Artículos de opinión de Javier Gallego, director del programa de radio Carne Cruda.
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El plan de Trump está claro. Se proclama vencedor sin serlo y denuncia fraude electoral por si el voto por correo le da la victoria a Biden, impugna las elecciones en los estados donde pierde y si los tribunales estatales aceptan, apela al Supremo, donde acaba de asegurarse amplia mayoría y completa su golpe mientras envía a su masa a intimidar a quienes protesten. Su gabinete ha difundido estas semanas el bulo de que la izquierda quiere derrocarle con un golpe de Estado en las calles. Está construyendo el relato para justificar su maniobra. Veremos si la que presume de ser la primera democracia del mundo es capaz de evitarlo o se produce un nuevo pucherazo como el de Bush a Gore. La opción del golpe no es descartable en un presidente que requirió la ayuda de Rusia para ganar las anteriores elecciones.
En cualquier caso, Trump ha vuelto a demostrar que conecta con las clases populares más que los expertos, las encuestas y los liberales. El progresismo cosmopolita y multicultural llega menos que la extrema derecha a ciertas capas de trabajadores. Por eso Trump tiene mejores resultados que los esperados, a pesar de ser el presidente más antidemocrático de la historia de Estados Unidos. O precisamente por eso. El fascismo vuelve a ser la respuesta a la incertidumbre de mucha gente como ocurrió en los años 30 del siglo XX. Te vendo miedo al otro para que compres mi seguridad. Por eso aunque pierda, el trumpismo seguirá, porque él es el síntoma, la enfermedad es el neoliberalismo que provoca las desigualdades.
Y aunque caiga, sus cuatro años han dejado cuatro secuelas para rato en todo el mundo, porque Trump es un terremoto con réplicas globales. En primer lugar, la legitimación del odio. La extrema derecha blanca ha normalizado el machismo, la homofobia, la xenofobia, el racismo y el clasismo. Esto último es lo más sangrante porque las clases populares también reproducen una ideología clasista que les desprecia. Es una guerra contra el progreso y la igualdad en la que la clase dominante lanza a la clase trabajadora contra sí misma para mantener el orden vigente. Tu enemigo es el pobre, el inmigrante, el mena, el okupa, las feministas, los maricones, no el empresario que te explota y explota el planeta.
En segundo lugar, la cultura del matonismo. Trump es el niño bien que se convierte en abusón del colegio, el matón que desalojaba a los pobres de los pisos de su padre, el histrión mussoliniano que triunfa en la tele. Ha recuperado el matonismo fascista en el discurso político y ha dado carta blanca a los violentos del mundo para intimidar al diferente y al oponente. Lanza a las masas contra la prensa, contra las mujeres, contra los rojos, contra los negros, contra los progres. Incendia las calles para expulsar al disidente, limitar las libertades, imponerse. Lo mismo que hacen, por ejemplo aquí, sus imitadores.
En tercer lugar, la banalidad del mal. Como decía Hannah Arendt, el mal no es siempre monstruoso, más a menudo es cotidiano, intrascendente. Trump frivoliza el odio, se divierte insultando, hace que la intolerancia parezca un chiste. En España hemos visto programas de entretenimiento familiar haciendo chascarrillos con el líder de un partido intolerante. La ultraderecha es una risa hasta que un día nos despertemos y se nos congele la sonrisa y la sangre.
Y por último, la hegemonía de la mentira. Es la propaganda fascista multiplicada por medios de comunicación y redes sociales mucho más potentes. Crean hegemonía engañando, enfrentando, polarizando. Son capaces de negar el coronavirus aunque mate a gente. Son capaces de denigrar la ciencia y la verdad. Hablan de verdades alternativas. No importa mentir, importa lo que la mentira les consigue: el poder.
El trumpismo no se acaba con Trump aunque se le descabece. Es importante cortar esa cabeza de la hidra porque es la que más grita, pero lo importante es acabar con el monstruo que produce engendros como él, Bolsonaro, Abascal y compañía. Es inaplazable hacerles retroceder porque el escenario de la crisis del coronavirus es propicio para los populismos ultraconservadores. La única buena noticia de la aparición de Trump es que ha puesto en pie de guerra en todo el mundo a los movimientos sociales por la igualdad. Estamos librando una batalla cultural por el progreso que evite el retroceso al pasado. Es una encrucijada histórica, la democracia está en juego. O ponemos freno a este sistema y les derrotamos o nos esperan años siniestros. Espero que no sea demasiado tarde.
El plan de Trump está claro. Se proclama vencedor sin serlo y denuncia fraude electoral por si el voto por correo le da la victoria a Biden, impugna las elecciones en los estados donde pierde y si los tribunales estatales aceptan, apela al Supremo, donde acaba de asegurarse amplia mayoría y completa su golpe mientras envía a su masa a intimidar a quienes protesten. Su gabinete ha difundido estas semanas el bulo de que la izquierda quiere derrocarle con un golpe de Estado en las calles. Está construyendo el relato para justificar su maniobra. Veremos si la que presume de ser la primera democracia del mundo es capaz de evitarlo o se produce un nuevo pucherazo como el de Bush a Gore. La opción del golpe no es descartable en un presidente que requirió la ayuda de Rusia para ganar las anteriores elecciones.
En cualquier caso, Trump ha vuelto a demostrar que conecta con las clases populares más que los expertos, las encuestas y los liberales. El progresismo cosmopolita y multicultural llega menos que la extrema derecha a ciertas capas de trabajadores. Por eso Trump tiene mejores resultados que los esperados, a pesar de ser el presidente más antidemocrático de la historia de Estados Unidos. O precisamente por eso. El fascismo vuelve a ser la respuesta a la incertidumbre de mucha gente como ocurrió en los años 30 del siglo XX. Te vendo miedo al otro para que compres mi seguridad. Por eso aunque pierda, el trumpismo seguirá, porque él es el síntoma, la enfermedad es el neoliberalismo que provoca las desigualdades.