Castilla-La Mancha Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
Ribera comparece en el Congreso mientras se ultima el acuerdo en Bruselas
“No hay que ser matemático”: los científicos ponen la crisis climática ante los ojos
Opinión - Mazón se pone galones. Por Raquel Ejerique

El bañista II

El bañista salió muy temprano de su apartamento en la Ronda hacia el río. Días de calor refractarios en T., y de holocausto solar.

Cubierto con el albornoz de Széchenyi y unas viejas chanclas de esparto caminaba atado a una larga sombra espectral que se arrastraba por el cemento recalentado, esta sombra alargada era al L´homme que marche de Giacometti impulsado por una sed de eternidad. En la orilla del río esperaba una piara de fotógrafos tomando café en vasos de plástico. Hacía 48 años que nadie se bañaba en la playa de los Arenales.

Unos días antes me había metido una nota por debajo de la puerta, escueta y extraña, como siempre habían sido sus mensajes a lo largo de estos años; una tarjeta de color amarillo con el membrete del balneario de Gellért en la que había escrito con tinta azul -este será el último baño- día 2 de junio de 2020 en T., en la zona de los Sifones, entre el amanecer y el nigma tempus, seguido de una frase en húngaro que no pude leer hasta unos días después “az idÅ‘ vége már ma van” que significa “el final de los tiempos es hoy”.

Para esquivar a los curiosos y a los fotógrafos que esperaban en los Arenales, el bañista cruzó el puente de hierro y se dirigió a los Sifones. Para inmortalizar su último baño en las fétidas y ponzoñosas  aguas llamé a mi amigo el fotógrafo  Daniel Díaz Trigo.

Nos habíamos escondido detrás de un cañaveral lleno de basura y condones en la parte izquierda de la vieja presa por donde antes saltaba el río  encauzado hacia las fábricas de la luz.  Cuando el bañista llegó al lugar una nube de mosquitos le coronó, la luz ardía en la arena y en las aguas.

A lo lejos, más allá de la orilla derecha, a esa hora, golpeada por el sol T. parecía un horno refractario de ladrillos. En ese momento el bañista se desprendió del albornoz blanco de Széchenyi y lo dejó en la arena junto a las chanclas. Entonces se metió desnudo en el río y desapareció.

Hay ríos muertos en los hombres muertos, donde los fantasmas de las aguas reaparecen cada cierto tiempo arrastrados por el ænigma tempus.  El río se lo había tragado, en la orilla a modo de reliquias, habían quedado el albornoz y las chanclas. Daniel  colgó todo de un taray y a contraluz fotografió la escena. Me desnudé, quería meterme en el río a buscarlo, pero me daba asco. Noté que todo me daba asco, y sabiendo que este es un sentimiento de elevación espiritual que busca de manera inconsciente e infructuosa  la pureza vi como mí amigo que me miraba también  con cara de asco no dejaba de fotografiarme. Finalmente me metí en el río con la intención de limpiar el karma.

Ya no hay nada puro, y la pureza en sí misma es una idea absurda. Cerré los ojos y sumergí la cabeza. Lo mejor hubiera sido tirarse al agua de golpe sin pensar en nada como quien se sumerge  en una mikve a modo de rito de purificación, pero el asco me vencía, y después de chapotear un poco con las manos en el agua, y tomarle la fiebre al río volví a la orilla y salí. Ese asco fue el mismo que sentí hace apenas cuatro años cuando recorrí el Jarama hasta el puente Viveros, entre San Fernando de Henares y Coslada. Allí fue donde Ferlosio desarrolló la trama de su novela más enigmática. Ahora el Jarama a la altura del puente Viveros no es más que un albañal lleno de ratas que explotan en la noche, y el espíritu azul de los bañistas sale del agua como fumarolas de gases venenosos.

Ese olor a inmundicia fluvial es el mismo que viví en Nábadwip, a las orillas del Ganges hace ya algunos años, mientras miles de personas chapoteaban en aquellas aguas residuales elevando al cielo extraños rezos con los que purgar el alma.

Junto al puente Viveros, en el Jarama, de manera inconsciente, volví a intentar el baño, pero el asco me venció. El agua lleva el karma de las ciudades, los sueños de polvo blanco, los residuos de la humanidad, la ceniza de los muertos y la mierda de los vivos. El bañista, para aparecer en el río cada año al llegar el verano, debe desaparecer ese mismo día. La fuerza del rito es la celebración de lo que nunca va a existir más allá de lo que es. Sin la celebración no existiría el rito.

En el mismo momento en que el bañista desapareció en las aguas podridas, de pronto afloró, encallado en un banco de  arena un frigorífico, un poco más lejos, pegado a la orilla de la isla un manillar de bicicleta y en la empuñadura una garceta. Hace algunos años, río arriba del puente del Arpa de los vientos, cerca de la desembocadura del Alberche, mientras dragaban con dos plumas el lecho arenoso, como en un acto de arqueología a granel, se pudo reunir toda una montaña de cacharros inimaginables. De las aguas negras, entre la chatarra y la basura, salió un Lamborghini de los sesenta y una lavadora Corberó con el tambor lleno de siluros. En el futuro museo del río de T. deberían estar expuestos todos esos cacharros salidos del río. Obras de arte de un valor incalculable, y entre ellas, el busto oxidado del generalísimo Francisco Franco.  Para limpiarnos de las aguas sucias esa mañana estuvimos preparando una excursión a algún lugar aún practicable para el baño. Nos costaba mucho decidirnos bajo la sombrilla la terraza de la Morana.

Las ventanas acristaladas de la universidad brillaban y nos deslumbraban con violencia al mediodía. Había guardado en un cajón el cuaderno donde el bañista fue  anotando durante estos años el nombre de los lugares aún aptos para el baño. Junto al nombre de cada río él escribió el nombre del lugar añadiendo después un breve comentario y una localización exacta de cómo llegar. (Practicable, hondura, sucio, limpio, poza, cenagoso, corriente, vivo, seco, desagüe, arenoso, fondo, pedregoso, fresnos, muerto, escondido, barbos, nutria, somero, peligroso, pescadores; eran algunas de las palabras que más aparecían).

Había llovido mucho en mayo y todos los ríos pequeños bajaban todavía con un buen caudal. En un mapa topográfico del ejército, desplegado en la mesa, señalamos con lápiz rojo posibles lugares donde poder bañarnos en los días sucesivos. Haríamos una excursión itinerante. En los ríos de la margen Sur, el Gévalo en el lugar de Martinete, y la Fresneda aguas abajo del embalse, en la parte alta del río, en  las someras y cristalinas aguas de las tablas de Navaltoril. El Pusa en las Becerras, y aguas abajo en el merendero del Beni en los Navalucillos.

En el Uso, cualquier zona practicable en la fractura telúrica de Campillo siguiendo la vía muerta del ferrocarril de La Serena hacia Guadalupe. Para los ríos de la margen Norte, la poza azul en el alto Guadyerbas antes de perderse en la dehesa del Sotillo y Marrupe. La garganta Torinos en la cara Norte del San Vicente hacia el Tiétar en la Iglesuela, y el charco del ojo del Brujo, aguas arriba de Buenaventura en el Tiétar en la desembocadura de la garganta de Gavilanes. Por ahora no entraban en los planes las gargantas de aguas frías de Gredos, y un buen baño al mediodía en el vado de Lanzahita, en el alto Tiétar, aguas de nieve, tocando con la punta de los dedos las cimas de Mijares podrían colmarnos. Así quedaríamos purificados para el resto del verano.

Todos los nombres relacionados con el agua nos los ha dado un agrimensor borracho de lluvia, hidrónimos que son los más extraños nombres que existen. Al final del cuaderno del bañista había un anexo donde él fue escribiendo una larga lista de hidrónimos para un futuro. Entre ellos me llamaron la atención el río Torquemada y el río de la Salud. Pensó que para ordenar el mundo, primero tenía que desordenar las palabras, romperlas hasta mezclar todos los pedazos; al fin y al cabo, estas ya no servían para hablar y nadie se entendía con ellas. Pero esto era inimaginable.

La última vez que le vi de cerca, noté que se había hecho tatuar un nadador alrededor del melanoma solar que tenía en la espalda. Todo lo que nombraran esas nuevas palabras nacidas de la destrucción de las viejas debería ser nuevo. Y como último, después de todo este tiempo de mudez, en el que el bañista había vivido desde hacía mucho, su deseo de que por una vez, sólo una, en T. se oyera a través de una suave megafonía en las calles peatonales la corriente de un río. Estoy seguro que le mató el sol.

El bañista salió muy temprano de su apartamento en la Ronda hacia el río. Días de calor refractarios en T., y de holocausto solar.

Cubierto con el albornoz de Széchenyi y unas viejas chanclas de esparto caminaba atado a una larga sombra espectral que se arrastraba por el cemento recalentado, esta sombra alargada era al L´homme que marche de Giacometti impulsado por una sed de eternidad. En la orilla del río esperaba una piara de fotógrafos tomando café en vasos de plástico. Hacía 48 años que nadie se bañaba en la playa de los Arenales.