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El 25 de marzo de 1957 comenzaba en Roma un nuevo tiempo. Ese día nacía la CECA (la Comunidad Económica del Carbón y del Acero), germen de la actual Unión Europea, concebida como instrumento de cooperación y diálogo con el que alejar la amenaza de la guerra, que por dos veces en menos de un cuarto de siglo azotó y destrozó nuestro continente.
Países que habían luchado entre sí en dos conflictos bélicos mundiales -50 millones de muertos fue el triste balance- se unían para crear el mayor espacio común de libertad, paz, integración, derechos, democracia y desarrollo económico jamás conocido. Se trataba, como dijera Winston Churchill, de crear los Estados Unidos de Europa para que cientos de trabajadores fueran capaces de recuperar las “sencillas alegrías y esperanzas que hacen que la vida merezca la pena”.
Y 60 años y 45 días después del Tratado de Roma podemos decir que ha merecido la pena. Para los europeos que salían de años de crisis moral, política, económica y social. Para aquellos europeos que dejaban atrás años de hambruna, dudas, incertidumbres, sombras, inmoralidades y persecuciones. Salían de años jalonados por la muerte.
Y mereció la pena también para sus hijos y sus nietos. Castilla-La Mancha es un buen ejemplo. Lo saben nuestros agricultores, nuestros pueblos, nuestras comunicaciones, nuestros empresarios, nuestros mayores, nuestros jóvenes y nuestros Erasmus. Castilla-La Mancha no se puede entender sin Europa, sin la Unión Europea.
Hoy somos 28 países y más de 500 millones de europeos los que compartimos futuro común. La Unión Europea es la principal economía del mundo y representa más del 20% del PIB mundial. Tenemos moneda única, instituciones comunes y libertad de movimientos o circulación para mercancías, servicios, personas y capitales. En fin, la Unión Europea es referente cultural, social, económico y político. Es referencia de bienestar y progreso.
Todo esto es importante pero no suficiente para revitalizar el edificio europeo y fortalecer los valores y principios con los que nació la Unión Europea. Si aquel 25 de marzo de 1957 significó un tiempo de cambio, hoy, Europa, está en un nuevo punto de partida, en una nueva frontera que marcará un antes y un después.
El Brexit, los nacionalismos demagogos y xenófobos –Francia ha dicho no-, el ensimismamiento de algunos países que también vivieron la barbarie de aquellos años negros y líderes políticos populistas que quieren cavar trincheras para cimentar muros de desigualdad, aislacionismo, egoísmo e inmoralidad son las amenazas que pueden hacer tambalear la Unión Europea de hoy. También la desafección y la desconfianza de los ciudadanos hacía instituciones que ni oyen ni ven, ni quieren oír ni ver. O la crisis económica y las desigualdades e injusticias sociales que aún difuminan el proyecto de vida de muchos ciudadanos.
Son una muestra de algunos de los problemas que acechan sobre el futuro de Europa, que tenemos que aventar para que la UE no se convierta, como se dice en Bruselas, en una máquina de europeizar fracasos y de nacionalizar los éxitos.
Contra lo que piensan algunos, creo que la Unión Europea no es el problema. Es la solución. Pero Europa – esta familia de pueblos - necesita un impulso nuevo y audaz. Más Europa sí, pero también otra Europa. Reinventarse está en el ADN de la Europa y ése es el gran reto que tiene por delante.
¿Para qué? Para ser la Europa que integra y acoge y no la que excluye; para ser la Europa que genere y ofrezca oportunidades para todos y no la que protege a los más fuertes y privilegiados; para ser la Europa multilateral y no la que mira a un solo lado; para ser una Europa construida con participación y diálogo y no con imposiciones e indiferencia; y para ser una Europa que mire y cuide a los jóvenes, porque el futuro de Europa no se puede entender sin ellos. Para ser la Europa de los ciudadanos, de las personas, y no la de las cifras y los mercados. En fin, para tener una Europa más humana.
Europa, la Unión Europea, no puede renunciar a culminar retos pendientes como la unión monetaria y económica, impulsar nuevos modelos productivos, recuperar la agenda social con especial atención a los jóvenes, parados de larga duración o al seguro de desempleo europeo.
Pero tampoco puede volver la espalda a la solidaridad, a la unión, a la buena vecindad entre países, a la apertura al mundo, a la multiculturalidad, a la paz, al futuro y al progreso. Como dice el Papa Francisco, se trata de construir puentes para derribar muros, crear coaliciones culturales, sociales, educativas y no sólo económicas o de defensa y reforzar la unidad que se alimenta del tesoro de la diversidad. Este es un buen camino para cruzar la nueva frontera que tiene ante sí la Unión Europea.
El 25 de marzo de 1957 comenzaba en Roma un nuevo tiempo. Ese día nacía la CECA (la Comunidad Económica del Carbón y del Acero), germen de la actual Unión Europea, concebida como instrumento de cooperación y diálogo con el que alejar la amenaza de la guerra, que por dos veces en menos de un cuarto de siglo azotó y destrozó nuestro continente.
Países que habían luchado entre sí en dos conflictos bélicos mundiales -50 millones de muertos fue el triste balance- se unían para crear el mayor espacio común de libertad, paz, integración, derechos, democracia y desarrollo económico jamás conocido. Se trataba, como dijera Winston Churchill, de crear los Estados Unidos de Europa para que cientos de trabajadores fueran capaces de recuperar las “sencillas alegrías y esperanzas que hacen que la vida merezca la pena”.