Blog dedicado a la crítica cinematográfica de películas de hoy y de siempre, de circuitos independientes o comerciales. También elaboramos críticas contrapuestas, homenajes y disecciones de obras emblemáticas del séptimo arte. Bienvenidos al planeta Cinetario.
A favor y en contra de 'Rashomon', de Akira Kurosawa
A favor: miedo de los hombres
En los años más crudos de la partición del mundo entre dos bloques de hielo, y cuando Japón apenas había conseguido sobreponerse a su derrota en la Segunda Guerra Mundial, la concepción de la moral de los hombres estaba bajo mínimos en el Imperio del Sol Naciente. Las bombas nucleares lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki dejaron la cultura nipona prácticamente delirando sobre sus restos calcinados. Nadie quería recordar ni revisar ni llorar. Nadie salvo un cineasta emergente y crítico, que ya había sobrevivido a su propio desastre personal, y que decidió que fuera el séptimo arte el que rescatara el miedo de los hombres a los hombres, la delgada línea que separa la verdad de la mentira y el egoísmo innato de la condición humana.
'Rashomon' (1950)Rashomon fue la primera obra maestra de Akira KurosawaAkira Kurosawa y supuso una revolucionaria puesta en escena para ambos lados de la maquinaria de la Guerra Fría. No era política, ni propaganda, ni siquiera grande en medios ni pretensiones. El cineasta japonés, que ya había despuntado en su país en los peores años de la posguerra, se basó en un cuento escrito por Ryunosuke Akutagawa en 1915 y rodó una historia que trascendió las fronteras de su propia moraleja para darle una lección al mundo sobre el relativismo y la filosofía de los actos humanos.
En el siglo XII, bajo una implacable tormenta, dos hombres (un leñador y un sacerdote) se refugian en las ruinas del Templo de Rashomon. Uno de ellos repite sin cesar: “No entiendo nada”, mientras el otro, a su lado, le mira compartiendo su perplejidad. Ambos han sido testigos de un hecho sin precedentes. Un tercero se acerca a resguardarse y, acuciado por la curiosidad de tales estados de ánimo, les pide a ambos que le cuenten la historia. Así arranca el relato del leñador, la primera de hasta cuatro versiones diferentes de una violación y un crimen, donde un hombre y su esposa caminan por un bosque, un ladrón les asalta, viola a la mujer, y el marido termina muerto. Capturado el delincuente, ante un tribunal, la verdad comienza a difuminarse por las bocas de los testimonios de cada uno de sus protagonistas.
Kurosawa maneja con maestría los hilos del suspense mientras navegamos por las diferentes versiones que cada uno ofrece: el ladrón, la mujer, la propia víctima (a través de una médium) y de nuevo el leñador al final de la película, que ofrece el relato más desconcertante (y probablemente real) de lo que realmente sucedió. Lo más perturbador es que ninguno de sus protagonistas se mueve sobre la necesidad de eludir su culpa. Todos se declaran autores del asesinato pero ofreciendo los hechos para que sirvan a la salvación de su alma. Como víctimas de la fatalidad, del destino. Por eso 'Rashomon' es algo más que una visita a la tradición cuentista de los clásicos árabes. Se adentra en un terreno mucho más farragoso donde es prácticamente imposible saber quién está diciendo la verdad, en una vuelta de tuerca de la duda razonable y de la simple moraleja.
Sin embargo, no fue solo este cuestionamiento de la realidad de nuestros actos lo que convirtió esta película en el actualmente llamado “Efecto Rashomon”. El realizador nipón también perfeccionó algunas de las técnicas cinematográficas ensayadas en sus películas anteriores y que lo elevarían a la categoría de maestro en 'Los siete samuráis' o 'Dersu Uzala', imitado después en numerosos westerns y dramas. La conocida y milimetrada banda sonora de Fumio Hayasaka, las composiciones en plano de los dos tríos protagonistas, las cámaras a la espalda, los giros en travelling, y numerosos recursos visuales destinados al histrionismo intencionado de los actores, dejaron al público, ávido de buenas intenciones y finales felices, con cara de pocas conclusiones.
Porque podemos pensar que al final todos son unos miserables, que como apunta el que escucha la historia, debemos olvidar la verdad y quedarnos con la versión que nos resulte más interesante o divertida. Así sería de no ser porque Kurosawa decide al final dejar un leve resquicio para la esperanza: bajo ese templo, “donde vivía un demonio que huyó porque tenía miedo de los hombres”, hay una oportunidad de redención para el leñador y el sacerdote. Y el acto puede a la palabra. Y hay algo de calma. Y deja de llover.
En contra: mentiras exhibicionistas
'Rashomon' es una película donde se trata de encontrar la solución a un crimen, a través de flashbacks flashbacks recuperados gracias a un proceso judicial. En la película hay una violación y un asesinato y varios posibles culpables (un bandido, una mujer y un Samurai), pues los protagonistas e incluso un testigo ofrecerán sus diferentes versiones de los hechos. Queda en manos del espectador la responsabilidad de creer la que le resulte más verosímil o desconfiar de todo cuanto ha visto. El interés de la historia radica en la manera que tienen los personajes de afrontar una verdad de la que depende su orgullo y su condena vital, más allá de la que puedan llegar a impartir los hombres.
Sin embargo, esta mascarada del alma humana se convierte en un “grand guignol” cuando entran en escena unos comportamientos y unas interpretaciones desmesuradas, excesivas, manieristas, que no llegan a encontrar un buen encaje ni siquiera en un relato de grandes pasiones como el que tenemos ante nosotros. Lo que puede molestar o alejar a más de un espectador acostumbrado a otro tipo de cine más templado y menos exhibicionista.
Es cierto que el film evidencia distancias culturales insalvables entre Oriente y Occidente y que, al fin y al cabo, buena parte del metraje tiene el tono evocador de un cuento o una leyenda que se basa en la recreación de una época remota japonesa, el siglo XII, habitada por señores feudales y hombres libres que vivían al margen de la ley. Quizás esas fallas culturales sean las que nos impidan ver la lógica de unos comportamientos que resultan un tanto extraños en cada una de las versiones que se nos van relatando. De este modo y por ejemplo, existe un leñador que tiene la sospechosa y apremiante necesidad de contar su versión de unos hechos de los cuales se atormenta, de una manera demasiado exagerada; un comportamiento ciclotímico que se repite en un bandido que tiene la capacidad de desear y amar desaforadamente a la mujer del Samurai y, al segundo, sentir por ella un rechazo visceral que tampoco queda justificado. Y la mujer en cuestión muestra siempre, eso sí, una rebeldía y una valentía automáticas a la hora intentar cambiar su destino. Un impulso que resulta demasiado urgente y poco coherente en un ser humano que, probablemente, ha ‘mamado’, desde su más tierna infancia, una fuerte tradición de sometimiento al varón.
En definitiva, como se nos plantea desde el principio, todos son relatos, quizás todas sean historias inventadas y, con ello parece cubrirse el expediente, justificar una credibilidad que no deja de ponerse en entredicho, pero por otras razones. Y es que en cada nueva versión que vamos sumando, incluida la final, la presuntamente reveladora, los personajes acaban siendo más inverosímiles de lo esperado. Desde un punto de vista humano y siempre, dentro de las ficciones que se nos están proponiendo.
En cuanto a las interpretaciones, le chocará a más de uno la expresividad de los personajes. A ojos occidentales esta forma de actuar podría parecer superada, pues resultaba más familiar en tiempos del cine mudo. Sin embargo, la crítica de los años 50 se sintió fascinada por este exceso de teatralidad que es, como todo, cuestión de gustos. Lo que es indiscutible es la belleza formal de una película donde las imágenes resultan fascinantes, tejidas con una fotografía en blanco y negro donde las luces y las sombras del bosque miman, atormentan o realzan ambientes, pasiones, rostros y cuerpos llevados al límite en su expresividad.
Aunque si hay algo que deslumbra de una película como 'Rashomon' es la sensación que deja su inquietante epílogo. Las dudas que surgen en torno a la suerte de un inocente bebé tras haber asistido, durante todo un metraje, a un auténtico desfile de engaños, espejismos y verdades que quedan en entredicho. Resulta casi imposible interpretar la marcha del leñador con el niño en brazos como una especie de redención del ser humano. Por eso, al recordar esta película preferimos quedarnos con el estado de ánimo con el que nos deja Kurosawa invocando esa ambivalencia, esa pesadez de espíritu, esa sensación desoladora que redime, ahora sí, al resto de la película.
A favor: miedo de los hombres
En los años más crudos de la partición del mundo entre dos bloques de hielo, y cuando Japón apenas había conseguido sobreponerse a su derrota en la Segunda Guerra Mundial, la concepción de la moral de los hombres estaba bajo mínimos en el Imperio del Sol Naciente. Las bombas nucleares lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki dejaron la cultura nipona prácticamente delirando sobre sus restos calcinados. Nadie quería recordar ni revisar ni llorar. Nadie salvo un cineasta emergente y crítico, que ya había sobrevivido a su propio desastre personal, y que decidió que fuera el séptimo arte el que rescatara el miedo de los hombres a los hombres, la delgada línea que separa la verdad de la mentira y el egoísmo innato de la condición humana.