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Sobre iglesias

26 de octubre de 2020 18:07 h

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En la penúltima entrega nos habíamos quedado en que en Encinares del Guadiana la misa vespertina del sábado es el asunto capital que congrega, prácticamente sin excepción, a todos sus moradores, convirtiéndose en el acto social por antonomasia. Propósito que les lleva a escoger sus mejores galas y, tras pronunciar el sacerdote el “Ite missa est”, en la iglesita consagrada a un célebre mártir, dirigirse fraternos a juntarse al bar. Esa simplicidad que conlleva la creencia religiosa es tranquilizadora. La comunicación entre feligreses resulta altamente provechosa.

La crítica a la Iglesia, claro, es posible y, si lo queremos, muy fecunda. Mi buen amigo el poeta portugués Casimiro de Brito, prolífico escritor y sabio bebedor de vino viejo, escribe lo siguiente en su diario ‘Na barca do coração’ (‘En la nave del corazón’), escrito durante todos los días del año 2000. Traduzco: “Un Papa angustiado y moribundo [Juan Pablo II] pide perdón a Dios por los crímenes que su Iglesia cometió a lo largo de su existencia. No sé en qué punto convergen el coraje y la hipocresía, en el teatro de este gesto (lo hizo en el Muro de las Lamentaciones), que tiene mucho de milenarista y permite a la Iglesia unos siglos más de podredumbre. Lo que sí sé es que escenas de estas, en la fugaz sociedad de imágenes en que vivimos, funcionan (por unos días, imágenes televisivas) y sólo por unos días porque, a continuación, la Iglesia va a insistir, sin el mínimo pudor ni complacencia, en los crímenes de su cotidianidad, que son la falta de sensibilidad para la existencia real del hombres en sus diferencias y contaminaciones.”

La población de Encinares, abrumadoramente adepta a la dogmática reglamentación católica, tal vez asentiría a esta reconvención, aunque es más que posible que, en el fondo íntimo de su ser, la aceptasen, en todo caso, como un reproche velado por el tabú. Pero no nos pongamos críticos. O, en la retórica de Ramón y Cajal, “descartemos reflexiones impertinentes”. Sólo decir que al Papa Francisco, tan majete, le cuesta mucho ponerse la mascarilla, dando por ello no muy buen ejemplo, considerando que en el Vaticano es obligatorio su uso.

Visita a Chaville

El verano pasado (antes de todo este follón), mi mujer y yo abandonamos por unos días Encinares y viajamos a Chaville, un municipio situado entre París y Versalles, alojados en casa de nuestro amigo el poeta vallisoletano Arcadio Pardo, que lleva nada menos que 70 años en Francia. Hasta su jubilación, acaecida hace más de 20 años, ejerció muy activamente la docencia, trabajando durante el último tramo en la Universidad de la Sorbona. Arcadio tiene 92 años (conduce, se cocina, ¡no está ni sordo!) y vive solo, después de morir su mujer Madeleine, hispanista, hace unos años. Sus dos hijas, Anne Mari y Hélene, viven, con sus maridos y sus hijos, cerca de él. Su casa es una espaciosa y bonita vivienda de dos plantas, con terraza y amplio jardín, desde donde se ve un trozo del remate de la Tour Eiffel. Algunos días, sin Arcadio, íbamos a París, desde la bien comunicada Chaville. Sin Arcadio porque al poeta ya no le apetece adentrarse en el tráfago parisino, que conoce tan bien y lo ha sufrido.

Fuimos a contemplar los trabajos de reconstrucción de Notre-Dame, que se había incendiado en Semana Santa. Nosotros estábamos disfrutando de unos días de vacaciones en el Piamonte italiano, combinando el turismo urbano en esos lindos pueblecitos a la orilla de grandes lagos con el senderismo por los Alpes. Al día siguiente de la catástrofe comentábamos la noticia con nuestros compañeros de excursión, rodando en un tren alpino que se dirigía a Suiza, aunque el grupo nos apeábamos en un pueblo fronterizo italiano. Mis comentarios suscitaron sonrisas, y alguna carcajada, al oír que decía que a esos grandes monumentos un incendio no les viene mal, ya que se purifican y se renuevan a mejor, tan ricamente. Y aduje los ejemplos de la Fenice de Venecia y el Liceo de Barcelona, a los que no les ha faltado dinero para una linda y escrupulosa reconstrucción.

Arcadio nos contaba que al poco de incendiarse Notre-Dame, y con la idea de crear una justa continuidad, se celebró una primera misa que ofició el arzobispo de París y varios obispos franceses. Todos, celebrantes y feligreses, no se quitaron, en todo el culto, el casco que llevaban puesto. Sólo lo hizo el arzobispo un instante en el breve momento de la consagración.

“¿Redimirnos de qué?”

Arcadio Pardo, durante toda su vida, ha practicado el catolicismo. Su casa abunda en recoletos y bonitos iconos religiosos, fotos de la comunión de sus hijos, el diploma enmarcado de sus bodas de oro, por la Iglesia, con Madeleine. A su provecta edad sigue asistiendo a la parroquia, y algunos domingos va a un pequeño y coqueto templo ortodoxo arameo que se levanta junto a su domicilio. Me dice que participar en esa ceremonia vistosa le vale como misa. Lo que no ocurre en relación con un servicio evangélico. En nuestras charlas asumíamos que a estas alturas, no es cosa de perder la fe, en su caso, pero sí estar dudando sobre sus férreos cimientos. Yo me sonrío. Cristo acaeció para redimirnos; ¿redimirnos de qué?, exclamamos. La referencia al pecado original hoy nos parece, muy justamente, un sinsentido.

Yo le comento que quizá Dios exista, pero que en todo caso es un misterio, renegando de toda esa falsa configuración de los diversos dioses que los hombres han inventado, conformados y coloreados a su gusto tiránicamente. Aludo a la tajante frase de Pessoa: “Pensar en Dios en desobedecer a Dios”. Y ¡qué diferencia entre el carácter tan católico de Encinares del Guadiana, representando en general a España, y el modo laico, republicano, de tratar a la religión en Francia! En España este tema siempre está desdichadamente sobrevalorado por el “dichoso” Concordato. De forma que la Iglesia Católica española es como un organismo oficial (los curas cobran del Estado, hay funerales de Estado, el calendario está plagado de fiestas religiosas, al contrario que en Francia, siendo también muy católica).

En España, el matrimonio eclesiástico se superpone, se confunde con el matrimonio auténticamente legal, el civil; ya que la Iglesia se encarga de hacer los trámites en el juzgado. En Francia, los novios tienen que presentarse en el organismo para casarse. El día de la ceremonia religiosa, llegan a la iglesia ya casados. En Francia no hay fiestas religiosas, salvo la Navidad y poco más, comparado con el caso de España, lleno de Vírgenes de todos los nombres y sartas de innúmeros santos como herencia clara del paganismo (la Iglesia Católica, afirmaba Pessoa, no es que descienda del Imperio Romano, ¡es el mismo Imperio Romano!). Existe una teoría por la cual la Iglesia se empeñó en que la madre de Jesucristo fuese virgen por siempre en razón de tratarla como una vestal pagana: la escueta y estricta verdad en el evangelio de Mateo, capítulo 1, versículo 25.  Francia, con un Viernes Santo laborable, sin procesiones. España, con ese pitorreo de, salvo este año pandémico, la Semana Santa. Además, y lo dice un Galdós claramente anticlerical mas, tal vez, un cristiano heterodoxo: “En los altares se acumulan imágenes del más deplorable gusto artístico, y la multitud de coronas, ramos, estrellas, lunas y demás adornos de metal o papel dorado forman un aspecto de quincallería que ofende el sentimiento religioso y hace desmayar nuestro espíritu.” 

En la penúltima entrega nos habíamos quedado en que en Encinares del Guadiana la misa vespertina del sábado es el asunto capital que congrega, prácticamente sin excepción, a todos sus moradores, convirtiéndose en el acto social por antonomasia. Propósito que les lleva a escoger sus mejores galas y, tras pronunciar el sacerdote el “Ite missa est”, en la iglesita consagrada a un célebre mártir, dirigirse fraternos a juntarse al bar. Esa simplicidad que conlleva la creencia religiosa es tranquilizadora. La comunicación entre feligreses resulta altamente provechosa.

La crítica a la Iglesia, claro, es posible y, si lo queremos, muy fecunda. Mi buen amigo el poeta portugués Casimiro de Brito, prolífico escritor y sabio bebedor de vino viejo, escribe lo siguiente en su diario ‘Na barca do coração’ (‘En la nave del corazón’), escrito durante todos los días del año 2000. Traduzco: “Un Papa angustiado y moribundo [Juan Pablo II] pide perdón a Dios por los crímenes que su Iglesia cometió a lo largo de su existencia. No sé en qué punto convergen el coraje y la hipocresía, en el teatro de este gesto (lo hizo en el Muro de las Lamentaciones), que tiene mucho de milenarista y permite a la Iglesia unos siglos más de podredumbre. Lo que sí sé es que escenas de estas, en la fugaz sociedad de imágenes en que vivimos, funcionan (por unos días, imágenes televisivas) y sólo por unos días porque, a continuación, la Iglesia va a insistir, sin el mínimo pudor ni complacencia, en los crímenes de su cotidianidad, que son la falta de sensibilidad para la existencia real del hombres en sus diferencias y contaminaciones.”