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Un modelo económico productivista, que ha imperado tanto en las economías de libremercado como en las planificadas, basado en el optimismo tecnológico, en la creencia en la viabilidad de un crecimiento ilimitado y en una concepción antropocentrista de las relaciones de los hombres y mujeres con el medio, nos ha conducido a la actual situación de crisis ambiental.
El crecimiento económico de los últimos doscientos años se ha basado en el consumo acelerado de recursos, en especial de energías fósiles. Los problemas ambientales de la sociedad industrial han ido aumentando en gravedad, debido al empleo de técnicas de fuerte impacto que incorporan riesgos e incertidumbres, y en magnitud, como consecuencia del aumento de población y del volumen de producción y consumo. Mientras se hacen visibles los límites últimos de la Biosfera y se constata la irreversibilidad de ciertos procesos de degradación, persiste la doble ilusión de que la actividad económica (con su predominio financiero) se pueda disociar de los flujos físicos y que la degradación local se pueda corregir a costa de “exportar la insostenibilidad”, apropiando recursos y espacio ambiental por medio de la mercantilización o la intervención política y gracias a unos medios de transporte rápidos cuyo precio infravalora sus costes ecológicos. Pero justamente la ampliación de la base de los recursos requeridos nos hace más dependientes de la Biosfera.
Algunos historiadores, sensibles a la situación de deterioro ambiental global en que nos encontramos, han mirado hacia el pasado buscando su origen, concluyendo que ninguna civilización ha sido “ecológicamente inocente” y que la historiografía ha sido temerariamente optimista y debe someterse a revisión, incorporando entre otras perspectivas un análisis de la compleja co-evolución de las sociedades humanas y el medio ambiente en el que se han desenvuelto. El bienestar material alcanzado debería ponerse en relación con su perdurabilidad, que dependerá de la eficiencia ecológica de los distintos modos de uso de los recursos que han existido.
Persiste sin embargo entre la mayoría de historiadores y economistas una visión optimista, en clave de progreso contínuo de la Historia de la Humanidad, que se extiende también al presente y al futuro. Aunque se admite que hay “vencedores y vencidos”, se afirma que la vida de los seres humanos está mejorando y se está prolongando también en los países en desarrollo. Los pobres son menos pobres, es decir, están en mejores condiciones que en el pasado, aunque no sean menos numerosos. Los avances tecnológicos garantizan que el progreso continuará: “así ha sido y así será”. El crecimiento económico, que sólo el capitalismo parece garantizar a pesar de las crisis recurrente, sería por lo tanto generalizable, deseable e incluso condición previa para abordar los problemas de degradación ambiental, puesto que sólo los ricos pueden gastar para corregirla.
Se trata de la posición dominante ante los problemas ambientales que podemos denominar desarrollismo o productivismo, que sostiene que el crecimiento económico fomenta la preservación del medio ambiente, que se convierte al tiempo en nueva oportunidad de obtener beneficios crematísticos. Un mensaje tranquilizador que fomentan organismos como la OCDE o el Banco Mundial, mientras auspician “negocios verdes” y el uso de “instrumentos económicos”, como por ejemplo el comercio de derechos de emisión ante el cambio climático.
La crítica ecologista cuestiona que se pueda concebir un capitalismo sustentable o “verde” dado que su motor es la acumulación continua, que precisa ampliar las necesidades que se satisfacen en el Mercado para sostener la demanda. Y la mercantilización creciente de las necesidades humanas, incluso las inmateriales, requiere una apropiación también creciente de los recursos físicos y biológicos para su satisfacción, a costa de otros, y que un Planeta finito no puede soportar.
Un modelo económico productivista, que ha imperado tanto en las economías de libremercado como en las planificadas, basado en el optimismo tecnológico, en la creencia en la viabilidad de un crecimiento ilimitado y en una concepción antropocentrista de las relaciones de los hombres y mujeres con el medio, nos ha conducido a la actual situación de crisis ambiental.
El crecimiento económico de los últimos doscientos años se ha basado en el consumo acelerado de recursos, en especial de energías fósiles. Los problemas ambientales de la sociedad industrial han ido aumentando en gravedad, debido al empleo de técnicas de fuerte impacto que incorporan riesgos e incertidumbres, y en magnitud, como consecuencia del aumento de población y del volumen de producción y consumo. Mientras se hacen visibles los límites últimos de la Biosfera y se constata la irreversibilidad de ciertos procesos de degradación, persiste la doble ilusión de que la actividad económica (con su predominio financiero) se pueda disociar de los flujos físicos y que la degradación local se pueda corregir a costa de “exportar la insostenibilidad”, apropiando recursos y espacio ambiental por medio de la mercantilización o la intervención política y gracias a unos medios de transporte rápidos cuyo precio infravalora sus costes ecológicos. Pero justamente la ampliación de la base de los recursos requeridos nos hace más dependientes de la Biosfera.