarse de los días de hastío y cuarentena.
- Por última vez, salimos de Bilbao cuando todavía hacía buen tiempo, rumbo a Sevilla, y al poco se nos puso amarillo un compañero y nos han tenido dos semanas en ese islote de allí -señaló en la dirección del sol- dejados de la mano de Dios y aquí estamos, tantos días después, cansados, muy cansados, perdiendo el tiempo en trámites burocráticos. Ya deberíamos haber dejado atrás Lisboa, el frío y los temporales. Le repito por última vez que este buque transporta harina, manufacturas de los altos hornos, papel, madera y unas garrafas que contienen ácido sulfúrico y que puede usted ver allí, en la cubierta. Yo no sé quién ha sido el cornudo que le ha hecho creer que cargamos dinamita, pero hágame caso cuando le digo que en este barco lo único susceptible de reventar son sus narices de usted si sigue poniéndote puntilloso.
- En ese caso, déjeme examinar la bodega.
- Dígame una cosa: ¿Alguna vez le han roto un hueso?
De esta manera lo que debía de ser un mera formalidad administrativa se enquistó primero en discusión y más tarde en trifulca.
Y tal vez los dos hombres hubieran llegado a las manos de no haber sido por la afortunada aparición de Rafael Antúnez, tercer vértice del diminuto drama que se desarrollaba en la escasa oficina en la que Benítez acababa de perder el mando de los acontecimientos.
- Gracias a Dios, señor Antúnez. Estaba a punto de descascarillar a este mostrenco que han puesto ustedes aquí de guardia.
Antúnez miró a su subordinado con condescendencia y estrechó la mano del consignatario, viejo conocido suyo.
- La palabra del señor Begíjar no se pone en cuestión en estos muelles. Entienda usted, Benítez, que este noble amigo mío lleva dos semanas varado en Pedrosa y que él y el resto de marineros están deseando tomarse unos blancos en la taberna. Firme los papeles.
Después, dirigiéndose al consignatario Begíjar, preguntó.
- ¿Lo de siempre?
- Lo de siempre, señor Antúnez. Harina, ferralla. Pierda cuidado.
- ¿Y de lo otro?
- Veinticinco cajas. Todo el mundo está al tanto.
Antúnez no pudo evitar que le subiera al rostro una sonrisa pícara.
- La última vez también fueron veinticinco cajas y la dinamita salía por las junturas del casco.
El señor Begíjar se encogió de hombros, haciendo ver que él no era responsable de semejante tropelía.
- Ya sabe usted que los Ybarra no perdonan un real. Y mi capitán de bueno es tonto.
Cuando el trámite quedó cumplimentado y el consignatario del buque abandonó la oficina, Benítez, con el rubor subido a pesar del frío, anunció con su vocecilla de tísico que elevaría una queja por los cauces oficiales.
- No es asunto suyo. Déjelo estar- respondió secamente Antúnez.
- No puede fondear en la bahía. Es un riesgo innecesario. Si me hubiera dejado al menos inspeccionar la bodega…
- Si yo le hubiera dejado subir a ese barco usted no habría sido capaz de diferenciar la bodega del cuarto de las escobas. Déjelo estar. Está usted aquí por exigencia de quién todos sabemos y bien sabe el cielo que alguien en su situación no está para ir cacareando reclamaciones por los cauces oficiales.
En el silencio que siguió Antúnez se acercó a la ventana abierta. La examinó con atención, como un cirujano, la alzó ligeramente y, con una fuerza que nadie hubiera imaginado en un hombre de su edad y complexión, la desencajó por completo de los goznes. La manipuló con destreza y se ayudó de un cortaplumas para volver a colocarla.
A salvo por fin de las corrientes de aire los dos hombres de la autoridad portuaria vieron como el vapor Cabo Machichaco, construido en los astilleros de Newcastle en 1882 y adquirido en 1885 por la compañía Ybarra, ponía proa hacia el puerto de Santander.
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[La cronología de los acontecimientos, los nombres de los personajes y los hechos narrados en esta historia novelada son reales y el autor recrea las conversaciones y los detalles en este reportaje especial por el 130 aniversario de la explosión del vapor 'Cabo Machichaco' en Santander]