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Las cloacas del Mar Menor

Miguel Ángel Sánchez. Portavoz de la Plataforma en defensa de los ríos Tajo y Alberche de Talavera de la Reina y técnico de la Asociación de Municipios Ribereños de los Embalses de Entrepeñas y Buendía

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Ramón Margalef remata su Ecología con una frase tan lapidaria como incontestable: “El hombre no sólo es un problema para sí, sino también para la biosfera en que le ha tocado vivir”. Recuerdo hace ya unas cuantas décadas una reunión en la Confederación Hidrográfica del Tajo a propósito del entonces proyectado embalse de Monteagudo sobre el río Tiétar, cuando a un funcionario bien pagado de sí mismo le explicaba la importancia del lugar, la riqueza, su singularidad… Su respuesta fue que por encima de todo estaba la presa que iba retener centenares de hectómetros cúbicos y producir no sé cuantos megavatios. Eso era lo importante, los animales y tal, los podíamos coger y llevarlos a una reserva. Literal.

Yo veía un río vivo y libre, como un animal salvaje en su hábitat. Él una pieza de caza que abatir y destazar. Durante muchos años esta filosofía, esta manera de entender la relación del hombre con lo natural es la que ha prevalecido. Y es lo que hoy día se sigue estilando en los despachos del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, como puedo comprobar mensualmente en cada Comisión del trasvase Tajo-Segura.

Al Mar Menor no lo han matado los nitratos ni la anoxia, sino medio siglo de mirar hacia otro lado por parte de casi todos. De permitir urbanizar hasta más allá del disparate un elemento geomorfológico y ecológico único. De roturar decenas de miles de hectáreas y envenenarlas con toda suerte de agroquímicos.

Al Mar Menor lo han matado desde los despachos de los distintos ministerios de Agricultura y Medio Ambiente que se han sucedido desde que se decidió desviar el Tajo para regar los secarrales del Segura y el Campo de Cartagena, y aprobar mes tras mes trasvases que saben inaceptables e indecentes, de un río que ni es excedentario ni es capaz de sobrevivir por debajo de los bombeos de Bolarque; amparándose en leyes torticeras y maniqueas elaboradas a favor de sus intereses por los mismos grupos de presión que ahora se esconden tras el desastre del regadío industrial incontrolado. Lo han matado todos aquellos que han hecho la vista gorda desde el Gobierno de Murcia, desde la Confederación Hidrográfica del Segura, con miles y miles de hectáreas de regadío legales, ilegales, alegales, o de aquella manera…; que han hecho bandera política del expolio del Tajo, sin importarles nada más que el cortoplacismo, el pan de hoy a sabiendas del desastre de mañana, que ya también es hoy. Las cloacas del Mar Menor parten de muy lejos y de mucho tiempo atrás.

Pero España es un país de hechos consumados, donde eso del medio ambiente es un estorbo, espacio que urbanizar, domesticar, recalificar, contaminar y, luego, si eso, de nuevo negocio donde gastarnos millones de todos para hacer como que arreglamos lo que sólo ha beneficiado a unos pocos, y ha mantenido en el poder a una caterva política y funcionarial interesada y aquiescente.

El caso del Mar Menor es llamativo porque estamos asistiendo ante nuestros ojos a su agonía. Hemos dado por buenos desastres similares, y no pasa nada. El Tajo está muerto en su tramo medio, con bombas de metano explotando aguas abajo de Toledo, y el antiguo cauce sin agua y colmatado con los vertidos que el Jarama lleva décadas lanzando sin ningún problema. O la cabecera, Entrepeñas y Buendía permanentemente saqueada y explotada por debajo del 25-30 %. O la desidia sin parangón de las Tablas de Daimiel, secas como un rastrojo, pero con aspersores sacando agua del acuífero sin problema. O Doñana, con miles de pozos en su entorno y con un horizonte que ya conocemos los que sabemos cómo acaban estas cosas. No hay voluntad política de poner coto a los desmanes, y a los borradores de los Planes de cuenca que tenemos sobre la mesa, a su falta de ambición, de desconexión con la realidad y a su huida hacia delante, me remito.

Parece mentira que el Mar Menor haya aguantado tanto. Ahora es como una de esas balsas negras colmadas de nitratos y pesticidas pudriéndose al sol que adornan el paisaje del bajo Segura. Lo han conseguido. Y no van a servir soluciones de fontanería y hormigón al uso, manteniendo la presión industrial agrícola y urbanística. Como tampoco servirán el día que de una jodida vez miremos hacia el desastre ambiental del Tajo o del Guadiana en las Tablas y las decenas de rebosaderos, encharcaderos y kilómetros de ríos desparecidos en la Mancha. Sólo el cierre del Tajo-Segura, la recuperación de regadíos tradicionales y el secano, la ordenación del territorio, el interés general, y la cordura, pueden devolver el equilibrio a medio plazo. El resto palabrería, cinismo, política del fango y balones fuera; y el que se quiera entretener con ello, que lo haga. El daño está hecho y las consecuencias no son para un par de días. ¿Queremos miles de hectáreas de regadíos, fertilizantes y pesticidas por un tubo, bloques de pisos hasta en la primera línea de playa, puertos deportivos, rellenos, vertidos y demás? Este es el paisaje que nos deja… Tampoco los responsables esta vez van a pagar. Al contrario. Y sin olvidarnos que a la Naturaleza le importamos muy poco. Quizá a nosotros nos debería importar ella un poco más.

Miguel Delibes, en su más que lúcido discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua, mediados los setenta del pasado siglo, y al que Julián Marías apenas pudo contestar, lo dejó muy claro: “Entre la supervivencia de un bosque o una laguna y la erección de una industria poderosa, el hombre contemporáneo no se plantea problemas: optará por la segunda. Encarados a esta realidad, nada puede sorprendernos que la corrupción se enseñoree de las sociedades modernas. El viejo y deplorable aforismo de que cada hombre tiene su precio alcanza así un sentido literal, de plena y absoluta vigencia, en la sociedad de nuestros días.» Y remata: «Gastar lo que no puede reponerse puede obedecer a una exigencia de un estadio de civilización voraz, que a nosotros mismos, sus autores, nos ha sorprendido, pero terminar con aquello que nos es imprescindible y cuyo final pudo preverse, revela un índice de rapacidad y desidia que dicen muy poco en favor de la escala de valores que rige en el mundo contemporáneo”.  

Ramón Margalef remata su Ecología con una frase tan lapidaria como incontestable: “El hombre no sólo es un problema para sí, sino también para la biosfera en que le ha tocado vivir”. Recuerdo hace ya unas cuantas décadas una reunión en la Confederación Hidrográfica del Tajo a propósito del entonces proyectado embalse de Monteagudo sobre el río Tiétar, cuando a un funcionario bien pagado de sí mismo le explicaba la importancia del lugar, la riqueza, su singularidad… Su respuesta fue que por encima de todo estaba la presa que iba retener centenares de hectómetros cúbicos y producir no sé cuantos megavatios. Eso era lo importante, los animales y tal, los podíamos coger y llevarlos a una reserva. Literal.

Yo veía un río vivo y libre, como un animal salvaje en su hábitat. Él una pieza de caza que abatir y destazar. Durante muchos años esta filosofía, esta manera de entender la relación del hombre con lo natural es la que ha prevalecido. Y es lo que hoy día se sigue estilando en los despachos del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, como puedo comprobar mensualmente en cada Comisión del trasvase Tajo-Segura.