Artículos de opinión de Javier Gallego, director del programa de radio Carne Cruda.
Accede aquí a nuestra portada.
Artículos de opinión de Javier Gallego, director del programa de radio Carne Cruda.
Accede aquí a nuestra portada.
Hay una guerra informativa que se libra cómodamente en las pantallas y se sufre inhumanamente en la guerra real de los campos de batalla. La intoxicación cuesta vidas. Los bulos pueden provocar genocidios, como vimos con los rohingyas en Myanmar. La propaganda rompe países, destruye familias, construye odios, levanta muros: mata. En todos los sentidos de la palabra, mata cuerpos, pero también almas, mata la humanidad que nos queda. Lo vemos en todas las guerras, Ucrania es una de sus más sangrantes evidencias. Desde el levantamiento del Maidán al del Donbás, orígenes más cercanos de este conflicto, la manipulación ha alentado la guerra interna y la invasión externa. La propaganda es el dedo que aprieta el botón o el gatillo.
En la llamada pomposamente “era de la información”, que es más bien “era de la sobreinformación”, informarse resulta paradójicamente un reto, arriesgado además. Las máquinas de propaganda, formadas por medios, acólitos y fanáticos, por bots reales y virtuales, siembran de minas el corredor informativo. Vivimos el espejismo de la transparencia, la falsa sensación de verlo todo, todo el tiempo, en tiempo real, la muerte en directo, como la película de Tavernier, lo que nos hace a la vez crédulos e incrédulos: desconfiamos de todo menos de lo que creemos de antemano. Somos pasto de la soberbia y el prejuicio. Nos ciega nuestra propia fe (o ideología) y encontramos pruebas por todos lados de lo que pensamos. De ahí la polarización y la intransigencia. De ahí el odio.
El paroxismo de esta fe ideológica son esos soldados de la propaganda, pagados o voluntarios, que le explican la guerra desde sus móviles a los corresponsales que están en el terreno. Para un periodista es muchas veces difícil confirmar de dónde vienen los tiros, en ocasiones requiere largas investigaciones de organismos independientes y especializados, pero a un tuitero le lleva un rato demostrarte que las balas que matan civiles no son de los suyos, y al creyente y al incauto, les lleva un segundo darle a un retuit para quedarse a gusto. Ya hemos dicho que, después de los civiles, la segunda víctima de las guerras es la verdad, o como ha señalado Santiago Alba, “es la democracia, de la que la verdad es el vástago primogénito”.
A nadie escapa que Putin, como buen ex agente soviético, tiene una obsesión con la propaganda. Invierte millones en fabricar relatos a su favor en todo el mundo y persigue a quienes los desmienten haciendo periodismo. Para justificar su injustificable agresión ha decretado penas de hasta 15 años de cárcel por difundir “información falsa”. Llamar “invasión” o “guerra” a esta invasión y guerra es falsedad, según su nazificante visión, y por eso muchos periodistas han abandonado el país y Rain TV, medio independiente y disidente ruso ha tenido que cerrar su canal y se ha despedido diciendo “No a la guerra” y “No pasarán”. No han faltado los cínicos que han hecho escarnio, burla o demagogia con los periodistas perseguidos y callan con la detención de manifestantes. También en esa izquierda que se abraza a la ultraderecha de Putin porque los enemigos de mis enemigos son mis amigos, porque la URSS que hermosa eras y porque no hay ideología, por extraña que sea, que no te proteja de tu propia conciencia.
Precisamente porque Europa dice ser lo contrario, la censura de la Unión Europea a los medios estatales rusos, RT y Sputnik, impidiendo el acceso a todo su contenido, es un error intolerable. Porque imita lo que combate. Porque nos adiestra y menosprecia. Porque la respuesta a quien censura no es más censura, es más periodismo y democracia. En esos medios también hay puntos de vista interesantes y noticias veraces que aquí no vemos. Tenemos derecho a conocer todos los ángulos para entender por qué estamos donde estamos. La propaganda occidental quiere imponer el relato único del belicismo pro OTAN en el que sólo hay un malo malísimo y no existen otras causas que expliquen el conflicto. Aquí todavía no vas a la cárcel por llamar guerra a la guerra, pero sí por llamar “ladrón” al Borbón o por hacer periodismo, como le ha pasado en Polonia, al periodista español, Pablo González. No estamos libres de cinismo en Occidente.
Llamamos “sátrapa” a Putin (que lo es) pero no a EE.UU (que también) cuando invade países. Llamamos “invasión” a lo de Ucrania (que lo es) pero no tanto a Irak (que lo fue). Llamamos “oligarcas corruptos” a las fortunas rusas pero “empresarios” a los nuestros que explotan países, financian guerras y venden armas. Llamamos “dictadura” a Venezuela hasta que necesitamos su crudo porque hemos vetado el ruso. Llamamos a los ucranianos a resistir con las armas que les enviamos mientras financiamos la guerra contra ellos comprándole el gas a Rusia. Llamamos “guerra por la paz y la democracia” a Ucrania pero no la aplicamos en Siria, Palestina, Yemen, Sáhara, República Centroafricana, Sudán, Congo… Llamamos “refugiados” a los europeos, “invasores” al resto. Llamamos “realidad” en el telediario a las imágenes de guerra de un vídeojuego.
Cuando las bombas caen y destruyen, cuando el terror y la muerte se imponen, cuando la guerra asola y un país invade a otro con toda su furia y dos millones de personas huyen despavoridas de sus casas y hay niños que recorren solos cientos de kilómetros, escapando de la violencia de los mayores, las palabras parecen impotentes, inútiles, banales, y al mismo tiempo, las palabras falsas, la mentira, la impostura, el cinismo y la hipocresía se vuelven insoportables, patéticos, ridículos. Y por eso, precisamente, la palabra honesta y decente es más necesaria que nunca. Cuando estalla el horror, deberíamos acallar a los cínicos, escuchar a los sabios, consolar a las víctimas, defender la democracia, buscar la verdad, practicar el humanismo.
Hay una guerra informativa que se libra cómodamente en las pantallas y se sufre inhumanamente en la guerra real de los campos de batalla. La intoxicación cuesta vidas. Los bulos pueden provocar genocidios, como vimos con los rohingyas en Myanmar. La propaganda rompe países, destruye familias, construye odios, levanta muros: mata. En todos los sentidos de la palabra, mata cuerpos, pero también almas, mata la humanidad que nos queda. Lo vemos en todas las guerras, Ucrania es una de sus más sangrantes evidencias. Desde el levantamiento del Maidán al del Donbás, orígenes más cercanos de este conflicto, la manipulación ha alentado la guerra interna y la invasión externa. La propaganda es el dedo que aprieta el botón o el gatillo.