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Elogio de la lentitud

En sus últimos años, Chavela Vargas hablaba despacio, muy despacio, y hacía largas pausas entre frases, silencios en los que cabía uno entero. Toda la prisa con la que había vivido y se había bebido la vida, esa urgencia voraz con la que devoraba la noche como si no fuera a vivir otra, se convirtió en lentitud en su vejez. A sus 93 años, sus palabras parecían venir de muy dentro, de muy lejos, del principio de su vida, de todas las vidas, quizá de otro mundo, de cuando el mundo amanecía, de allá cuando las palabras empezaron a inventarse, de una oscuridad infinita que esas palabras recorrían arrastrándose hasta llegar a su boca, de la que brotaban como salmos misteriosos pero iluminadores.

Hablaba Chavela como un oráculo, mezclando versos y frases ambiguas, paradójicas, poéticas, lunáticas, extrañísimas. A simple vista podía parecer que deliraba o desbarraba pero era coherente de una manera inexplicable, inefable. Hablaba como una chamana (es lo que era) que no te dice lo que quieres escuchar sino que habla para que te escuches. No te daba respuestas sino preguntas para que buscases cómo responderlas. ¿Qué es la muerte para usted? Le pregunté en la entrevista que le hicimos en este programa, la última que dio en vida, por cierto. ¿Qué es la muerte para mí? La vida, contestó. ¿Y qué es la vida? La muerte, dijo. Y entre frase y frase, esos silencios en los que te parecía oír tu propia mente. Paraba el tiempo Chavela que hablaba a tragos como si bebiese tequila entre verso y verso.

He recordado esto viendo el documental sobre sus últimos años, El ruiseñor y la noche, del mexicano Rubén Rojo, que se ha estrenado ahora en festivales, y recordábamos juntos esa manera suya de hipnotizar las horas con su voz y adormecer las agujas que conseguía sacarte de la tiranía de los relojes. Era tan denso y tan lento lo que decía que, cuando hablabas con ella y cuando las escuchabas hablar, era como si la vida te diera un respiro para enseñarte todo lo que el vértigo de los días no te deja ver. Te daba tiempo. Tiempo para callarte y pensar. Para escucharte al escucharla. Te hacía sentir la duración. Casi te parecía oír cómo el mundo envejecía a cámara lenta en tu oído. En una sociedad como la nuestra, en la que todo va tan deprisa que a veces no puedes ni seguirlo, en la que nada dura más de un segundo, lo que dura un tuit, un titular o un plano en un videoclip, escuchar a Chavela hablar o cantar te devolvía el tiempo perdido.

Con ella volvías a aprender el valor de la lentitud y el silencio, para sentir la vida, para atrapar tus pensamientos. Hablamos y hablamos sin decir casi nada y ella hablaba apenas para decirlo casi todo. En aquellas pausas como abismos que abría entre frases, te estaba invitando a entrar para pararte, pensar, sentir, escucharte. Todo esto me recuerda a otro músico, Javier Corcobado, que está terminando un proyecto colectivo, con la colaboración de cientos de músicos, que dura 24 horas, un día entero de música. Canción de amor de un día, se llama, y es un desafío al oyente: en tiempos en los que no somos capaces de atender a un tema de más de tres minutos, ni mucho menos a un disco entero, que nos cuesta leer un libro largo o atender a una conversación sin interrupciones para mirar el móvil, Chavela y Corcobado nos están invitando a pararnos y recuperar el valor de la escucha, sin prisas, sin distracciones, de continuo. Solo tú con el sonido, el silencio y tú mismo, como cuando te encierras en una sala de cine.

Necesitamos darnos una canción de amor de un día, alguna vez, tomarnos de cuando en cuando un trago larguísimo como los que bebía Chavela, callar para escucharnos y sentirnos, para recuperar el tiempo que se nos escapa, para reencontrarnos…

Hoy a las 12h tenemos en la Carnicería a VETUSTA MORLA en un concierto acústico y entrevista. En directo en http://carnecruda.es

Recuerda que este programa es solo posible gracias a ti. Difúndelo y, si puedes, hazte Productor o Productora de #CarneCruda.

En sus últimos años, Chavela Vargas hablaba despacio, muy despacio, y hacía largas pausas entre frases, silencios en los que cabía uno entero. Toda la prisa con la que había vivido y se había bebido la vida, esa urgencia voraz con la que devoraba la noche como si no fuera a vivir otra, se convirtió en lentitud en su vejez. A sus 93 años, sus palabras parecían venir de muy dentro, de muy lejos, del principio de su vida, de todas las vidas, quizá de otro mundo, de cuando el mundo amanecía, de allá cuando las palabras empezaron a inventarse, de una oscuridad infinita que esas palabras recorrían arrastrándose hasta llegar a su boca, de la que brotaban como salmos misteriosos pero iluminadores.

Hablaba Chavela como un oráculo, mezclando versos y frases ambiguas, paradójicas, poéticas, lunáticas, extrañísimas. A simple vista podía parecer que deliraba o desbarraba pero era coherente de una manera inexplicable, inefable. Hablaba como una chamana (es lo que era) que no te dice lo que quieres escuchar sino que habla para que te escuches. No te daba respuestas sino preguntas para que buscases cómo responderlas. ¿Qué es la muerte para usted? Le pregunté en la entrevista que le hicimos en este programa, la última que dio en vida, por cierto. ¿Qué es la muerte para mí? La vida, contestó. ¿Y qué es la vida? La muerte, dijo. Y entre frase y frase, esos silencios en los que te parecía oír tu propia mente. Paraba el tiempo Chavela que hablaba a tragos como si bebiese tequila entre verso y verso.