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Vivimos, seguimos viviendo, aunque muramos, si mantenemos nuestra memoria. Y nuestra memoria, más que el carácter que hayamos tenido en cuanto vivos, pues viviendo somos todos bastante parecidos en la forma de consumir la existencia y en general de relacionarnos, nuestra memoria básicamente reside en nuestra obra. Por eso, los que siguen viviendo, aunque haga mucho tiempo que han muerto, son los que nos han legado, y recordamos, una obra: políticos, pensadores, artistas, grandes artífices del progreso (inventores, creadores de grandes estructuras, de excelsos medios).
Un escritor, mientras vive, puede gozar de merecidos reconocimientos. El escritor vivo se apaña porque existe. Gracias a sus contactos, a las oportunidades que le puede ofrecer el gremio, publicando y colaborando aquí y allá. Interviniendo en actos, dando conferencias, moviéndose por el mundo como invitado, acogido en su suerte pero capaz de actividad. Lo malo es el morirse, pues tu fama, tu memoria, entonces, la tienen que activar otros por ti. Ángel Crespo (Ciudad Real, 1926-Barcelona, 1995) era muy apreciado en el mundillo literario cuando él, dejando Ciudad Real, estuvo viviendo en Madrid en las décadas de los años 50 y 60 del siglo pasado. Había iniciado su carrera literaria, aunque había publicado antes alguna cosilla en La Mancha, precisamente en Madrid, integrándose en las filas del movimiento vanguardista el Postismo.
Con su amigo, el también poeta, gran poeta, Gabino-Alejandro Carriedo, Crespo fundó, en 1960, la revista 'Poesía de España' (con su buen suplemento de traducción 'Poesía del Mundo'); publicación que abogaba por el realismo, tendencia avasalladora en esos años, incluso por la poesía social, aunque rechazando una poesía panfletaria, deje nefasto de aquella abrumadora ola. 'Poesía de España' iba ilustrada por viñetas de componentes del grupo El Paso.
La revista era tan esmerada que el Partido Comunista de España la quiso comprar, manteniendo, eso sí, a los dos directores. Al negarse éçestos, pues se olían la tostada ideológico-estética, Juan García Hortelano, que pitaba mucho en el comunismo cultural, se vengó, no incluyendo a Crespo ni a Carriedo, como hubiera sido natural, en la antología que confeccionó del grupo poético de los 50.
Además, en el año 1968 Ángel Crespo marchó, con la que luego habría de ser su segunda esposa, Pilar Gómez Bedate, a trabajar los dos a Puerto Rico, en la Universidad de Mayagüez, recomendados por Dámaso Alonso, sin venir en ocho años a España una sola vez. Esta emigración (aunque Crespo lo llamaba, por pose, exilio) produjo que su difusión literaria en la península se resintiese un tanto. Aunque él seguía publicando en editoriales importantes: Seix Barral, Bruguera, Plaza & Janés, Espasa Calpe, etc. Y tenía una cosa muy buena: su poesía reunida, y sus grandes traducciones, las publicaba en estas editoriales, mientras que sus escritos más “secretos”, como aforismos, y ciertos textos o traducciones recónditas, los sacaba en la pequeña editorial El Toro de Barro, que llevaba su íntimo amigo el poeta y sacerdote conquense Carlos de la Rica.
Después de un tiempo sin aparecer nada de Ángel Crespo (su mujer, Pilar Gómez Bedate, que le sobrevivió 22 años, se preocupó mucho por difundir su obra), hace un par de meses ha salido, en la editorial Fórcola, el 'Diario Veneciano', recogiendo, principalmente, su estancia de seis meses, en 1982, en Venecia, trabajando como profesor invitado en la universidad Ca'Foscari de la ciudad de los canales. Allí cuenta el ambiente del seminario donde ejercía, de su convivencia con escritores venecianos (conoce a Attilio Carminati, poeta que componía en véneto), de sus viajes a ciudades cercanas, de sus cartas recibidas y enviadas, de su aprecio por la gastronomía local y, sobre todo, por los buenos vinos italianos.
Su amor por Venecia era total. Confiesa que allí se sentía como en su pueblo; y su pueblo, para Crespo, no era la capital ciudarrealeña donde nació, sino Alcolea de Calatrava, donde pasaba los veranos. Estancia veneciana paradigmática, modélica. Él ya había disfrutado de varios años sabáticos, en Suecia, en Holanda, en el norte de Estados Unidos.
En ese tiempo Ángel Crespo está traduciendo el cancionero de Petrarca, y está a punto de comenzar a traducir a Casanova, bautizado en una iglesia lindante, pared con pared, de la casa donde vivía. Manejaba con soltura varios idiomas, aunque declara en este libro: “No he aprendido con maestros ninguna de las lenguas que hablo o leo”. Aparte de describir su cotidianidad veneciana, hay en este diario opiniones profundas. Como esta referida a los pintores: “Se refuerza mi idea de que los pintores, por muy grandes que sean, lo son porque no les queda otro camino en el campo de la cultura. Un poeta puede ser, si quiere, un científico, un historiador, un sociólogo, un político, sin dejar de ser poeta. El pintor verdadero, en cambio, sólo puede derivar, y muy pocas veces, hacia la escultura y la arquitectura, pero no hacia nada que exija cultura, letras”.
Hay que decir también que Ángel Crespo y Pilar Gómez Bedate eran un poco prejuiciosos y resentidos. Yo, como los traté bastante, esto lo puedo decir. En una entrada de este diario, Crespo nombra a Fernando Zóbel y a Jaime Gil de Biedma, apostillando que son “dos personas con las que nunca he querido trabar amistad, no sé bien por qué (quizás porque ambos son muy conscientes de ser millonarios y porque he intuido que deben frecuentar círculos de los que no me agradan)”.
También en otros párrafos Crespo se mete con José Hierro y Félix Grande, considerándolos malos poetas. Incuso tiene el atrevimiento de afear a José Hierro que solicitase una beca March, ya que la Fundación Juan March, argumenta el poeta manchego, pertenece a un fascista que había apoyado a Franco. En verdad a March le resultó más rentable aliarse a Franco que a la República. El caso de Gil de Biedma no lo conozco, pero el de Zóbel lo conozco un poco. Muy cierto es que el creador del emblemático Museo de Arte Abstracto de Cuenca era rico, viviendo su riqueza tan “ricamente”.
Pero Fernando Zóbel fue espléndido. Los cuadros de su colección, casi todos de amigos, los pagó de su bolsillo. No se dejaba regalar. Lo que ignoraba Crespo es que Zóbel se levantaba de noche para hacer su obra, y a las 7 de la mañana desayunaba con los barrenderos en la Plaza Mayor de Cuenca. Ese círculo, entonces, que injustamente critica Crespo, lo componían sus amigos artistas y los individuos menestrales, la gente popular. Si Juan Carlos I visitaba Cuenca y penetraba en su museo, los dos se hacían una foto sonriendo abiertamente, sin problemas. Al morir este hombre, que mudó una rancia ciudad en marca artística, todos los conquenses iban en pos del coche fúnebre.
Vivimos, seguimos viviendo, aunque muramos, si mantenemos nuestra memoria. Y nuestra memoria, más que el carácter que hayamos tenido en cuanto vivos, pues viviendo somos todos bastante parecidos en la forma de consumir la existencia y en general de relacionarnos, nuestra memoria básicamente reside en nuestra obra. Por eso, los que siguen viviendo, aunque haga mucho tiempo que han muerto, son los que nos han legado, y recordamos, una obra: políticos, pensadores, artistas, grandes artífices del progreso (inventores, creadores de grandes estructuras, de excelsos medios).
Un escritor, mientras vive, puede gozar de merecidos reconocimientos. El escritor vivo se apaña porque existe. Gracias a sus contactos, a las oportunidades que le puede ofrecer el gremio, publicando y colaborando aquí y allá. Interviniendo en actos, dando conferencias, moviéndose por el mundo como invitado, acogido en su suerte pero capaz de actividad. Lo malo es el morirse, pues tu fama, tu memoria, entonces, la tienen que activar otros por ti. Ángel Crespo (Ciudad Real, 1926-Barcelona, 1995) era muy apreciado en el mundillo literario cuando él, dejando Ciudad Real, estuvo viviendo en Madrid en las décadas de los años 50 y 60 del siglo pasado. Había iniciado su carrera literaria, aunque había publicado antes alguna cosilla en La Mancha, precisamente en Madrid, integrándose en las filas del movimiento vanguardista el Postismo.