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Durante estos días abundan artículos políticos, de corte más técnico sobre la situación actual que vivimos. Como siempre, el aspecto humanista y ecologista pasa a un segundo plano, y creo que merece la pena centrarse en ellos.
Se llama coronavirus pero podría haber sido una catástrofe natural, de esas a las que nos hemos tenido que acostumbrar recientemente en nuestro país, o en forma de colapso económico ante un sistema que ya se había elastificado hasta límites insospechados arrasando todo a su paso.
La cuestión es que el mensaje queda bastante claro: El Planeta nos ha mandado al rincón de pensar, y no faltan razones. Resulta increíble cómo algo tan pequeño, imperceptible para el ser humano que se cree en control y en el centro de todo ha logrado que nuestras vidas cambien de manera repentina sin que haya otra alternativa más que aceptarlo.
Los últimos 30 años se han vivido desde el punto de vista económico y social desde una aceleración de vida absoluta: desde nuestra vida cotidiana y diaria –descentralización de zonas de viviendas acomodadas y lugares de trabajo, jornadas intensivas y en fines de semana, desplazamientos estresantes, etc.- hasta una aceleración en nuestros deseos de tener, ver, hacer y experimentar más y más sin poner límite.
Desde que esa aceleración cotidiana y de deseo ha disminuido por obligación han sido muchas las costumbres, rutinas y hechos que han cambiado y no me refiero solo a que los niveles de contaminación hayan descendido drásticamente, lo cual nos ha permitido, irónicamente, respirar un aire más puro desde nuestros balcones y ventanas que el de hace 10 días.
De repente, nos encontramos con que desde la agricultura se está recibiendo una mayor demanda de productos frescos -hemos recordado de nuevo que nos alimenta mejor lo fresco que la comida de llevar precongelada de cualquier establecimientos de paso-, nos encontramos con que la España vaciada se ha vuelto a llenar en una búsqueda de regresar a lo seguro -aunque sus calles estén más vacías que nunca-, nos encontramos con aplausos desde nuestros encierros obligatorios a quienes se dejan la piel por los y las demás.
En definitiva, nos encontramos poniendo en valor todo aquello que hace unos escasos días pasaba desapercibido o no entraba en nuestras listas de cosas que (volver) a hacer y a apreciar.
No solo hemos vivido en la avaricia desmesurada impuesta y aceptada por el sistema a costa del planeta, sino que en el plano social hemos retorcido los derechos para convertirlos en privilegios objetos de especulación. Me vienen a la cabeza todas esas personas que han sufrido un desahucio por parte de plataformas de alquiler temporal o buitres similares, hogares que se pusieron al servicio de un turismo abusivo y desmedido y que, en estos momentos, no dan cobijo a nadie.
Me vienen a la cabeza los cientos de taxis Cabify que han abusado de las situaciones de emergencia para hinchar sus precios y cuyos trabajadores estarán ahora en una situación de vulnerabilidad absoluta; me viene a la cabeza la Sierra de Madrid atestada de gente los fines de semana en nombre de un supuesto bienestar personal –llamémosle running o como queramos- alterando todo a nuestro paso, ensuciándola, descuidándola y desnaturalizando el entorno; me vienen a la cabeza las, muchas veces, turbias aguas de los canales de Venecia ahora tan limpias que alojan y dejan ver hasta a sus peces, algo impensable con el reciente turismo de usar y tirar; me vienen a la cabeza todas esos cientos de aviones diarios de capricho para un fin de semana.
Como civilización y sociedad debemos hacer autocrítica sobre el nivel de explotación de todo lo que nos ha rodeado, sobre la sociedad de consumismo extremo que nos ha hecho calmar nuestro estrés a través de compras compulsivas y que hemos fomentado desde nuestras posturas individualistas hasta el punto de olvidar que lo verdaderamente importante es la salud, que somos extremadamente vulnerables en este planeta y que nuestra cotidianidad es temiblemente frágil, tan frágil como cualquier hábitat que llega a su límite.
Después de esto nuestras vidas no deberían volver a ser igual, deberíamos crear y ajustarnos a una nueva realidad y a una nueva forma de vida. Algo debemos aprender de todo esto, algo debe cambiar a raíz de esto, cambios desde lo individual y lo colectivo con una amplia visión y aprecio por un entorno ambiental en equilibrio y una apuesta por un cuidado y una vida en común con absolutamente todo lo que nos rodea.
La mejor enseñanza que podríamos sacar de todo esta situación es que, al final, no somos el centro de nada, somos un elemento más en la inmensa naturaleza expuestos a cientos de reveses. Porque si el ser humano no es capaz de parar por sí mismo, el planeta encontrará su propia manera de hacérnoslo saber.
Durante estos días abundan artículos políticos, de corte más técnico sobre la situación actual que vivimos. Como siempre, el aspecto humanista y ecologista pasa a un segundo plano, y creo que merece la pena centrarse en ellos.
Se llama coronavirus pero podría haber sido una catástrofe natural, de esas a las que nos hemos tenido que acostumbrar recientemente en nuestro país, o en forma de colapso económico ante un sistema que ya se había elastificado hasta límites insospechados arrasando todo a su paso.