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Habrán sentido alivio en el Ministerio cuando han tomado la decisión de descartar el inútil aeropuerto de Ciudad Real como lugar donde recoger inmigrantes. La iniciativa no tenía buena pinta. Se asemejaba a eso que se hace con frecuencia en Madrid de forma precipitada con más improvisación que cálculo. La idea tenía indudables sombras sobre la creación de un gueto, alejado de un núcleo urbano a doce kilómetros.
Alivio, con disgusto incluido, habrán experimentado los gestores de la empresa que ofrecieron el espacio del aeropuerto para albergar a una parte de los migrantes que saturan las islas Canarias. El argumento del presidente de la Comunidad, presentado como “un negocio con seres humanos” resultaba complejo de rebatir. Y alivio, por último, habrá llegado a los dirigentes e instituciones locales que se posicionaron contra la iniciativa, alegando que no era el lugar adecuado y que había otros mejores.
Los argumentos empleados por unos y por otros nos han retrotraído a aquellos tiempos en los que nadie quería un vertido de depósitos nucleares o una instalación penitenciaria. Nadie quería tener próximos lo que ampulosamente se llamaron macrocárceles que no era otra cosa que una cárcel más. La gente temía a los presos y sus familiares por esas sensaciones imprecisas que asustan a las sociedades desinformadas.
Como ecos de estos precedentes han sonado ahora las excusas, solo aparentemente razonables, para rechazar la presencia cercana de inmigrantes subsaharianos. Doce kilómetros pueden ser una distancia sideral o una proximidad molesta, según se mire. ¿Hubieran sido iguales los argumentos si se hubiera tratado de inmigrantes ucranianos, de raza blanca y de la misma o parecida confesión religiosa? De ahí que las quejas y protestas hayan trasmitido esa impresión difusa de que, tras los argumentos variados, se escondían temores irracionales sobre los inmigrantes que se alojarían en las instalaciones de un aeropuerto casi vacío. Nadie de quienes hablaban de alternativas mejores ha ofrecido ninguna otra para esos inmigrantes que saturan las islas Canarias. Tal vez se haya descubierto una de las dificultades de los presidentes de las comunidades autónomas para llegar a acuerdos sobre el reparto de inmigrantes en la península.
Habrán sentido alivio en el Ministerio cuando han tomado la decisión de descartar el inútil aeropuerto de Ciudad Real como lugar donde recoger inmigrantes. La iniciativa no tenía buena pinta. Se asemejaba a eso que se hace con frecuencia en Madrid de forma precipitada con más improvisación que cálculo. La idea tenía indudables sombras sobre la creación de un gueto, alejado de un núcleo urbano a doce kilómetros.
Alivio, con disgusto incluido, habrán experimentado los gestores de la empresa que ofrecieron el espacio del aeropuerto para albergar a una parte de los migrantes que saturan las islas Canarias. El argumento del presidente de la Comunidad, presentado como “un negocio con seres humanos” resultaba complejo de rebatir. Y alivio, por último, habrá llegado a los dirigentes e instituciones locales que se posicionaron contra la iniciativa, alegando que no era el lugar adecuado y que había otros mejores.