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La médico que esperas que te sane tras un largo peregrinaje de pruebas, el abogado que esperas que te haga justicia porque eres víctima y no culpable, el psicólogo que por fin entiende de dónde viene tu tristeza, la profe de tu hijo que te dará alguna noticia incierta porque sabes que algo no va bien. Todos, en algún momento, esperamos “una solución” de quien está del otro lado de la mesa.
Aunque muchos de mis compañeros hacen su importante labor de trabajadores sociales a pie de calle, en la administración, en periódicos o en trabajos de investigación, muchos de nosotros trabajamos con una mesa de por medio.
Está bien que nuestro paciente-cliente-usuario, sepa que esa barrera física, que es la mesa, también tiene algo de barrera emocional. Al fin y al cabo, atendemos a tanta gente al cabo de un año, que tenemos que enfriar el corazón si no queremos tragar nudos un día tras otro. Pero a veces, el corazón no se enfría, y hay ocasiones, cuando las situaciones límite lo requieren, que algo te lleva a rodear la mesa para ponernos al lado de esa persona que esta ante ti poniendo todas sus esperanzas en que hagas un buen trabajo (escuchándoles, ya lo estás haciendo) y en que la suerte se ponga de su lado.
El trabajo social atiende en la mayoría de los casos, situaciones dramáticas, con grandes conflictos familiares (para mi, los más amargos), cuando no, casos extremos de exclusión social, y somos el ancla al que se aferran muchas personas para que su situación cambie, mejore o al menos se alivie. Somos quienes les proporcionaremos los recursos sociales disponibles (no por solidaridad, caridad o buena fe, sino como un derecho básico) para despojarse de esa soga al cuello que en muchos casos empieza a ahogar. Trabajamos en esa delgada línea que supone estar dentro o estar fuera, y sobre todo, trabajamos con personas. Y si, a veces necesitan que nos pongamos a su lado.
Sobre todo, porque nuestro paciente-cliente-usuario, es uno más de nosotros. Es el reponedor del super de nuestro barrio y sus hijos, o la peluquera que peina a nuestra madre, o quien amasa el pan que cada día llevamos a nuestra mesa, o el auxiliar que afeitará a nuestro padre, o el electricista que llevó la luz a nuestra casa y al que se le apagó su propia vida cuando lo perdió todo, o nuestra vecina que vino de lejos en busca de un sueño que se le tornó pesadilla, o nuestro amigo que perdió a sus hijos mientras se le puso la etiqueta del maltratador que nunca fue, o el feo anciano que pasea en el parque y que algún día fue un bonito niño.
Todos ellos son cualquiera de nosotros. Incluso aquel médico, abogado, psicólogo, o profesor que nos atiende del otro lado de la mesa.
La médico que esperas que te sane tras un largo peregrinaje de pruebas, el abogado que esperas que te haga justicia porque eres víctima y no culpable, el psicólogo que por fin entiende de dónde viene tu tristeza, la profe de tu hijo que te dará alguna noticia incierta porque sabes que algo no va bien. Todos, en algún momento, esperamos “una solución” de quien está del otro lado de la mesa.
Aunque muchos de mis compañeros hacen su importante labor de trabajadores sociales a pie de calle, en la administración, en periódicos o en trabajos de investigación, muchos de nosotros trabajamos con una mesa de por medio.