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Laberintos

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Hace unas semanas tuve el privilegio de disfrutar de una visita a un yacimiento de la edad del bronce muy bien conservado y mejor gestionado situado en la vecina Daimiel: La Motilla del Azuer, y entre las múltiples enseñanzas que nos dejaron los antiguos pobladores de lo que ahora es La Mancha, me llamó la atención la utilización de laberintos o accesos tortuosos para evitar que sus enemigos, o simplemente los ajenos a su grupo, accedieran fácilmente a sus dominios. Se trataba de una cuestión de supervivencia: proteger el agua de un pozo y el grano almacenado después de cada cosecha en un territorio donde nada estaba garantizado.    

Este tipo de estrategias defensivas pueden resultar chocantes a un arquitecto acostumbrado a dignificar puertas y recibidores, o a un urbanista empeñado en trazar calles rectas y facilitar la accesibilidad universal, pero son comunes a muchas civilizaciones de todas las épocas y continentes. Así se construían los asentamientos mongoles en Pekín -los famosos hutongs-,   los barrios de las minorías en las ciudades con varias identidades, como en el Toledo de las tres culturas, los interiores de las fortalezas y en general, la mayor parte de los asentamientos en los que la seguridad no estaba garantizada, es decir, casi todos y en todas partes.

Los trazados laberínticos siempre han funcionado como la membrana de una célula viva, dificultando el paso de los elementos extraños, pero permitiendo el de los tuyos, que son los únicos que conocen el recorrido con los ojos cerrados.

Unos milenios más tarde se siguen utilizando murallas interiores, “cuerpos de guardia” y trazados laberínticos en muchas barriadas del mal llamado tercer mundo,  pero en nuestro entorno  político-cultural se supone que este tipo de estrategias han dejado de ser necesarias, porque  el Estado moderno garantiza la seguridad personal y la propiedad con razonable eficacia.

Cuando confías en el Estado, persigues un ideal de progreso, y consideras que la sociedad debe organizarse en torno a principios de libertad e igualdad, la ciudad ideal será transparente. No habrá laberintos, sino calles rectas,  señales para orientarse, perspectivas, espacios abiertos e integración social.

En los modelos de ciudad burguesa, como los ensanches de Barcelona, Buenos Aires o Nueva York, o las grandes avenidas de Paris, todos tenían cabida. Los propietarios orgullosos, afortunados y confiados no solo no escondían su riqueza, sino que la exhibían. Las clases menos pudientes podían compartir caja de escalera con el propietario que vivía en el “piso principal”. Así se construyeron los ensanches y las grandes avenidas que solemos identificar con la gran ciudad, pero los tiempos han cambiado.

Los triunfadores ya no construyen barrios abiertos sino nuevos laberintos. Barrios encerrados sobre sí mismos con un único acceso, a ser posible con puerta de control, donde en el mejor de los casos el visitante ocasional se siente perdido y vigilado, y en ocasiones directamente excluido.

De Montesión a La Sisla

Si todavía no han caído en la cuenta, les invito a intentar atravesar andando los barrios de vivienda unifamiliar situados al sur del Tajo en Toledo, desde Montesión a La Sisla. No podrán. Cada barrio es un mundo exclusivo al que solo puede accederse en coche, casi siempre por un único punto en el que a veces llega a instalarse una valla con caseta de control. Las calles se cortan y se retuercen de forma aparentemente caprichosa porque no se han diseñado para conectar, sino para definir burbujas.  Si no llevan un GPS se perderán, y siempre tendrán la sensación de no ser bienvenidos.

No solo estamos abandonando el ideal de ciudad abierta, también damos la espalda al espacio público. En los nuevos barrios-laberinto las calles son un mal necesario para llegar al santuario de nuestra casa, y los parques un espacio inútil que nosotros no utilizaremos, y es mejor que no utilice nadie, porque los extraños siempre serán percibidos como una molestia o  una amenaza. De otra forma no se explicaría la situación de los parques públicos que, al menos sobre el papel, existen en los barrios que hemos citado. El inmenso parque de Montesión, por ejemplo, que ya fue objeto de un artículo en estas mismas páginas, es una tierra de nadie a la que todos los residentes dan la espalda, donde solo puedes acceder si estás sobrado de determinación, buenos mapas y nuevas tecnologías, porque no tiene accesos reconocibles.

Los nuevos barrios residenciales de alto nivel están diseñados como burbujas rodeadas de una membrana impermeable, y los parques públicos, zonas comerciales u otros espacios abiertos a los extraños suelen situarse fuera de esta membrana para no contaminar el interior de la burbuja.  Es un fenómeno universal. No somos solo los toledanos. Los americanos nos ganan en esto.

¿Por qué estamos abandonando el espacio público y el ideal de ciudad abierta? La respuesta es compleja, pero probablemente tiene mucho que ver con  la pérdida de confianza en el Estado y en los ideales de progreso, libertad e igualdad. Nos atrincheramos de nuevo detrás de laberintos porque pensamos que el mundo está lleno de peligros, nos sentimos incapaces de cambiarlo, y tenemos que defendernos de los extraños formando pequeñas comunidades de privilegiados cada vez más cerradas.   

Otra explicación más simple sería que los barrios burbuja refuerzan nuestro sentido de pertenencia a un grupo de privilegiados. En este caso no se trataría tanto de formar comunidades de autodefensa, como de sentirnos afortunados por disfrutar de un estatus social mas  elevado.

Mi amigo Juan Manuel Rojas diría que la evidencia arqueológica nos enseña que esto de encerrarse en grandes mansiones y barrios cerrados es propio de sociedades en decadencia.    

Sin duda habrá otras respuestas igual de convincentes para explicar esta forma de construir nuestras ciudades y sus barrios, pero prefiero que sean ustedes los que piensen directamente en ellas sin intermediarios.

Hace unas semanas tuve el privilegio de disfrutar de una visita a un yacimiento de la edad del bronce muy bien conservado y mejor gestionado situado en la vecina Daimiel: La Motilla del Azuer, y entre las múltiples enseñanzas que nos dejaron los antiguos pobladores de lo que ahora es La Mancha, me llamó la atención la utilización de laberintos o accesos tortuosos para evitar que sus enemigos, o simplemente los ajenos a su grupo, accedieran fácilmente a sus dominios. Se trataba de una cuestión de supervivencia: proteger el agua de un pozo y el grano almacenado después de cada cosecha en un territorio donde nada estaba garantizado.    

Este tipo de estrategias defensivas pueden resultar chocantes a un arquitecto acostumbrado a dignificar puertas y recibidores, o a un urbanista empeñado en trazar calles rectas y facilitar la accesibilidad universal, pero son comunes a muchas civilizaciones de todas las épocas y continentes. Así se construían los asentamientos mongoles en Pekín -los famosos hutongs-,   los barrios de las minorías en las ciudades con varias identidades, como en el Toledo de las tres culturas, los interiores de las fortalezas y en general, la mayor parte de los asentamientos en los que la seguridad no estaba garantizada, es decir, casi todos y en todas partes.