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El rey se toma unas vacaciones definitivas; que dimite; que se jubila; que se pira, vamos; que no hace más que caerse; que no paramos de pillarle en renuncios; que los yernos le salen malos (o peores) y las hijas sin criterio a la hora de elegir marido; y como la reputación de la monarquía está por los suelos tanto o más que el propio monarca, pues eso, que ha llegado el momento de usar el recambio que llevamos pagando hace tiempo, no sea que se nos caduque como el de la Gran Bretaña.
Pues muy bien, oiga. ¡Menuda matraca nos van a dar estos días con el tema de la sucesión, con el traspaso de la corona y con las loas al rey y a su familia! Es una oportunidad buenísima para decir aquello de pelillos a la mar, y lo pasado, pasado, y no me seas malage, y quedémonos con los momentos brillantes, y olvide las zonas de sombra, que ese agua no mueve molino pero la otra si.
Y si es una oportunidad buenísima para devolver la reputación de la corona donde se merece, aún mejor funcionará todo esto de la sucesión para enmascarar durante algunos días otras cosas que poco tienen que ver con la jefatura del estado (¿o si?) : las cifras de paro, los recortes en sanidad, en educación, en obra pública, el control de la política por parte de los poderosos y el crecimiento desbordante de la desigualdad en todo el mundo. Desengañémonos: el oropel de la nobleza y de los palacios, el “glamour” que vemos en las revistas y la nobleza que aparecen en ellas, con más apellidos que siete películas de Martínez-Lázaro, etcétera, siempre han ejercido sobre el pueblo llano como poderoso opiaceo que adormece los sentidos, sobre todo el sentido común y el de la realidad. Al final los tenemos cariño y todo, empatizamos con ellos, los sentimos cerca aunque en realidad vivan habitualmente en Londres.
Ayer hablaba con un amigo que me decía “lo justo es dejar que la gente elija si quiere una república o un rey”. Él tiene razón, sin duda, y tiene la cabeza sobre los hombros, no como yo. Lo importante es poder elegir...entre un sistema basado en la desigualdad, la mentira, los designios divinos y el color de la sangre, u otro que se fundamenta en la igualdad, el derecho, la racionalidad y la libertad.
Pero partimos de una base errónea. Un rey no se elige, se imponte; en un momento determinado de la historia y las circunstancias de un territorio al rey lo imponen los poderosos, los que mandan, y luego, cuando muere o fracasa, la monarquía se perpetúa a través de una nueva elección de otro monarca entre los poderosos ya mencionados, como hacían los visigodos, o se establece una dinastía hereditaria basada en la sangre. Insisto, no se elige un rey entre el pueblo, sino que el pueblo tiene y mantiene a un rey. En todo caso, la gente, también en un territorio y en un momento concreto de su historia, decide si la forma monárquica permanece o se sustituye por una república, pero que yo sepa, pocas monarquías y pocos reyes -tal vez ninguno- han sido elegidos directamente por sus súbditos. Por resumir; al pueblo no nos está permitido elegir rey, pero si que tenemos la oportunidad de quitarlo.
Hecha esta aclaración, ¿qué pasaría si nos dejasen elegir dejar al rey donde está o cambiarlo por una república? De momento para los republicanos la capacidad de elección del pueblo español goza del “beneficio de la duda”. Algo es algo. Y a favor de dicho “beneficio de la duda” juegan la realidad legal y política del país, contraria al sistema republicano, porque la constitución cuando se aprobó ya traía corona dentro, porque el sistema está preparado para que nada se salga del carril establecido, y por todo ello dentro de poco tendremos un Felipe VI real y conforme a las leyes. Pero echémonos al monte de los sueños, que es gratis; si repentinamente todo cambiase y se produjera una alteración en Matrix, y mañana los españoles tuvieran -de nuevo- en sus manos la posibilidad de decidir en referéndum la forma de estado que desean, votaran y mayoritariamente saliera... La continuidad de la monarquía, les prometo que un servidor acataría la decisión, respetaría la visión de mis compatriotas, no volvería a hablar de banderas tricolores ni a meterme con el rey y, por descontado, me dirigiría ipso facto a la embajada de la República Portuguesa a mendigar un pasaporte luso y, tal vez, algo de dignidad.