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La Unión Europea se encuentra enfrascada en la construcción de una “Unión de la Energía”, cuyo principal objetivo es la recomposición de los oligopolios energéticos a escala continental.
El desarrollo de grandes infraestructuras transfronterizas y el uso de fondos públicos para subvencionar la inversión privada alientan la especulación, al mismo tiempo que favorece la concentración de la producción energética. A su vez, la liberalización de las tarifas expone a los consumidores a la volatilidad y voracidad del mercado eléctrico. Esta asimetría conduce directamente a la debacle de la industria, particularmente la de producción de alta intensidad energética como la siderurgia o la cerámica, y al incumplimiento del derecho al suministro, como ocurre ya con el 10% de la población europea.
Mercado y soberanía son incompatibles.
La estrategia europea genera también dependencia. Gigante con pies de barro, la UE importa más de la mitad de la energía que consume, lo que representa una quinta parte de sus importaciones. La situación es más grave, si cabe, en la periferia europea, cuya base productiva, débil y poco diversificada, no es capaz de sostener los gravosos déficit exteriores causados por las importaciones energéticas. Pese a ello, la Comisión Europea apuesta por una huida hacia adelante, con la construcción de nuevos gasoductos y terminales de gas licuado y facilitando las importaciones de carbón y petróleo de fuentes cada vez más remotas. Las contradicciones del capitalismo europeo desembocan, naturalmente, en nuevas aventuras imperialistas, combinando alianzas mercantiles y amenazas militares.
La energía figura en lugar destacado en la firma de nuevos tratados comerciales que multiplican los costes ambientales y sociales de la explotación fósil tradicional. Sirvan, como ejemplos, el carbón importado con el TLC colombiano o las arenas bituminosas canadienses del acuerdo CETA. Incluso el TTIP debe servir para facilitar la entrada de gases de esquisto pese a la oposición de la población al uso de la fractura hidráulica (fracking).
A su vez, el control energético es la causa principal de los conflictos bélicos en los que interviene Europa, ya sea mediante las coacciones a Rusia y el apoyo al nazifascismo en Ucrania o en la reconfiguración del mapa de Oriente Próximo en alianza férrea con los productores de Arabia Saudí y Qatar.
La defensa de la soberanía energética es, por lo tanto, una necesidad económica y de paz. Pero es una alternativa que la Unión Europea y sus aliados de clase en los Estados miembros son incapaces de liderar, al ceder al mercado la planificación de la producción energética.
Una política energética contradictoria
Vivimos paradojas como las del carbón en España, donde el consumo aumenta sin beneficiar a la producción nacional, tocada de muerte por la falta de apoyos y los incumplimientos de los compromisos de quema por parte de las grandes eléctricas. Incluso se intenta bloquear la posibilidad de adaptar la producción para hacerla rentable, al imponer la devolución de las ayudas en 2018 y amparar el desmantelamiento de proyectos limpios de generación fósil, como el de ELCOGAS.
Un destino parecido persigue a las renovables. Las directivas europeas, que marcan un objetivo del 20% para 2020 de consumo energético en renovables, no han evitado un desarrollo errático y desigual. Así, un significativo número de países (Francia, Reino Unido, España...) no cumplirá con los porcentajes previstos, llevando desde ya a una negociación a la baja para 2030 (27%) respecto a lo repetidamente acordado por el Parlamento Europeo.
Mientras, los criterios estrictamente económicos para el apoyo a las renovables (incluidos la eliminación retroactiva de las ayudas) han favorecido el mantenimiento de grandes proyectos hidroeléctricos y sobre todo, de la quema de biomasa, como pilares de la producción renovable -frente a otras energías más sostenibles, como la solar, que ha sido desmantelada y despedazada en favor del capital especulativo. Cabe considerar, asimismo, el efecto boomerang del desarrollo de las renovables en sectores como el transporte, donde la expansión de los biocombustibles se ha hecho a costa de la alimentación y la masa forestal de los países en desarrollo; dejando claro que ninguna política de oferta será suficiente sin una reducción de la demanda.
Hacia la democracia energética
Debemos mantener aquellas políticas que sabemos que han funcionado en el contexto del mercado eléctrico, tales como el acceso prioritario a la red para las renovables. Pero estas políticas no bastan en un mercado falseado por la acción de los grandes oligopolios y por las subvenciones encubiertas a tecnologías como la nuclear o los ciclos combinados de gas.
Es por ello que situamos como prioritaria la constitución de un polo energético público, en conjunción con un sistema tarifario que garantice el acceso a consumidores industriales y familias vulnerables. Para ello, es necesario mantener el apoyo público al carbón y a las energías renovables, nacionalizando aquellos activos y explotaciones que el oligopolio privado ha demostrado ser incapaz de explotar para el bien común.
La creación de un polo público “por arriba” debe complementarse con la creación de un polo de gestión desde la base. Existe un amplio potencial de desarrollo de infraestructuras de distribución y generación de pequeña escala que abre la puerta a que las administraciones locales y cooperativas participen activamente de la definición de un nuevo modelo energético.
Pero este modelo no basta sin una reflexión holística sobre la eficiencia y la reducción del consumo energético -donde, paradójicamente, yace una importante fuente de nuevos empleos: en la renovación de viviendas o en la mejora ambiental de la industria frente a las amenazas del dumping global. En esta transición será vital el papel y la participación de los propios trabajadores, para que sus condiciones laborales no se vean mermadas en el proceso.
Propiedad pública, gestión colectiva, participación sindical: un nuevo modelo energético es también una oportunidad para su democratización, rompiendo el estrecho marco neoliberal en que se desenvuelven las políticas europeas. En ello hemos insistido en el Parlamento Europeo: por ello seguiremos luchando.
La Unión Europea se encuentra enfrascada en la construcción de una “Unión de la Energía”, cuyo principal objetivo es la recomposición de los oligopolios energéticos a escala continental.
El desarrollo de grandes infraestructuras transfronterizas y el uso de fondos públicos para subvencionar la inversión privada alientan la especulación, al mismo tiempo que favorece la concentración de la producción energética. A su vez, la liberalización de las tarifas expone a los consumidores a la volatilidad y voracidad del mercado eléctrico. Esta asimetría conduce directamente a la debacle de la industria, particularmente la de producción de alta intensidad energética como la siderurgia o la cerámica, y al incumplimiento del derecho al suministro, como ocurre ya con el 10% de la población europea.