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Otra historia del campo

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Rosa llamó a mi despacho casi al final de la mañana de un martes. Se disculpó porque mientras buscaba la puerta correcta leyó un cartel que avisa de la necesidad de solicitar cita previa. Había terminado la atención programada, así que la hice pasar. Le pedí que se sentara y me contara el motivo de su visita. No sabía por dónde empezar, así que comenzó por una frase demoledora que resumió todo. Dejar salir aquellas palabras le permitió relajarse levemente y empezar a contarme lo ocurrido.

Se lamentó de la mala suerte de haber llegado hace apenas tres meses desde el otro lado del Atlántico para encontrarse con lo peor que le había pasado en la vida. “Dejé todo en mi tierra para buscar aquí un trabajo y una vida digna”. Sin familiares en España, Rosa me contó que una persona que conoció aquí le habló de un pueblo de algo más de 15.000 habitantes en la provincia donde estaban buscando personas para trabajar en el campo. Hasta entonces no había conseguido nada, así que fue allí con la esperanza de un empleo.

El trabajo era en una finca muy apartada del pueblo, donde únicamente había tres trabajadores más (dos marroquíes y un paisano suyo). Trabajó los cinco primeros días con los otros hombres, jornadas interminables sin apenas descanso. Desde el primer día le incomodó la forma que tenía el dueño de mirarla y dirigirse a ella. Sintió su falta de respeto desde que llegó hasta el quinto día, en el que después del trabajo el dueño quiso tener relaciones sexuales con ella. Le dijo que esa era una parte importante de su trabajo. Cuando se negó e indignó por aquella propuesta, ocurrió el intento de violación.

Rosa salió corriendo con sus pertenencias, su rabia, su miedo y cientos de sensaciones que le explotaban en la cabeza. Aún le bullían sentimientos diferentes al comenzar la conversación conmigo. Las manos le temblaban, tragaba saliva y miraba al techo de vez en cuando para poder terminar algunas frases. Escuché lo mejor que pude, tratando de dejar que contara todo aquello que necesitaba contar. “No es justo. Ninguna mujer se merece eso. No quiero dejarlo pasar. Dime cómo tengo que hacer para denunciarle, por favor”.

Rosa salió de mi despacho con la dirección y el número de teléfono del centro de la mujer. Le expliqué de qué manera le podrían ayudar la abogada o la psicóloga del centro. Cuando nos despedimos se había deshecho de una pequeña parte del peso que traía encima. Al día siguiente mis compañeras me confirmaron que acudió al centro y la acompañaron a poner la denuncia.

Solo una semana después me llamó Javier, a quien hacía meses que no veía. Quedamos a la mañana siguiente y me contó que había estado trabajando durante algo más de tres meses en una finca de labranza. Le prometieron un contrato de trabajo de un año para poder regularizar por fin su situación. Después de más de 15 años sin parar de trabajar en el campo en el mismo pueblo y para muchos empleadores diferentes, por fin uno de ellos estaba dispuesto a hacerle un contrato de trabajo por un año, lo que facilitaría que pudiera terminar con sus miedos de trabajador de 64 años sin derecho a nada.

En la finca solo había un par de trabajadores marroquíes que llevaban allí más de dos años y el dueño, según me contó José, con aires de señorito. El trabajo de sol a sol. El descanso para comer era siempre menos de una hora. Y el contrato de trabajo no llegaba, como tampoco un solo día libre (las tardes de los domingos ¡y gracias!). Javier está acostumbrado a que las cosas no sean como se las han prometido, pero es que el sueldo tampoco aparecía. De hecho, para el dueño el sueldo era más bien una limosna a la que tenían que añadir la comida, el techo y la cama que les prestaba para vivir sin salir de allí. Me contó que un día llegó a la finca a trabajar una mujer unos 20 años más joven que él. Era de su país y tampoco tenía papeles, como todos allí. Vieron desde su llegada que el jefe no la respetaba y a los pocos días ella se fue porque intentó tener relaciones sexuales por la fuerza con ella. Aquella mujer huyó de allí inmediatamente. Javier me contó que ese fue el motivo por el que decidió irse también. Aguantó dos días más las excusas del dueño y se volvió sin cobrar los meses trabajados. Durante la conversación de despedida de sus compañeros marroquíes trató de convencerles de hacer lo mismo, pero a ellos les daba pánico salir de allí, ya que decían no tener un sitio donde ir.

Con el mismo gesto de resignación de casi siempre, Javier me dijo: “Es por esta razón por la que llevas tiempo sin verme. Creí que me había llegado la suerte, pero ya me queda poca esperanza”. Bromeó diciendo que la única posibilidad que le queda de residir de manera “legal” en España sería casarse con una mujer española. “¿Quién va a querer a un panchito viejo y enfermo que apenas puede ya trabajar para subsistir?” José preguntó por los repartos de comida de Cruz Roja antes de irse. Hay ocasiones en las que necesito respirar hondo antes de salir del despacho y retomar la vida. Rosa y Javier pertenecen a una clase trabajadora sin derechos e invisibilizada. Ambas sufren abusos por su condición. Rosa, además, de manera desgarradora por ser mujer. Esta es otra historia del campo. De ahora mismo.

Rosa llamó a mi despacho casi al final de la mañana de un martes. Se disculpó porque mientras buscaba la puerta correcta leyó un cartel que avisa de la necesidad de solicitar cita previa. Había terminado la atención programada, así que la hice pasar. Le pedí que se sentara y me contara el motivo de su visita. No sabía por dónde empezar, así que comenzó por una frase demoledora que resumió todo. Dejar salir aquellas palabras le permitió relajarse levemente y empezar a contarme lo ocurrido.

Se lamentó de la mala suerte de haber llegado hace apenas tres meses desde el otro lado del Atlántico para encontrarse con lo peor que le había pasado en la vida. “Dejé todo en mi tierra para buscar aquí un trabajo y una vida digna”. Sin familiares en España, Rosa me contó que una persona que conoció aquí le habló de un pueblo de algo más de 15.000 habitantes en la provincia donde estaban buscando personas para trabajar en el campo. Hasta entonces no había conseguido nada, así que fue allí con la esperanza de un empleo.