La historia ha dejado para los siglos decenas de pinturas e ilustraciones que ayudan a entender cómo durante los siglos XVI y XVII, con el inicio de la Edad Moderna, hubo una gran parte de la sociedad que arrastraba creencias medievales y que achacó las pestes, las hambrunas, los grandes éxodos y las guerras a la figura del diablo. De ahí que se agudizara la persecución de herejes en base a una generación de teólogos que mostraba su temor a lo venidero por creencias mágicas y supersticiones heredadas del pasado, donde las brujas cumplen un papel fundamental. Eso quedó reflejado en numerosos escritos elaborados por la Inquisición y han sido objeto de estudio por parte de la profesora María Jesús Calvo en un reciente seminario de la Facultad de Humanidades de Toledo.
Esta experta nos explica que, en pleno Siglo de Oro, el mal se percibía en todos los niveles de la vida y que existía la creencia en una “incuestionable existencia del demonio”, lo que a su vez se erige en pieza clave a la hora de interpretar este periodo histórico, junto con las críticas realizadas al cristianismo por parte de Erasmo, las reformas de Lutero y de Calvino, las ideas de Copérnico o la guerra de los Países Bajos contra la monarquía católica española. “Pensadores, escritores y artistas barrocos subrayan la perversidad, la locura y la miseria que se ha apoderado del universo”, afirma.
Este pánico es el que ocasionó un aumento tanto en la redacción, como en la edición y difusión de tratados que versan sobre la magia, la demonología y la brujería. Gracias a ellos, subraya la profesora, hoy podemos comprender mejor las mentalidades que confluyen en los siglos XVI y XVII. Tanto fue así, que “demonólogos e inquisidores se dedicaron a compilar manuales específicos que les servían para dirigir a los jueces en su tarea de condenar las prácticas diabólicas”.
Son los autores, por ejemplo del ‘Malleus maleficarum’, del ‘Directorium inquisitorum’ o de la ‘Daemonomania', manuales que no solo se preocupan de “legitimizar la implacable persecución de las brujas”, al ser consideradas las principales seguidoras de Satanás en la tierra, sino que también “se cuestionan lo que hay de verdadero o de falso en la existencia de la magia blanca y negra”. El tema común de estos manuales es la magia, pero bajo esa denominación se engloba una amplia variedad de fenómenos vinculados con “lo oculto, lo fascinante, lo prohibido”.
Los manuales muestran las características físicas y psicológicas de las personas que asisten a los aquelarres, “el trato que establecen con el macho cabrío, los ungüentos que utilizan en sus desplazamientos aéreos, los distintos niveles jerárquicos dentro de esta secta, y las prácticas de necrofagia o de vampirismo que mantienen”. Y además, aparte esta información, también desvelan la actitud que el inquisidor tome ante la brujería: “cómo deben realizarse los interrogatorios, de qué manera se han de llevar a cabo las torturas, con qué baremo se establecen los castigos o en qué momento y dónde se han de celebrar los autos de fe”.
Aparecen así determinados objetos que inconscientemente se relacionan con las artes adivinatorias, los vuelos nocturnos, los conjuros, los conventículos y los maleficios que son perseguidos por la Inquisición. “Asociamos la escoba, las nubes negras, los ungüentos, los espejos o los venenos con la figura de una mujer añosa, sucia, fea, huraña, entre lo repugnante y lo antiestético, es decir, con la imagen de la bruja heredada de la Antigüedad”. Pero, tras cada uno de estos elementos, afirma la profesora, se esconde un símbolo que, en la mayoría de los casos, “hunde sus raíces en determinados rituales paganos”.
El objeto que casi siempre se vincula con la bruja es la escoba, que juega un papel fundamental en los traslados hacia los aquelarres. Externamente tiene forma de rabo, y en este sentido el horcón “ofrece una cierta semejanza con los cuernos diabólicos y el simple palo muestra una analogía con el miembro viril, significado este que se consolida al recordar que la bruja lo monta generalmente desnuda y por la noche”. “Es curioso constatar que este elemento mágico aparece plasmado en las imágenes que suelen ilustrar algunos de estos tratados; sin embargo, no hemos registrado ninguna palabra en el texto que signifique ‘escoba’”.
Nubes, espejos y calderos
Por su parte, la nube sí que es citada reiteradamente a la hora de describir los desplazamientos aéreos por parte de las brujas. “Esto se puede deber a que se relaciona con la niebla, en el que los contornos se desdibujan entre fenómenos y apariencias”. Por eso la nube siempre se encuentra en continua metamorfosis y, si a ello se añade el color grisáceo y negro relacionado con el mal agüero, “la vinculación con lo mágico, lo brujeril y lo demoníaco es prácticamente obvia”.
Las brujas también se identifican con los espejos. “Es el símbolo por antonomasia de la imaginación, al reproducir los reflejos del mundo visible en su realidad formal. Desde la Antigüedad se ha visto este objeto desde una perspectiva ambivalente”. Unidos a ellos se encuentra una amplia colección de bebedizos “con los que subyugar la voluntad de determinadas personas”. Así, un caldero hirviente rodeado de viejas que preparan pócimas y el gato negro son otros atributos que en casi todo el mundo se identifican tradicionalmente con el universo de la brujería.
Pero, ¿quién fue el precursor de esta simbología? Antes de mediados del siglo XVI ningún artista se hubiera planteado dibujar a una mujer acusada de hechicería “en medio de esa parafernalia”. Son dos grabados salidos de la imaginación de Pieter Bruegel El Viejo hacia 1565 los que provocaron que la iconografía universal caracterice así a las brujas. Dos obras que, junto a otras del pintor holandés y de Durero y de óleos de Frans Francken II, David Teniers o Bruegel el Joven se exhiben en Las brujas de Bruegel, en el Hospital de San Juan, en Brujas (Bélgica), una muestra de casi un centenar de piezas cedidas por varios museos y bibliotecas de Europa.
Así empiezan a aparecer después en códices y manuales eclesiásticos para identificar a las sospechosas de magia negra, libros de conjuros, documentos sobre juicios o condenas y amuletos, como rosarios fabricados con vértebras de animales para combatir los maleficios o retratos de los más temidos inquisidores. Una de las joyas de esta muestra es el ‘Disquisitionum magicarum’, del teólogo de Amberes de origen español Martín del Río (1551-1608), que cumplió varios encargos para Felipe II. Es un tratado de demonología considerado por la Iglesia católica el tutorial más preciso de la época, junto con el más antiguo ‘Malleus maleficarum’, del inquisidor dominico Heinrich Kramer, también presente.
Otras obras de artistas flamencos ilustran ejecuciones en la hoguera, como la de la infortunada Maycken Karrebrouck, una viuda de Brujas de 65 años que sobrevivía con sus ventas de leche y mantequilla y que en 1634 pereció abrasada, víctima de las acusaciones formuladas por su nuera. Una lista de los archivos judiciales de la ciudad revela los nombres de decenas de mujeres -los hombres se libraron casi siempre de la acusación de brujería- quemadas en la hoguera o ahorcadas “en dos siglos de oscurantismo europeo” en Brujas, cuyo nombre, recuerda María Jesús Calvo, no se refiere a esas damas voladoras, sino que deriva del ‘flamencobrug’ (puente).
En definitiva, a lo largo de estos tratados y representaciones “se va perfilando un mundo que se halla ubicado en el reverso de un espejo construido por los miedos, las frustraciones, las represiones de un hombre que coarta su propia libertad, por temor a descubrir lo que habita tras de ella”, concluye.