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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

La parcela

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En todas las ciudades existen lugares para escapar de la rutina, desconectar, ponerse las chancletas, los pantalones viejos y la camiseta, desprenderse de todas las máscaras y estar con los amigos si uno tiene la suerte de tenerlos. Rem Koolhaas, o el traductor de su Ciudad Genérica, llamaba a estos lugares “orillas”.

Tenemos tantas ganas de ponernos los pantalones viejos porque los nuevos nos agobian.  Escapamos del piso,  las calles, las plazas, los teatros y hasta de las cafeterías para ir a las orillas porque la ciudad nos resulta hostil, y no nos sentimos con fuerzas para cambiarla.  

En la ciudad genérica, estos lugares idílicos en los que todos los aspectos negativos de la ciudad se acaban y nos reencontramos con nosotros mismos, tal como somos, o como nos gustaría ser, suelen ser playas, riberas de ríos, lagos, bosques o montañas, pero en La Mancha nada de eso abunda. Lo que tenemos es una llanura seca e infinita, que por lo visto resulta tan agobiante como la propia ciudad.  ¿Qué hacemos entonces? Si echamos un vistazo a los alrededores de Albacete, Ciudad Real, Hellín, Talavera, Puertollano (Argamasilla), Cuenca o Toledo, por no hablar de muchos municipios del norte de Toledo y suroeste de Guadalajara, veremos que nuestras orillas están formadas por  un montón de parcelas valladas y con piscina. Son miles y miles, que proliferaron como setas durante los 70 y 80 del pasado siglo, justo cuando las primeras generaciones de emigrantes acabaron de pagar el piso, compraron su primer coche y empezaron a viajar por los alrededores durante los fines de semana y los veranos.

La parcela nos permite escapar de la ciudad. La valla de dos metros pone el horizonte a nuestro alcance y hace que nos sintamos más cómodos, con todo controlado y sin imprevistos. La barbacoa y el perro nos permiten mantener relaciones sociales auténticas, de esas que antes se tenían y ahora ya no se pueden tener en las plazas,  o en el trabajo, y la piscina, qué vamos a decir de la piscina, es el complemento imprescindible para que nuestra parcela sea un paraíso.

Casas Viejas, La Pulgosa, La Poblachuela, Cerro de los Palos... La lista es muy larga. Casi todas se construyeron en su momento como parcelaciones marginales, sin planes, sin promotores y sin licencias. A veces pienso que la marginalidad formaba parte de la huída. El rechazo a la ciudad también era un rechazo a la burocracia y a unas normativas que nunca llegaron a entenderse. Cincuenta años más tarde, buena parte de estas parcelaciones, con sus piscinas y sus casas de verano, siguen sin ser reconocidas por el sistema, porque el sistema tampoco quiere ver más allá de sus muros.

Me gustaría que todos nos sintiéramos con fuerzas para cambiar esa ciudad que no nos gusta y para disfrutar de un horizonte infinito, que habláramos de ello y que nos pusiéramos manos a la obra, que dejáramos de necesitar vallas, perros y piscinas, pero mientras conseguimos todo eso, preferiría que el sistema (urbanístico, por supuesto), derribase sus propios muros, contemplara el horizonte y reconociese todas las realidades. Algo que lleva hecho cincuenta años no puede seguir estando al margen de la legalidad.

En todas las ciudades existen lugares para escapar de la rutina, desconectar, ponerse las chancletas, los pantalones viejos y la camiseta, desprenderse de todas las máscaras y estar con los amigos si uno tiene la suerte de tenerlos. Rem Koolhaas, o el traductor de su Ciudad Genérica, llamaba a estos lugares “orillas”.

Tenemos tantas ganas de ponernos los pantalones viejos porque los nuevos nos agobian.  Escapamos del piso,  las calles, las plazas, los teatros y hasta de las cafeterías para ir a las orillas porque la ciudad nos resulta hostil, y no nos sentimos con fuerzas para cambiarla.