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Sequía (II)

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“Y levantándose de la oración, fue a sus discípulos y los encontró dormidos de tristeza” Luc. 22,45. Me dijo Peter Handke, que antes solo conocía cansancios temibles. ¿Antes? ¿Cuándo? Ahora es ese ¿Cuándo? Mucho después de cuando realmente fue.

El mío ahora es un cansancio de calor. Amigo, hace demasiado calor, y la vida se extrema. No sé si tendremos tiempo de adaptarnos a los tiempos. A la sombra, bajo techos de cañas, sentados sobre esteras, a las afueras de pueblos polvorientos oramos ahora sufíes de nosotros mismos. No cabe la rueda de las oraciones, esos rezos circulares giran en la boca y los pulmones como una corriente de luz. La vida se despliega con alta intensidad, puede matar. La intensidad es lo que no quiere para si la conciencia. Esta es fría. Los aprendices de sufís, como yo ahora, son esos mismos discípulos que se levantan adormecidos de tristeza. Están secos como la tierra que pisan, respiran el polvo. Las cabras tienen como boca y mandíbula un cepo de cielo. Se acercan a la zarza ardiente y comienzan a masticar. Nada les duele. No sienten dolor al masticar. Eso hacemos los aprendices de sufís, masticar nuestro seco y duro espíritu. Tenemos como las cabras por boca un cepo.

Se trata de hablar ¿pero de qué y cuándo? Ya no se puede hablar de nada, la libertad carece de intensidad, es lo que no quiere para si la conciencia. Discípulo, no temas, habla, la libertad es tibia, guarda la misma temperatura que tu cuerpo. Ahora tienes fiebre ¿Hacia dónde vamos? Handke diría que hacia allí, y allí se alcanza un cansancio universal. El mundo mismo también está cansado de nosotros. Hablamos para acabar cuanto antes con el lenguaje. Me encontraba de nuevo en Berrocalejo, un uno, dos o tres de septiembre, qué más da el día cuando todos son iguales. Pero las cosas no son sencillas de contar, debemos complicarlas todo lo posible para salir por algún lado de manera sencilla y simple, esa es la ley de la sencillez natural, la complejidad de lo que nace o sale, pero sin dolor.

La caña de pescar es un instrumento sencillo si prescindimos del carrete. Una caña y un sedal atado a la punta, una boya y un anzuelo, el cebo es lo de menos. Pero es así, que para poder pescar con los ojos, a través de la contemplación, primero habremos tenido una larga relación con una caña con carrete. Demasiados días de enredos. Los sedales abandonados que cuelgan de las ramas de los árboles junto a las orillas, y que solo se ven cuando los refleja la luz, nos dicen, me tuvieron que cortar. Las cosas tienden a encoger ¿Y el mundo lleno de cosas? El mundo sigue expandiéndose. El sol es viejo, pero la luz nueva ¿Pero qué te ocurre si un día se te olvida pescar? Es sencillo, eso nunca se olvida, nunca olvidamos vivir, aunque el “cómo” sea como la gran piedra. ¿El cómo vivir? Eso ya da igual. El “cómo” de la piedra es solo ya la piedra del “cómo”.

Todo es ya pura realidad dentro de la meta realidad. Algunas palabras no significan nada. Me dice un amigo que tú tejes seda ¿Cómo? ¿Con qué? El telar es el cielo, el paño la sombra. En la piscina de mi amigo, hecha por su padre a finales de los años 70, de azulejos azules muy simples, nos bañamos los días de mucho calor. Paso horas dentro del agua agarrado a los bordes. Desde esa posición anfibia hablo con los otros. Con las manos mojadas no se puede escribir. La piscina está llena de grietas que no se ven, muy despacio se pierde el agua, como el amor entre dos personas.

Al mediodía el agua refleja la luz en las hojas de dos grandes plátanos. Las raíces están levantando lentamente los suelos pavimentados. Todo alrededor de la piscina está seco, hectáreas de campos lunares a punto de arder. ¿Qué paisaje hoy? El mismo de siempre, que no sea otro. Me canso de ver todos los días lo mismo, incluso a través de los muros de la casa, cada vez más transparentes ¿Y no me canso del cielo? Esa es la única señal del cansancio de uno mismo. Tú quieres trucarlo. Se enfría la desilusión. Cosas que solo se pueden decir de una manera ¡Y no son tantas! Una noche oí en la radio a un hombre decir “win, win, win” muchas veces para referirse a ganador. Apagué la radio para siempre. Esta larga e inequívoca sequía. Un jardín de piedras. El mismo paisaje día tras día, quisieras tener su edad en el momento en el que reverdece el pedregal.

Uno se cura de sí mismo escribiendo ¿Lo creo? Primero lo escribes y después comienzas a creer en aquello que has escrito. Termino escribiendo en la piscina con las manos mojadas. Me gustas como hueles tú a tus años, cada vez más a mundo. El perfume es volátil, se degrada, el olor de la naturaleza eterno y cambiante, te deja recuerdos, memoria, tú olías a ti, al despertar olías cada vez más a ti. El arte del arte ¿consiste, se sustenta? en caminar hacia atrás, de espaldas, intentando dejar de ver el horizonte en algún momento, consciente de que rápido te acercas a la línea roja del abismo. Pero el horizonte te persigue, se mueve al mismo tiempo que tú.

El precipicio, a veces físico de la memoria lo ves, lo visualizas, pero no como un abismo sin fondo, o acaso un cielo allí, muy abajo. No, es más simple, no crece o se expande desde el borde, es menos sutil o grandioso. Solo estás cárcavas caídas a plomo hacia el río, de materiales que se desmoronan junto al Cerro de los Locos, ocupadas por un aire denso, azul. En ese vacío el canto líquido de los grajos y las cornejas. Ese espacio se llena de ti o de mí, de cualquiera que pueda guardar en su boca el hueso de la palabra. Ahí se da la memoria, suspendida, gracias a los ojos que se van quemando más lentamente que el día. Cómo si atravesara incendios forestales, uno tras otro, frentes de llamas que vienen hacia ti. Corre mucho, yo me quedo. ¿Qué hora es? Y alguien dice la hora del fin del mundo. Leemos también lo que no está escrito, retenlo, lo retenemos con más fuerza.

Se van yendo los días, se van yendo estos días de verano. Tú tienes el sol como memoria. La melancolía es una pulsión que te lleva a la alegría, es una “droga” dura, en otros produce angustia, miedo, rendición, idiotez. Esa droga entra por los ojos. El espíritu del artista plástico, eufemismo de lo que siempre fue un pintor, está en la mirada. Poco importa cerrar los ojos, párpados incandescentes.

En mis correrías de agosto junto al fotógrafo D.D.T., nos encontramos con el artista José Viera, en su caserón estudio de Arroyo de la luz. Él ahora suele pintar o trabajar en sus cuadernos o tablas cerrando uno de sus ojos. A veces cierra el ojo derecho, pero dependiendo del periodo en el que se encuentre, o de alguna obra en cuestión, podría taparse con una gasa el ojo izquierdo. DDT, a instancias de Vieira, realizó varias sesiones de fotografías, en las que el artista aparecía siempre de espaldas. Viera insistió en que él llevaba años hablando por el culo. El cuelo es la boca del hombre de nuestra época, decía junto a su eterno vaso de vino. DDT, realizó una serie de fotografías del culo de Viera, a los que ha llamado “Mofletes de artista”. Es así que para hablar nos damos la espalda, insiste Viera. Hablamos de espaldas al otro.

Cuando llevo dos o tres días sin hablar con personas me he purgado de lenguaje, entonces estoy preparado para decir -escribir- mi verdadero silencio. Lo más bello todavía no ha sido fotografiado, ni lo será. Solo mi culo merece la pena ser fotografiado, es mi verdadero rostro. Viera entonces deja de reírse y mirando su vaso de vino entra en algo más profundo. Lo impenetrable siempre deja pasos, agujeros, huecos por donde entrar. Es seguro de que no lleven a lugar alguno y sean más bien salidas, no entradas. Puertas falsas. Enseguida topas con lo impenetrable. El vacío no está hueco, y la nada no se aprehende ni se conoce ¿Se la podría representar con un nudo de soga?

Días más tarde le mando una postal a Viera desde Vigo: pero lo que parece ser, el lenguaje verdadero, el que cada uno regala al otro, como acto sublime de comunicación, se ha extinguido. El diálogo entre dos o más personas, cuando en verdad intenta prolongarse en las emociones es el de los abatidos. Si fuera eso, si así fuera en verdad, el hombre de hoy, al hablar lo haría desde su culo. Hay una altura máxima para los árboles, también para los hombres. Es el instinto a cabezazos.

Fin de época me digo. No solo es el verano que se acaba. Han medrado después de las tormentas, y se han subido las plantas, arrebatadas hasta tocar el techo, très vite-très vite. Aún no he salido de la piscina, todavía el agua permanece tibia. Hoy no, no, no, no, hoy no, por tanto si que serpentea. Las charcas de agua también tienen nombre: charca de la princesa, charca del pozo negro, la de la perdiz, la del ojo verde, y así terminan encantadas al perder la noción de la profundidad, aluden a las ilusiones.

Los nombres de los ríos son relativamente nuevos, aún no han envejecido tanto como para secarse ¿Río Uso o Huso? Le debo a mi país de mil pozos mi escritura, a ti mi escritura. Se pierde el agua si no hay cauce, todo es cauce. Cuánto de cada existencia no se filtra aquí para reaparecer allí ¿Cambia la muerte los destinos? En otra época tal vez, en esta no, y así continúa el tiempo contra la historia bajo la paciencia del sol.

En el cante jondo el fluir de la voz es el de un río seco, en los lechos afloran tablas de agua. Oreja dormida que solo oye el agua ¿Oímos dormidos? ¿Qué oímos al dormir? ¿Los crujidos de la cama como una vieja barca de madera que se queja por la presión del agua? ¿El aire golpeando en los árboles? ¿El sol tras la noche? ¿Nuestro cuerpo quemándose en el abrazo? Oímos el agua, el corazón del perro que nadó por ti en el abismo. Antes miraba los árboles a cierta distancia, desde un punto en el que pudiera verlos enteros, ahora me acerco mucho a ellos, apenas a un metro, y desde ahí extiendo la mano y toco la corteza, el tronco, me fijo en los detalles, y arrastro mis ojos hacia la copa ¿Quiero ascender o no? ¿Trepar? Es toda una serie de contradicciones visuales, aunque es lo que permite oír las raíces al pegar la oreja al tronco, o palpando con la mano la madera sentir la vibración de la sabia, captar la temperatura de la tierra. Estaba siempre demasiado cerca del Four Darks in Red de Rothko, de repente entré dentro y hablé a ciegas con él.

“Y levantándose de la oración, fue a sus discípulos y los encontró dormidos de tristeza” Luc. 22,45. Me dijo Peter Handke, que antes solo conocía cansancios temibles. ¿Antes? ¿Cuándo? Ahora es ese ¿Cuándo? Mucho después de cuando realmente fue.

El mío ahora es un cansancio de calor. Amigo, hace demasiado calor, y la vida se extrema. No sé si tendremos tiempo de adaptarnos a los tiempos. A la sombra, bajo techos de cañas, sentados sobre esteras, a las afueras de pueblos polvorientos oramos ahora sufíes de nosotros mismos. No cabe la rueda de las oraciones, esos rezos circulares giran en la boca y los pulmones como una corriente de luz. La vida se despliega con alta intensidad, puede matar. La intensidad es lo que no quiere para si la conciencia. Esta es fría. Los aprendices de sufís, como yo ahora, son esos mismos discípulos que se levantan adormecidos de tristeza. Están secos como la tierra que pisan, respiran el polvo. Las cabras tienen como boca y mandíbula un cepo de cielo. Se acercan a la zarza ardiente y comienzan a masticar. Nada les duele. No sienten dolor al masticar. Eso hacemos los aprendices de sufís, masticar nuestro seco y duro espíritu. Tenemos como las cabras por boca un cepo.