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Está claro que lo más destacable, en la actualidad, de la capital conquense, en cuanto a su divulgación turístico-cultural, por encima incluso de la Semana Santa, debido a su incesante actividad, es la inconfundible marca de un lugar pintoresco, histórico, procediendo como palpitante sede del arte moderno.
Todo empezó con la creación del Museo de Arte Abstracto Español, que instauró el pintor Fernando Zóbel en los años sesenta del pasado siglo, suscitando de inmediato el capricho de instalarse durante un tiempo en la Cuenca alta varios de los artistas vanguardistas en boga. Al tiempo, Antonio Saura residía a caballo entre París y Cuenca, creándose una fundación con su nombre, enseguida conflictiva, y que persiste a duras penas en la Casa Zavala.
Posteriormente abrió sus puertas la Fundación Antonio Pérez, Centro de Arte Contemporáneo, acogiendo la amplia colección del propio Antonio Pérez, situada en el vasto recinto de un antiguo convento. Más reciente aún es el Espacio Torner, con obra del conquense Gustavo Torner y sito asimismo en el interior de una antigua iglesia, justo en un extremo del robusto edificio que alberga el Parador Nacional. Hay que reseñar también que las vidrieras de la Catedral de Cuenca son obras de los artistas Gerardo Rueda, Torner, Bonifacio Alonso y Henri Dechanet; caso insólito y novedoso en un edificio que aglutina varios arcanos estilos: románico, gótico, renacentista, barroco...
Hay más sitios, como el dedicado al alfarero más notable de la ciudad, Pedro Mercedes, que se encuentra en la parte baja de la ciudad, barrio de San Antón, junto a las rumorosas aguas, en ese enclave, del río Júcar. En la parte más alta de Cuenca, en el denominado barrio del Castillo, se halla, en el número 15 de la calle La Paz, un museo de lo más singular, delicioso, doméstico, vistosamente escondido y muy original, emblema de la Fundación García y Chico, que muestra obras del matrimonio formado por José María García Gutiérrez y María Luisa Chico de Castro.
Los dos se formaron en la antigua Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando de Madrid. El hombre falleció en el 2010, pero María Luisa recibe personalmente a los visitantes los fines de semana; ella y su inquieta cachorra, la perra Blanca.
El museo forma parte de una primitiva casa de labradores. En primer lugar se encuentra el bello espacio expositivo y arriba la vivienda, rodeado todo ello de pequeños patios muy coquetos. Un entorno agradabilísimo. El suelo del museo es la propia roca, tan característica del paisaje conquense, por medio atravesado de un recoleto canalillo que lleva agua cuando llueve y evita la humedad en la morada. En diversos y delicados relieves se alza un espacio precioso que muestra los lienzos de María Luisa Chico, sus esculturas, sus cerámicas, los dibujos 'organomecánicos' de José María García.
De María Luisa Chico lo dice todo el extenso artículo que publicó sobre ella la escritora, conquense de Villaescusa de Haro, y hoy residente en el casco antiguo de la capital, Luz González Rubio. Yo solamente voy a trazar en mi texto una sucinta y positiva impresión de la obra de la pintora.
Las esculturas, y cerámicas, de María Luisa Chico, están dotadas de un riguroso academicismo expresado de forma libre, en una contextura abierta. Sus lienzos se conforman en un equilibrado estallido de color, en colores que tienden a ser puros. Un fuerte verde domina el conjunto. Locuaces amarillos, claros y serenos ocres. Dominan los paisajes, y muy especialmente la presencia del agua del río Júcar. Algunos de ellos muestran un candoroso estilo, cercano al fauvismo, sobre todo los que insertan dulces animalitos en el cuadro. Esa apariencia risueña de ingenuidad delata, sin embargo, una acendrada maestría en el oficio.
Ella también ha realizado trabajos en dos iglesias conquenses: Cristo del Amparo, en el barrio de Tiradores de la capital, y Cristo de la Salud, en el pueblo de Nohales, restaurando cuadros de los siglos XVII y XVIII, realizando pinturas al temple en cúpula y lunetas, adecentando los relieves de las pechinas, en la primera, y ejecutando un retablo y el mural del baptisterio en la segunda. La contemplación de esta importante faceta artística de María Luisa Chico es muy gratificante, originando un gran placer estético al comprobar el contraste de un venerable clasicismo, que estructura los templos, con el sabio desenfado lineal y colorista del arte declaradamente contemporáneo.
En mi visita estuve acompañado por dos fecundos escritores: José Antonio Silva Herranz y la mentada Luz González Rubio. Con María Luisa (al parecer asintiendo la traviesa perrita), entre los cuatro acordamos que para el arte de la pintura, de la escultura, de la arquitectura -por supuestísimamente de la música-, es necesario conocer y aplicar ciertas técnicas, precisas, drásticas. De forma que el pintor, el escultor, el arquitecto, el músico, nunca es autodidacta, pues se debe (su genio aparte) a esas obligatorias técnicas, aprendizajes imprescindibles para lograr un feliz resultado. Sin embargo, los escritores sí lo somos, todos, pues la materia prima de nuestro oficio es idéntica al habla conversacional. No existe la carrera de escritor, y sí las de pintor, arquitecto, músico.
Cuando escribimos, lo que fundamentalmente hacemos es hablar, lo mejor posible, claro. Sí nos es absolutamente inexcusable leer lo más que podamos, leer todo lo bueno que podamos para empaparnos provechosamente de los modelos literarios y, con el mayor gusto y empeño, afinar nuestra destreza.
Está claro que lo más destacable, en la actualidad, de la capital conquense, en cuanto a su divulgación turístico-cultural, por encima incluso de la Semana Santa, debido a su incesante actividad, es la inconfundible marca de un lugar pintoresco, histórico, procediendo como palpitante sede del arte moderno.
Todo empezó con la creación del Museo de Arte Abstracto Español, que instauró el pintor Fernando Zóbel en los años sesenta del pasado siglo, suscitando de inmediato el capricho de instalarse durante un tiempo en la Cuenca alta varios de los artistas vanguardistas en boga. Al tiempo, Antonio Saura residía a caballo entre París y Cuenca, creándose una fundación con su nombre, enseguida conflictiva, y que persiste a duras penas en la Casa Zavala.