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Este artículo debería haber sido escrito debajo de un árbol y no postrado en una cama de hospital. Las noches son eternas, los días no tienen final. El techo se convierte en una pantalla ideal donde proyectar alucinaciones y recuerdos. El blanco de los hospitales es el blanco perfecto, white². Elevar una palabra al cuadrado o un color hasta que revienta en una luz irisada e irradia el miedo hasta diseminarlo en los otros. En los hospitales una mezcla extraña de miedo y alegría. De noche la luz nocturna refleja el agua y todo se mece en el techo. En la mesilla el Amyntas de André Gide.
Nunca deberíamos comparar el momento que vivimos con ningún otro anterior, la felicidad no existe a partir de ese retrotraerse. Nunca supimos gozar de ningún momento por compararlo siempre con los momentos que habían de llegar. Si la felicidad existe es ahora y para siempre, no había experiencia de ella, por eso siempre es virgen. No sé cómo le iba a decir esto a ese hombre que compartía habitación y se recuperaba de una herida de asta de toro. Para calmarlo por la noche hablaba a oscuras. Estamos en zona inundable, pero nunca más volverá a llover, y cuando vuelva a hacerlo, no dejará de llover.
El hospital de T. está en zona inundable, en una vega baja donde confluyen el Alberche con el río. Esa zona de T. que se ve desde la ventana de la habitación del hospital es como Blida. Me alzaba de puntillas para ver el río. El río no se ve desde casi ninguna parte, siempre hay que imaginárselo, y como no dejas de imaginarlo en algún momento lo pierdes. Desde las ventanas de los hospitales se deberían ver los ríos.
Nadie me ha dicho que vaya a morir ahora. Todos me dicen camina. La doctora es una gran caminante. Es la señora de la nieve, sus manos son las más frías del mundo. Las convalecencias en los hospitales son dulces, sobre una cama reclinable no dejas de caminar, caminas hacia el fin del mundo, y como en el Amyntas de André Guide, un sentimiento vacío de estar rodeado por la luz, en un lugar reseco y polvoriento a las afueras de T. jugando con el agua, en el mismo instante en el que la presa turca de Ilisu inunda la vieja ciudad de Hasankeyf. Hasta allí me dirijo a pie.
La ventana da a un paisaje somnoliento de septiembre. T. es Blida, un lugar reseco lleno de canales de polvo y cabras envueltas en talco comiendo de las zarzas. O Blida es T. o T. ya son todos los lugares donde he estado y en los que nunca estaré. En mitad del blanco, en el momento de la fiebre, tenía sueños de agua que al instante se secaban.
En esos sueños delirantes oía una voz que no cesaba de decir nombres de ríos: río del Impás, río de las Nadas, el río Anciano, el Langsam, el río Tuerto, el de los Tullidos, el río de los Otros. El agua de repente se derramaba por una hondonada de tierra ocre y seca y anegaba esos espacios polvorientos y resecos, de tierra cuarteada como el puzle imposible de un mundo sediento.
Yo había soltado el agua, había cometido uno de esos crímenes kafkianos de soltar el agua, en lo absurdo de estar en un hospital. Una explosión que revienta las cepas de un acueducto que salva un valle reseco. Pero no sé usar la dinamita, solo regar y acariciar viejos libros que ronronean como gatos. En esos momentos me arrancaba la vía del brazo y me iba a la ventana. Desde ella debería verse el rio, pero no se ve. Solo se atisba allí, en esa línea de álamos blancos espolvoreados con talco. Le decía a la doctora: lléveme al agua y me restableceré.
Tengo que ir a pie a Blida, que ya no está en ningún lugar del mundo, y desde allí a la presa de Ilisu, antes de que inunde la vieja ciudad de Hasankeyf. En total 2.075 kilómetros. Caminar hacia lo imposible para decir unas palabras que puedan curar. Caminar para curarse, fluir para restablecerse. Mi compañero habla todo el tiempo de toros y yo de agua. En un hospital el tiempo no existe. Las ventanas no se abren. Lo único que puedes hacer es caminar en lo que miras.
Los pensamientos más evanescentes terminan convirtiéndose en plumas que caen del techo. El techo es como el fondo de un río cristalino. La morfina blanca se disuelve en el agua hasta formar nubes rosas. Cualquier pensamiento se estanca, y de él surgen ideas, otros pensamientos destinados a la nada, como dormir bajo el agua. El tiempo te remueve como si estuvieras durmiendo en una barca. Todas las palabras son aspiradoras de tiempo. El torero herido se está dejando barba y proyecta en el techo pequeños toros negros. Debo convencerle de que los pinte en el techo. Le dejo un lápiz. Vuelvo a la ventana.
El primer cementerio de ríos del mundo debería estar en T. Justo allí donde no se ve nada, y tras la nada el río. Hay varias ideas y proyectos para ello. El que más me convence, sobre todo por su potencial turístico, es un gran edificio de hormigón armado de planta circular y una gran cúpula de cristal. El hidrometerio, de Roman Barrière. Diez canales de cristal entran por diferentes puntos del círculo, jalonados de álamos negros. Llevan agua hacia un agujero enorme que hay en el centro. El agua cae y allí se pierde para siempre.
El espacio está lleno de urnas de cristal donde se ha vertido agua de los ríos muertos. Quien allí trabaja no es un enterrador, sino un aguador. Camino y no peso. Hay muchos lugares a los que quiero ir caminando desde T. A Carrascosa del Campo y desde allí hasta el embalse Talave, para ver las aguas del rio desembocar en el mundo.
Este artículo debería haber sido escrito debajo de un árbol y no postrado en una cama de hospital. Las noches son eternas, los días no tienen final. El techo se convierte en una pantalla ideal donde proyectar alucinaciones y recuerdos. El blanco de los hospitales es el blanco perfecto, white². Elevar una palabra al cuadrado o un color hasta que revienta en una luz irisada e irradia el miedo hasta diseminarlo en los otros. En los hospitales una mezcla extraña de miedo y alegría. De noche la luz nocturna refleja el agua y todo se mece en el techo. En la mesilla el Amyntas de André Gide.
Nunca deberíamos comparar el momento que vivimos con ningún otro anterior, la felicidad no existe a partir de ese retrotraerse. Nunca supimos gozar de ningún momento por compararlo siempre con los momentos que habían de llegar. Si la felicidad existe es ahora y para siempre, no había experiencia de ella, por eso siempre es virgen. No sé cómo le iba a decir esto a ese hombre que compartía habitación y se recuperaba de una herida de asta de toro. Para calmarlo por la noche hablaba a oscuras. Estamos en zona inundable, pero nunca más volverá a llover, y cuando vuelva a hacerlo, no dejará de llover.