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La Ley de mejora de la calidad educativa es un proyecto de reforma de la educación en todas las etapas que se enmarca dentro del modelo económico de una Europa en crisis que, fiel a sus principios fundacionales, se reafirma en la defensa de una economía neoliberal a lo largo de diferentes tratados. Precisamente en ese contexto de crisis, en lugar de replantearse sus fundamentos económicos e ideológicos, opta por la devaluación de las cualificaciones profesionales y, en consecuencia, del valor del trabajo de los ciudadanos de la Unión Europea.
Es en el marco de la Estrategia, Educación y Formación 2020 (“ET 2020”) donde hay que entender la premura en la implantación de esta ley, que lleva en sí misma los plazos de desarrollo por etapas según el acuerdo firmado por España y el resto de los estados miembros, para la adaptación de la educación a un determinado marco productivo, basado en la flexibilidad y en la movilidad laboral.
La LOMCE se aprueba en 2013 y define sus principios y objetivos siguiendo las indicaciones de la OCDE (Organismo para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) y del informe PISA (Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes) de la misma organización, ajena por completo a la educación. Existen dos posibilidades claras en educación: la apuesta por una educación ilustrada y científica que forme a los individuos como ciudadanos críticos de sus propias instituciones o la apuesta por una educación al servicio de los intereses de las multinacionales y de los organismos económicos internacionales que entienden la escuela como lugar de formación de trabajadores, de acuerdo a los perfiles requeridos en cada momento según sus particulares intereses.
En el capítulo VI de la LOMCE se afirma que “los principales objetivos que persigue la reforma son reducir la tasa de abandono temprano de la educación, mejorar los resultados educativos de acuerdo con criterios internacionales, tanto en la tasa comparativa de alumnos y alumnas excelentes, como en la de titulados en Educación Secundaria Obligatoria, y mejorar la empleabilidad y estimular el espíritu emprendedor de los estudiantes. Los principios sobre los cuales pivota la reforma son, fundamentalmente, el aumento de la autonomía de centros, el refuerzo de la capacidad de gestión de la dirección de los centros, las evaluaciones externas de fin de etapa, la racionalización de la oferta educativa y la flexibilización de las trayectorias.”
Estos principios y objetivos vienen ratificados por la Orden ECO/65/2015, de 21 de enero, por la que se defiende la implantación de unos estándares internacionales de evaluación según la necesidad, en relación a los alumnos, de “reorganizar su pensamiento y adquirir nuevos conocimientos, mejorar sus actuaciones y descubrir nuevas formas de acción y nuevas habilidades que les permitan ejecutar eficientemente las tareas, favoreciendo un aprendizaje a lo largo de toda la vida”.
La ley persigue la creación de trabajadores autómatas en lugar de ciudadanos críticos; por este motivo destierra de sus contenidos la Filosofía en todas sus ramas, la Educación Artística y la Música. Es así que urge la inversión en una reforma educativa con carácter de Ley Orgánica, cuando al mismo tiempo la educación pública sufre recortes desde 2011 y se sobrefinancia a la escuela privada a través de conciertos educativos.
De este modo, la escuela pública se inserta definitivamente en el marco de la competitividad por proyectos, con un sistema gerencial de dirección de los centros y con el establecimiento de un ranking de los mismos en función del informe PISA, que si bien no tiene efectos académicos, si tiene efectos demagógicos, puesto que es un estudio enfocado no a qué se enseña y se sabe, sino a cómo lo que se sabe es empleable y adaptable en un mercado laboral definido por la flexibilidad y la competitividad.
Por ello no es accidental que en el contexto de la crisis no se haya hecho nada por evitar la fuga de licenciados y graduados, cuya formación está siendo infravalorada desde el punto de vista del conocimiento y del salario, porque es este tipo de movilidad y flexibilidad del trabajador la que persiguen leyes como la LOMCE. Así se entienden medidas como la especialización temprana y la reducción y simplificación de los currículos desde 3º ESO y la imposición de reválidas desarrolladas por entidades externas (empresas, academias, etc.) que, al margen del proceso de enseñanza-aprendizaje, determinen la titulación y la empleabilidad de los alumnos. Esto garantiza el reciclaje perpetuo de los trabajadores a través del “aprendizaje a lo largo de toda la vida”, y la invalidación progresiva de las titulaciones, puesto que actualmente no ofrecen la flexibilidad que exige la globalización.
Sólo es comprensible esta reforma si es para aprovechar la coyuntura de crisis con el objetivo de vender ideológicamente la necesidad de hacer de la escuela una estructura competitiva, moderna y abierta a las necesidades del mercado como única forma de justificar la inversión pública. De otro modo, la escuela no estaría al servicio de la productividad, sino de la formación del ciudadano. Por este motivo no parece ser un problema implantar una reforma que costará en torno a 2.200 millones de euros en su aplicación hasta 2020, de los cuales rápidamente el Fondo Social Europeo aporta 614 millones, al igual que invierte en los programas de garantía juvenil que garantizan el logro de competencias y cualificaciones mínimas para una empleabilidad barata, reduciendo de forma precaria la tasa de empleo juvenil no cualificado.
En su fase de implantación, la LOMCE supone alrededor de 900 millones de inversión (entre 2014 y 2017) y las CCAA deben asumir el gasto de 1.200 millones hasta 2020, ¡cuando las familias están clamando por becas de comedor! Teniendo en cuenta que la educación pública está agonizando, que los recortes presupuestarios -auspiciados por la reforma constitucional del PSOE y el PP que pone techo al endeudamiento de las CCAA- vienen impuestos por la Unión Europea, sólo puede entenderse esta reforma educativa si es para la reconversión de la escuela pública en la cantera de un mercado laboral cada vez más precario. En este contexto, y por unos deberes bien hechos, se premia a Montserrat Gomendio y al ya ex-ministro Wert con un trabajo bien remunerado en la OCDE -la primera como Directora Adjunta de Educación y veremos si el segundo como Embajador de España para la organización-. Mientras, todas las CCAA donde no gobierna el PP constituyen un frente anti-LOMCE para parar la implantación de una ley que es de todo, menos de mejora de la educación.
La Ley de mejora de la calidad educativa es un proyecto de reforma de la educación en todas las etapas que se enmarca dentro del modelo económico de una Europa en crisis que, fiel a sus principios fundacionales, se reafirma en la defensa de una economía neoliberal a lo largo de diferentes tratados. Precisamente en ese contexto de crisis, en lugar de replantearse sus fundamentos económicos e ideológicos, opta por la devaluación de las cualificaciones profesionales y, en consecuencia, del valor del trabajo de los ciudadanos de la Unión Europea.
Es en el marco de la Estrategia, Educación y Formación 2020 (“ET 2020”) donde hay que entender la premura en la implantación de esta ley, que lleva en sí misma los plazos de desarrollo por etapas según el acuerdo firmado por España y el resto de los estados miembros, para la adaptación de la educación a un determinado marco productivo, basado en la flexibilidad y en la movilidad laboral.