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En toda obra de arte se ha de dar, a la vez, una rotunda realidad y su contrario, para que en esta complementación la obra se reafirme plenamente. La poesía y la música son artes temporales, pues ambas se manifiestan en el hilo del tiempo, discurriendo insoslayablemente por él. A diferencia de las artes espaciales: pintura, escultura, arquitectura, que no son transportadas en ningún vehículo; sólo estáticamente, ‘in promptu’ (de repente), se manifiestan en un fragmento, pequeño o grande, de una determinada dimensión. La música no es más, como afirmaba Stravinsky, que la sucesión del sonido a través del tiempo, cesando, sonido y tiempo, ambos a la vez. Música y poesía, esencialmente sonoras ambas, deben perfectamente jugar con el silencio, incorporando sabiamente los silencios a su perfecto resultado. Enunciado de otro modo, y pronunciando el magno ejemplo de un aforismo de Ángel Crespo, “la poesía [y lo podemos aplicar asimismo a la música] está hecha de lo que se dice pero también de lo que se calla.”
Se me ocurre meditar sobre esto escuchando las 28 pequeñas y gráciles partes que suman los cuatro cuadernos de la ‘Música callada’, de Federico Mompou, interpretadas por mi gran amigo el pianista Diego Ramos y recogidas en un disco que publicó el sello Orpheus a final del nefasto año pasado. Esta decisiva obra de Mompou arranca de la excelsa lírica de San Juan de la Cruz, concretamente de la estrofa 15, lira, del ‘Cántico espiritual’ del poeta abulense, santo patrón de los bardos españoles: “La noche sosegada / en par de los levantes de la aurora, / la música callada, / la soledad sonora, / la cena que recrea y enamora.” Esa noche, como describe el místico en sus densas anotaciones a sus pocos poemas, “en que el Amado posee y gusta de todo sosiego y descanso”.
Preciosa lira que contiene dos potentes oxímoron, ‘la música callada’, ‘la soledad sonora’, que indudablemente refuerzan la expresión poética. La RAE define la voz ‘oxímoron’ como una figura retórica que resulta ser la “combinación, en una misma estructura sintáctica, de dos palabras o expresiones de significado opuesto que originan un nuevo sentido, como en un ‘silencio atronador’”. A través de esta figura, la expresión luce sobremanera, y así como el silencio mejora la palabra, en este caso la paradoja mejora la lógica del lenguaje convencional, generando un tercer y novedoso concepto a través de una fertilísima ‘contradictio in terminis’. Estos oxímoros nos hacen gozar dentro de un nuevo estado que no supone un disparate, sino una plena y aceptada realidad, ya que ¿no son absolutamente reales y sentidas, además de expresivas, esas ‘música callada’ y ‘soledad sonora’ que amablemente nos brinda el poeta para que imaginemos enteramente disfrutarlas?
Yo no sé apenas nada de técnica musical, no estoy versado en la terminología de la música proveniente de sus soluciones sonoras. Pero al escuchar la interpretación de mi amigo Diego -interpretación que me parece excelente- de estas piezas de Mompou que completan su ‘Música callada’, sí sé apreciar que el silencio a que alude el título juega un decisivo papel en su ejecución. No en vano decía el propio Mompou que esta música “es callada porque su audición es interna”, ahormada en la contención y la reserva. Clara Janés es autora de la biografía ‘La vida callada de Federico Mompou’, que a la vez justamente interpreta los aspectos centrales de su música.
En esta obra, Janés aprecia este corpus mompouiano como “una expresión firme dentro de una gran depuración”, a lo que el músico le respondía, en una de las numerosas entrevistas que mantuvieron: “Esta música más que una expresión da un ambiente expresivo”, sobreviviendo, en el fondo, “la marca del estado de ánimo”. Efectivamente, esta música suena enormemente sentimental, donde prevalece el fondo sobre la forma, si bien es cierto que el carácter inexcusable de todo arte es, en esencia, siempre formal, como la lengua, que, al decir de Saussure, siempre es forma, no sustancia. Hace tres años Diego Ramos publicó, también en la discográfica Orpheus, las ‘Danzas españolas’, de Enrique Granados. Qué diferencia la del brío expresivo de estas danzas, todo el cúmulo de ornato subidamente formal, con la susurrante intimidad de los otros sigilosos acordes.
Federico Mompou es un compositor que se volcó en crear obras para piano, bien para piano solo o para canto y piano. También compuso, aunque en mucha menor cantidad, obras para guitarra, para coro y órgano y para orquesta. ‘Música callada’ fue de sus últimas creaciones, una partitura que, en opinión de Vladimir Jankélévitch, “sigue un itinerario de despojamiento y desnudez”. El intérprete de esta obra, Diego Ramos, nació en Algeciras (Cádiz). Sus principales maestros fueron estos tres: Esteban Sánchez, Vitaly Margulis y Alicia de la Rocha. El segundo de ellos, en Los Ángeles, junto con Bernard Greehouse en Boston, hicieron que cosechase una honda formación en EEUU. Ha ofrecido numerosos recitales en diversos países (España, Marruecos, Portugal, República Checa, Italia y EE.UU), grabando sus interpretaciones en diferentes emisoras de radio europeas. Durante años ha sido profesor de piano en el Conservatorio ‘Alcázar de San Juan-Campo de Criptana’ y actualmente lo es en el Conservatorio ‘Sebastián Durón’ (un músico del siglo XVII, nacido en Brihuega) de Guadalajara. Cosa curiosa es que Diego Ramos es igualmente un pulcro y prestigioso fotógrafo, especializado en retratar a animales en su hábitat. Sus entrenados dedos son capaces de atacar el piano o precisar el momento de hacer clic en la cámara para sacar favorecidos al máximo a sus queridos bichos.
El comentario, en la carpeta del disco, sobre la música de Mompou, ha sido escrito por el crítico italiano Stefano Russomanno, cosa que hizo también en la anterior entrega de las ‘Danzas españolas’ de Granados. El reseñista, en esta ocasión, comienza por preguntarse: “¿Tiene el silencio un sonido propio? Por paradójico que parezca, los místicos aseguran desde hace siglos que el silencio es más que una simple ausencia de sonido”, asegurando que “el silencio no está al alcance de los oídos físicos: sólo unos oídos interiores pueden percibirlo.”
Sólo semanas antes de esta maldita pandemia, tuve el privilegio de escuchar privadamente una amplia selección de la ‘Música callada’ de Mompou en el propio estudio, en la propia casa de Diego Ramos, situada en la sierra, en una holgada urbanización cercana a Guadalajara. Ya había disfrutado de otras sesiones, una de las últimas en compañía del prolífico compositor José Zárate, vinculado a Mora de Toledo. En esa ocasión, Diego interpretó cinco de los siete cuadernos de la obra pianística ‘Il bosco di Gianinno’, de Zárate, quien, como colofón, en el piano de Diego Ramos, tocó dos de sus ‘Cantos negros’. La convocatoria naturalmente fue cursada a través de un efectivo grupo de WhatsApp con el emblema “Música en Walden”, nombre con el que Diego y su mujer, Eva, han querido bautizar su espléndido y caluroso refugio.
En toda obra de arte se ha de dar, a la vez, una rotunda realidad y su contrario, para que en esta complementación la obra se reafirme plenamente. La poesía y la música son artes temporales, pues ambas se manifiestan en el hilo del tiempo, discurriendo insoslayablemente por él. A diferencia de las artes espaciales: pintura, escultura, arquitectura, que no son transportadas en ningún vehículo; sólo estáticamente, ‘in promptu’ (de repente), se manifiestan en un fragmento, pequeño o grande, de una determinada dimensión. La música no es más, como afirmaba Stravinsky, que la sucesión del sonido a través del tiempo, cesando, sonido y tiempo, ambos a la vez. Música y poesía, esencialmente sonoras ambas, deben perfectamente jugar con el silencio, incorporando sabiamente los silencios a su perfecto resultado. Enunciado de otro modo, y pronunciando el magno ejemplo de un aforismo de Ángel Crespo, “la poesía [y lo podemos aplicar asimismo a la música] está hecha de lo que se dice pero también de lo que se calla.”
Se me ocurre meditar sobre esto escuchando las 28 pequeñas y gráciles partes que suman los cuatro cuadernos de la ‘Música callada’, de Federico Mompou, interpretadas por mi gran amigo el pianista Diego Ramos y recogidas en un disco que publicó el sello Orpheus a final del nefasto año pasado. Esta decisiva obra de Mompou arranca de la excelsa lírica de San Juan de la Cruz, concretamente de la estrofa 15, lira, del ‘Cántico espiritual’ del poeta abulense, santo patrón de los bardos españoles: “La noche sosegada / en par de los levantes de la aurora, / la música callada, / la soledad sonora, / la cena que recrea y enamora.” Esa noche, como describe el místico en sus densas anotaciones a sus pocos poemas, “en que el Amado posee y gusta de todo sosiego y descanso”.